Cuando se acaba la poesía
Poetas hay muchos pero solo algunos dejan su huella
marcada a fuego en las tierras literarias. Tal es el caso de Neftalí Reyes, más
conocido por su seudónimo como Pablo Neruda, de cuya muerte hoy se cumplen
cuarenta años. Y como los números redondos convocan grandes celebraciones Libro
de arena dedica la semana entera a recordarlo en sus poemas, sus pensamientos,
sus relaciones, en la huella que dejó impresa en el ámbito de las letras
hispanoamericanas y universales.
Para un personaje nada mejor que ir en busca de un autor.
Por eso inicia la serie de publicaciones la palabra del escritor chileno
Rafael Gumucio, con un artículo en donde retrata al poeta desde la relación que
mantuvo con Gabriela Mistral, del que se desprenden aspectos de su biografía que vale la pena conocer, además de ensayar un conjunto de ideas que ubican su obra dentro de la literatura chilena. A partir del encuentro de Neruda, en 1920,
en Temeuco, con Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayaga, alias Gabriela
Mistral, a quien conoció cuando él era un estudiante de 16 años y ella contaba
con 31 y un prestigioso recorrido como poetisa, se entretejen las líneas de su
porvenir. En 1954, en ocasión del homenaje a sus cincuenta años de edad, celebrado
en el Salón de Honor de la Universidad de Chile, Neruda recordaba así a la ´señorita
directora’: “Por ese tiempo llegó a Temuco una señora alta, con vestidos muy
largos y zapatos de taco bajo. Iba vestida de color arena. Era la directora del
liceo. Venía de nuestra ciudad austral, de las nieves de Magallanes. Se llamaba
Gabriela Mistral. La vi muy pocas veces porque yo temía el contacto de los
extraños a mi mundo. Además no hablaba, era enlutado, afilado y mudo. Gabriela
tenía una sonrisa ancha y blanca en su rostro moreno por la sangre y la intemperie.
Reconocí su cara. Era la misma del palanquero Monge, sólo le faltaban las
cicatrices. Era la misma sonrisa entre pícara y fraternal y los ojos que se
fruncían, picados por la nieve o la luz de la pampa. No me extrañó cuando entre
sus ropas sacerdotales sacaba libros que me entregaba y que fui devorando. Ella
me hizo leer los primeros grandes nombres de la literatura rusa que tanta influencia
tuvieron sobre mí.”
Por
Rafael Gumucio
La literatura chilena yace bajo el cuerpo de dos
gigantes: Pablo Neruda y Gabriela Mistral. Premios Nobel los dos, voces
inconfundibles que obligan a los más jóvenes al odio o al silencio admirativo,
figuras tutelares de una retórica que le cambió el rostro a la poesía
hispanoamericana, he aquí un retrato desacralizador de dos mitos de la poesía
en castellano.
Pablo Neruda y Gabriela Mistral: un rostro se
completa en el otro. La cara redonda, la nariz aguileña de la Mistral se cierra
en las ojeras oceánicas de un Neruda disfrazado de Buda del cono sur. Neruda y
la Mistral son del mismo indeterminado sexo: el resplandor masculino en la
Gabriela Mistral, y esa acuosidad femenina en Neruda. Neruda es siempre esa
madre que engendra lo que toca, que es compenetrada en lo que penetra, y la
Gabriela Mistral es el fuego inconfundiblemente viril que agacha lo que toca. Los
dos, hombre y mujer, mujer y hombre a la vez, intentaron por todos los medios
no dejar herederos. La Mistral, al parecer, engendró a un "sobrino"
que nunca reconoció como hijo; Neruda llenó de agua el cerebro (nació
hidrocefálica) de su única hija Malva. Dioses infértiles, mestizos
hermafroditas, la solterona y el pez genital, violaron sin consumar en hijos su
sexo prehistórico.
Su primer
encuentro, narrado por Neruda: un niño tímido atraviesa el barro que se traga
las calles de Temuco para visitar a la directora del liceo de niñas, Lucía
Godoy Alcayaga —alias Gabriela Mistral. La profesora, que ya ha ganado sus
primeros juegos florales, se aburre en provincia. Su única distracción ante el
ambiente opresivo de la escuelita era Neftalí Reyes Basoalto (futuro Neruda),
ese alumno silencioso de la escuela de hombres. Hijastro de profesora, este
poeta incendiario sabe todo de poesía, es un Rimbaud sin guerra del 71 que lo
libere del yugo familiar. La profesora le pasa libros. Algunas tardes toman té
juntos. La timidez de ambos es cualquier cosa menos buena educación. No son
caballeros, no tratarán de serlo (aunque Neruda lograría con los años
transformarse en un perfecto y a veces muy aburrido diplomático). Tienen en
común ser desmedidos, feos y mestizos. La Mistral es católica, lo es de un modo
tan intransigente que en su fe no cabe ninguna iglesia. Para ella Dios es un
hombre, el único que acepta en su cama. Si pudiera devorarlo, lo haría. Es
católica a su modo, como es socialista a su modo, pero, a diferencia de Neruda,
lo suyo es la culpa. Tiene una moral templada en la sombra, en una casa sin
padre, aplastada por el sol, en medio del silencio del hambre. Neruda, en
cambio, nació antes de Cristo. El sexo nunca fue para él otra cosa que una
fiesta a oscuras en que el niño deja de llevar su nombre. Y la muerte, nada, un
buen momento para escribir un poema.
A Neruda
no le gusta Dios porque lo plagia y tiene la patudez de no pagarle derechos de
autor. Tampoco odia el cristianismo, es hijo de un verdadero paganismo, sin
flautas ni ninfas, ni flores, ni fauno a lo Rubén Darío. Una selva triste y
nada lírica, y una lluviosa presencia de herrumbre. Neruda no es una planta, ni
un animal: es un liquen, una espora de sombra que traga la sustancia de la
carne muerta. Venenoso a veces, delicioso cuando tiene algo de tierra, algo del
sabor del hierro que lo alimenta.
Neruda
(Neftalí) y la Mistral (la Godoy) son hijos del temblor, que es su forma de
puntuación. Su gramática no se rebela, pero tampoco obedece. En sus casas no
había libros, escribieron por un instinto anterior a las palabras, para no
perderse, para no desaparecer en la nada. Escriben sin pensar en la literatura.
Sólo para tener un nombre que ambos inventan de los rastros de otros escritores
de provincia, otros marginales famosos: Frederic Mistral, el poeta de la
Provenza, Jan Neruda, el cronista de Praga.
Ambos se
hicieron además de un nombre y una biografía que se parecen más a los deseos
que a la realidad. Una leyenda que tejieron para consolarse del aburrimiento,
sacada de malas novelas por entrega, muy en boga por entonces. La doncella
pobre pero pura esperando un príncipe azul en el pueblo del norte. Y de pronto
un ferroviario que le hace el maravilloso regalo de morir para que la niña Lucila
escribiera Desolación, robándole tiempo a las rondas infantiles. Neruda se
inventa una infancia aún más folletinesca: su madre muere al nacer él y tiene
que soportar un padre que no lo quiere del todo y el peso de amar
desmedidamente a su madrastra mientras, hundido en un silencio milenario,
camina por las calles llenas de mapuches borrachos y pioneros tuertos.
En esas
tardes en que la lluvia barre todo a su paso, Neftalí absorbe a Gabriela
Mistral para aprender a ser Neruda. Traga en la resentida humildad de Lucila
Godoy la audacia de Gabriela Mistral. Ella le señala el camino, la poesía es
fama en estado puro, la poesía era para estos hijos del pueblo un escenario
nada democrático en que podrían ejercer su instintos de monarca. La reina
virgen, la Elizabeth del verso chileno, y el rey sol Neruda, Luis XIV de las
letras hispanoamericanas, que joven descabeza toda la fronda aristocrática para
transformarse viejo en el Papa y a ratos en el teólogo de su propia fe.
Neruda,
en vista del fracaso final de la Gabriela Mistral, hundida en la
responsabilidad de ser chilena y de ser buena persona, emprende otra aventura.
Neruda sabe que tiene que evitar Chile, evitar partidos y lealtades, y se va
adonde nadie le puede encontrar, Ceilán. Es el único que habla castellano en
las colonias tropicales, así que no le queda otra que inventar su castellano.
Nadie puede corregirlo. Toda la poesía moderna intentaba entrar en la
subjetividad alterada de un poeta herido. Neruda descubre la sensibilidad
enferma de lo que se supone objetivo. Palmeras, muebles, ropa colgando, fetos y
elefantes deliran mejor que el alma herida del adolescente que teme. Neruda no
tiene miedo, son las rocas y el mar, son las ciudades las que tiemblan, se
asesinan y se besan por él. Es el optimista Whitman alabando la vida y el
combate, pero sin alegría y sin verdaderas ilusiones. El hombre que es
penetrado por lo que penetra, el victorioso parásito que le contagia su muerte
a lo que toca.
Descubierta esa voz, esa que habla en los cañaverales, esa que hace
estallar las piedras, esa que quema como una fiesta las iglesias y las campañas
calladas para siempre, Neruda se sentiría con el derecho de hablar de todo y
con todos. Su comunismo simple y didáctico es cualquier cosa menos una
rebeldía. Rimbaud ha muerto, ahora es el vendedor de armas de Adén el que
escribe los poemas.
Neruda,
en contra de la figura creada por él, no es un poeta instintivo, sino un poeta
de los instintos. Consciente hasta el tuétano del sentido de su obra, hace en
cada poema una recapitulación, un manifiesto artístico que con cinismo y
elegancia se rebela contra los manifiestos. Una y otra vez a lo largo de su
poesía se define a sí mismo: el hombre que camina de noche entre las cisternas
y los sindicatos y que de pronto, Orfeo materialista, entra en la carne, en la
piedra, en el sudor de los siglos, en la corteza de los árboles y en el temblor
de los aplausos no para comprender sino para ser, para fundir su intimidad con
la de todos. Neruda es el poeta complejo de las cosas simples. Es el poeta que
se declara a sí mismo directo y diáfano, pero que lo es tantas veces y tan
complicadamente que resulta barroco.
Neruda el
cónsul de oriente es el padre de Neruda el inquisidor en eterno estado de
siesta de la Isla Negra. Neruda el embajador y el senador mira con compasión
los extravíos de su hijo el poeta que quemó las pagodas de Vicente Huidobro y
otros simbolistas. Neruda se vuelve un traficante de baja estofa de nerudismo.
Vende la licencia nerudiana y no le importa prostituirse. Porque si Neruda no
es ni nunca fue un marxista, desde antes de su conversión al comunismo era un
materialista dionisiaco. La base de toda la novedad de la obra de Neruda es que
escamotea todos los problemas morales, remplazándolos por una didáctica.
Alturas de Machu Picchu canta al esclavo, pero también canta con una
maravillosa complacencia a la esclavitud. Neruda no tiene nada que decir porque
la magia de su poesía está ya en el decir. Por eso, desmontada su retórica
todos sus encantos caen en la nada. Mientras Baudelaire es el poeta que usa el
verso para entender el mundo, Neruda es el poeta que usa el verso para ser el
mundo.
Neruda no
debe nada. Neruda absorbe todo, Neruda no se calla nada, ni desprecia nada. Y
eso Gabriela Mistral lo comprende oscuramente. Sabe que ese niño de Temuco no
descansará hasta borrarla de la faz de la tierra. Ése no se resigna, como el
falsamente engreído Huidobro, con ser el Adán de una nueva poesía. Ése quiere
ser Jehová Dios, creador perezoso del mundo en siete días. La Gabriela Mistral
ha creado un monstruo que es tan original que siempre puede copiar con la más
completa impunidad. Ya en España Mistral intercambia con Neruda su consulado.
Él es cónsul en Barcelona pero va a vivir en Madrid, y ella es cónsul en Madrid
pero va a vivir en Barcelona. Intentan no verse, se desprecian silenciosamente.
Hasta en las antologías tratan de no estar juntos. El Neruda de Madrid, a
comienzos de los años treinta, ya es un poeta completo que juega a ser un joven
poeta. Ya ha escrito Residencia en la tierra, se encuentra con Alberti, con
Hernández, con García Lorca, todos esos poetas truncados y trucados que él —con
implacable voracidad— se traga uno a uno. En España, gracias al roce de un
castellano hablado y gritado con soltura y algarabía, Neruda pierde el pudor
chileno ante las palabras. Descubre a Quevedo y Góngora, se traga de un solo
mordisco la habilidad folclórica de García Lorca, la forma de Guillén, el
populismo de Alberti.
Muerta la
Mistral, enterrada en la iglesia de los franciscanos en Santiago, la monja
superiora del convento poético (o debería decir el monje), Neruda puede
conquistar su lugar en Chile. Se construye una casa que le da la espalda a
Chile. Neruda vive en sí mismo como un bivalvo; Chile y su literatura son sólo
los microorganismos que tragan sus membranas. Dictadura sin contrapeso. La
literatura chilena surge de dos movimientos: los hijos de Neruda que pelean
para que este eterno estéril los reconozca y los quiera y los bendiga como un
padre, y los que se rebelan y quieren aclarar que Chile no se agota en Neruda,
y Neruda no agota a Chile.
Neruda
está completo, acabado, mucho antes de morir. No responde a los ataques, no
lee, y escribe sólo por reflejo. Escribe sobre el fin de mundo, para que el
mundo termine junto con él. Y al fin es eso lo que alcanza a ver, el fin de su
mundo, la llegada de los militares a la calle, la Moneda que se quema. Incapaz
de separarse de sus profecías, y viendo dolorosamente cómo la metáfora ya no
cubría los despojos de las cosas, Neruda se muere en silencio, y en un silencio
forzado por la vigilancia militar es enterrado.
No es
sólo el fin de un poeta, ni el de una democracia: es el fin de una determinada
lectura del tiempo, redondo e inmóvil, que hizo que la poesía entre los
escritores chilenos fuese la forma de expresión más evidente. Neruda y la
Mistral podían pensar que habían nacido fuera de la historia, en pueblos en que
apenas pasaba nada, o lo que pasaba nunca tenía palabras para ser dicho. Hijos
del barro recién fundado, escritores de padres analfabetos, vivían en un tiempo
siempre igual a sí mismo, sin un antes ni un después. Pertenecían a la era del
mito, en tierras ancianas con veleidades de recién nacido. Eran frutos solos,
excepciones a un mundo sin regla, o con tantas reglas ocultas que no valía la
pena descifrarlas.
En 1973,
por fin había llegado el quiebre, por fin algo había sucedido. Había un antes y
un después. Ahora era necesario explicar, y la fe irracional y el marxismo no
bastaban. Para Chile se había acabado el verso, y empezó la prosa.
Artículo extraído de: aquí
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