Las olas del mundo
Los libros encierran en
ocasiones la mágica cualidad que tiene el sonido, que tiene la música, capaces
de hacernos evocar nuestra propia experiencia a partir de otra. Libro de arena publica una reseña acerca de Las olas del
mundo, de Alejandra Laurencich, que cuenta cómo un relato ficcional logra
atravesarnos hasta el punto de hacernos sentir que es de uno de nosotros, de cualquier de nosotros, de
quien se trata. Homenajeamos con este comentario el día de la memoria.
Por María Pía Chiesino
La dictadura que se instaló en el poder
el 24 de marzo de 1976, marcó un antes y un después en la vida de todos los
argentinos. Aún de los que no habían nacido, y que cuando les tocó llegar a
este mundo, se encontraron con que parte de su vida familiar estaba marcada por
esa historia de espanto. Y que como miembros de esa familia y salvando las
distancias, eso iba a marcar su subjetividad para siempre.
Para los que por ese entonces teníamos entre trece y
quince años, ese antes y después marcó a fuego la memoria de nuestra
adolescencia.
Crecimos como pudimos. Nos informamos
como pudimos. Escuchamos como pudimos las música que nos gustaba. Leímos como
pudimos lo que alcanzábamos a leer.
Hemos construido nuestra vida de la mejor
manera posible, intentando ser buena gente; conscientes de que en los comienzos
de nuestra historia personal hay un nudo
de dolor que jamás va a desatarse; que nos va a acompañar para siempre
trayéndonos el recuerdo de esos años marcados por el miedo y la soledad.
Por eso, cuando nos encontramos con voces
que comparten esta, nuestra visión de ese momento de la historia, muchas veces
no podemos evitar una sonrisa triste. Sentimos una conmoción interna cuando
vemos que, pasados cuarenta años seguimos cruzándonos por ahí, con pares que se
refugiaron en el rock y en la literatura.
Eso me pasó, cuando hace un año leí Las olas del mundo, de Alejandra
Laurencich.
Había leído buenas reseñas. Me había
gustado la ilustración de la tapa. Fui a la librería del barrio, lo agarré de
una mesa, y desde la tapa saltaron a mis ojos “1976” y “!Spinetta”. Me la
compré, claro.
Cuando me interné en la historia de
Andrea, supe que en el ’76 tenía trece años. Que crecía en una familia de
barrio de clase media. Que tenía un hermano mayor que militaba y escuchaba
rock. Y que ese hermano le había acercado la música de Luis Alberto Spinetta. A
partir de la foto de Luis, Andrea construye una historia de amor platónico con
un “él” que tiene su cara.
A lo largo de las trescientas y pico de
páginas de Las olas del mundo, me
llegaron voces, imágenes, personajes y situaciones con las que ella se va
cruzando en esos días y que me trajeron la certeza de que yo también había
estado ahí.
Llegaron las amigas y los amigos.
Entrañables.
Llegaron las voces de Juan Alberto Badía
y de Luis Garibotti saliendo de los parlantes de una Spica.
Llegaron MickJagger y los Rolling Stones
a advertirnos desde la traducción de GimmeShelter:
“si no consigo algún refugio voy a desaparecer”.
Llegaron las cartas de aquellos
personajes que desde la clandestinidad firmaban “Luche y Vuelve”.
Llegaron la marihuana y el LSD. Y esa
especie de culto adolescente por huir del espanto por esa vía, que en muchos
casos no se concretaba, por el miedo que nos daba probar.
Llegaron las despedidas de los que
tuvieron que exiliarse.
Llegaron el Expreso Imaginario, “Terecuerdo
Amanda”, Led Zeppelin, y “¿Qué culpa
tiene el tomate?”
Llegaron los Who, cantando “Love, Reignover me”. “Amor, reina sobre nosotras”.
Cuando se salía del amor, se caía en un horror sin atenuantes.
Llegaron Leonardo Favio y la gente que
pasaba “presurosa”, corriendo debajo de la lluvia.
Llegaron las playas de Villa Gesell, y
llegó una calle de barrio desolada, en pleno invierno, que se espiaba desde
atrás de una ventana.
Llegaron los que no volvieron nunca más.
Llegó en esta novela la memoria de las
voces de nuestra adolescencia, que nos acompañaron y nos ayudaron a ser las
mejores personas que pudimos. Todo esto fue llegando hoja tras hoja, como el
oleaje de Gesell, en Las olas del mundo.
Llegó también la adultez de Andrea, su
mochila de culpa, y esa necesidad imposible de olvidar el pasado.
Pocas veces en mi trayecto como lectora,
sentí de tal manera que una novela prácticamente me estaba contando mi vida.
Este caso, fue (es) sin dudas, una de mis experiencias de lectura más fuertes. Cuando
la leí, poco me faltó para pedirle a la
“madre del dolor”, que viniera a abrazarme, como aúlla Spinetta en Post Crucifixión, de Pescado Rabioso.
En la página 86, mirando una foto del
Flaco, Andrea se pregunta “si podría haber alguien tan lindo en el mundo,
alguien que transmitiera más desolación”.
Pasados cuarenta años de esa fecha
nefasta que marcó mi vida y la historia de los argentinos para siempre, me
atrevería a responderle a esa adolescente de trece años (que podría ser yo a
mis quince), que sí. Que sin dudas.
Que esa mezcla de belleza y desolación
somos nosotros. Los que sobrevivimos al horror encerrados en una casa,
escuchando la mejor música del mundo y leyendo. Leyendo muchos libros. Todos los posibles. Libros que acaso nos hayan
ayudado a poner siempre en primer plano, nuestra “buena memoria”. Y esas son cosas que, a pesar de esa larga
noche infame, nunca vamos a terminar de
agradecer.
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