El mar, modo de uso
Las ficciones se meten en la vida de los
lectores, hacen vivir, sentir, pensar a partir de lo que ocurre dentro de los
libros. Como piedras y caracoles encontrados en las caminatas por la orilla de
la playa, cada contratapa es, en el relato, un hallazgo único y
coleccionable. Libro
de arena comparte un fragmento de “El
mar, modo de uso” de Juan Forn.
Otra vez bajé a leer a la playa. Me
faltaban menos de treinta páginas para terminar el libro cuando empezó a
levantarse tanto viento que era para irse. Pero yo quería terminarlo como
fuera, así que me guarecí contra los pilotes de la casilla del guardavidas, con
la espalda contra la tormenta de arena, el libro apoyado contra las rodillas, y
apretando fuerte las páginas con cada mano para que no flamearan. Así estaba
cuando el guardavidas se asomó desde arriba por el ventanuco trasero de la
casilla y me dijo “eh, escritor, ¿qué leés? Una biografía, le dije. “¿De quién?
De un escritor, le contesté. El tipo se quedó mirándome con la cabeza asomada
por el ventanuco y después dijo:“ La biografía de un escritor vendría a ser
como la historia de una silla ¿no?”
El mar tiene esas cosas. La capacidad de
generar las expresiones más cursis y las más inspiradas. Todo depende de la
entonación, de la sintonía que uno haga con él. Hay quien dice que demasiada
sintonía con el mar te lima. A mí me limpia, me destapa todas las cañerías, me
impone perspectiva aunque me resista, me termina acomodando siempre, si me dejo
atravesar, y es casi imposible no dejarse atravesar. Cuando viene el invierno,
cuando el viento impide bajar a la orilla y hay que curtirlo de más lejos, es
como si el mar se pusiera más bravío para acortar la distancia, para que lo
sintamos igual. Yo bajo cada día que puedo a caminar por la orilla del mar, o
al menos a verlo, cuando el viento impide bajar del médano. Cada contratapa que
hice estos siete años la entendí caminando por la playa o sentado en el médano
mirando el mar. Por dónde empezar, adónde llegar, cuál es la verdadera historia
que estoy contando, de qué habla en el fondo, qué tengo yo, y ustedes, que ver
con ella, qué dice de nosotros.
Cuando me vine a vivir al lado del mar,
tuve por primera vez en muchos años tiempo de sobra, y al principio me dio un horror vacui tremendo. En términos
laborales era un jubilado. Mis obligaciones se reducían a mirar los estantes de
mi biblioteca. Tres de cada cinco libros de esa biblioteca los tenía sin leer
aun cuando llegué a Gesell. El vicio de todo lector voraz: comprar libros para
tenerlos, para leerlos algún día. Bueno, el día había llegado.
Uno de los pocos déficits que tiene el
hábito de leer es que, cuando uno termina un libro que le gusta, todo lo que
siente adentro queda ahí, y se va disolviendo antes de encontrar alguien con
quien compartirlo. Ese es más o menos el espíritu con que he encarado las
contratapas todos estos años: tratando de que el envión de la lectura se
unifique todo lo posible con el acto de la escritura. Leer, caminar, escribir
en una misma frecuencia, semana tras semana. Pensar en formato viernes, en
lugar de pensar en formato libro: salirme de esa lógica que se había convertido
en un karma (“¿Estás escribiendo?” “¿Para cuándo el nuevo libro?”).
En mi dacha de Gesell hay estantes por
todos lados. Son anchos, para poder empujar los libros hacia atrás y dejar un
poco de espacio, donde voy poniendo pequeñas piedras que me traigo de mis
caminatas por el mar. Son piedras especialmente lisas, especialmente nobles en
su desgaste, esas cuya belleza es lo que la abrasión del mar hizo con ellas, lo
que no les pudo arrebatar. Esas que cuando vemos en la arena no podemos no agacharnos a recoger. Tienen el
tamaño justo para nuestra mano; responden a ella como si fueran un ser vivo, y
sin embargo, cuando se van secando en nuestra palma y van perdiendo color, no
sabemos qué hacer con ellas y las soltamos.
Por tener tantas repisas
providencialmente a mano, en lugar se soltarlas empecé a traerme de a una esas
piedras, de mis caminatas por la playa. Nunca más de una y muchas veces ninguna
(a veces el mar no da, y a veces es tan ensordecedor que uno no ve lo que le
da). Así fueron quedando una al lado de la otra, a lo largo de los estantes de
mi dacha. Es lindo cuando alguien agarra una distraídamente y sigue conversando
en esas sobremesas que se estiran y se estiran tal como se desperezan los
gatos. Hay días en que pienso que mis contratapas son como piedras encontradas
en la playa, puestas una al lado de la otra, a lo largo de los estantes de mi
dacha…”
Fragmeto de:
“El mar, modo de
uso”, en Los viernes
Juan Forn
Buenos Aires,
emecé, 2015
Comentarios
Publicar un comentario