Ricardo Mariño y Silvia Schujer: "El cuento se completa con la lectura y cambia con las personas que lo leen."

¿Cómo pensar en el público infantil a la hora de escribir literatura? ¿cuál es el orden que organiza ese discurso tan especial? ¿qué lugar ocupa la dimensión estética? En torno de cuál es el lugar de la palabra, en definitiva, gira la segunda entrega de la última de las charlas con escritores de literatura infantil que el ciclo coordinado por Mario Méndez supo dar. Libro de arena publica este cierre con el final feliz de los cuentos que cada uno de los autores, Ricardo Mariño y Siliva Schujer, leyeron para terminar la reunión.



Asistente: Se estaba hablando del mercado. Y el mercado también son personas. Yo leí un libro de cada uno de ustedes y me encantaron. Yo quería saber qué les sucede cuando están escribiendo para el público infantil. ¿Piensan en esos chicos?

SS: Es difícil contestar esa pregunta. Yo creo que es un mito decir que se escribe desde el niño, por lo menos es un mito para mí. Mi manera de escribir, o mi estímulo para sentarme a escribir, en general  es una idea. Aparece una idea. No sabría explicarte cómo aparece. A veces aparece leyendo, a veces caminando, o por algo que me cuentan que me queda resonando. Aparece algo sobre lo que uno vuelve y da vueltas. Entonces, una vez que me pongo a escribirlo, en realidad, lo que a mí me interesa es desarrollar esa idea, contar esa historia, y poner al servicio de eso todo lo que puedo decir. Tengo que encontrar desde dónde cuento esa historia, encontrar las palabras, que es algo que me encanta, explorar en el modo de contarlo… Y todo se pone en función de la historia. De que la historia quede bien. Después encuentro un lector. O no. En mi caso es así. Yo quiero que la historia me guste como la conté, dicho sencillamente. Que eso que se me ocurrió se haya desarrollado de la mejor manera posible. Y los chicos, en ese momento, no aparecen, claramente. Tiene mucho que ver con la historia. Probablemente yo ya tenga una especie de mecanismo por el cual se me ocurren cierto tipo de historias que podrían interesarles a los pibes. A veces escribo otras cosas que seguro que no les interesan. Pero no tengo un “chico modelo”. Quiero contar lo que voy a contar y me pongo las pilas para eso. Busco la mejor manera de contarlo. A veces lo logro. A veces no.

RM: Para mí, hay como una matriz. Algo intuitivo, que te lleva a instalarte en una forma, un género, y que no requiere pensamiento. Algo parecido, supongo, a quien hace letras de canciones. En eso que se te ocurrió, como decía Silvia, están dadas una serie de cuestiones relativas al destinatario. Si alguien escribe letras de canciones sabe que está como implícito que la palabra ”consecutivamente“ no la va a meter. No pertenece a la lógica de las canciones, a la métrica… sabe que no va a escribir cien páginas. Estoy diciendo cosas groseras, pero me parece que es así. El lenguaje siempre supone un destinatario. No hay lenguaje sin “otro”, digamos. Y siempre se habla en alguna de las personas y eso supone un diálogo. Eso te ordena el discurso, arma la historia, hay una economía de la historia. Intuís y avanzás en ese sentido, al punto de que cuando alguien cuenta mal, falla en esa economía, enseguida el otro detecta que se está yendo por las ramas. Me parece que hay mucho más de intuición que de pensamiento y de saber sobre el género. Como decía Silvia: se te ocurre una idea y ya presupone una serie de cosas. Incluso, la idea, finalmente, es una “idea forma”. No es un argumento. Con el argumento, es como que todavía no tenés nada.

Asistente: ¿Hay una estética?

RM: Claro, todos tendemos a un haz más o menos estrecho de cosas que se nos ocurren o que nos gustan,  y sobre eso volvemos. Para un escritor es una ganancia entregarse a su intuición. Tiene que saber, tiene que leer, tiene que  conocer lo que se dice sobre lo técnico de la narrativa, pero finalmente lo decisivo es entregarse, largarse a la pileta, dejarse llevar. Generalmente, esa idea que se transforma en obsesiva, esa idea-forma inicial te obliga a seguir avanzando.

Asistente: Quería hacerles una pregunta, si es posible de responder  ¿qué es  para ustedes el fin del cuento?  Porque yo narro cuentos, y muchas veces tengo conflicto con eso, más allá de que por momentos sea un problema mío, pero los modifico muchas veces. Y a veces leo un cuento y veo que no es para contarlo.

RM: Una vez, estábamos con Silvia (no voy a decir el lugar ni nada), en un evento público, y había una narradora y yo por lo bajo decía: “¡Hija de puta, me está haciendo mierda el cuento!” (Risas) Se olvidaba partes esenciales. Los cuentos no tienen argumento y forma por separado. En la realidad, son una sola cosa. Aunque por supuesto  Caperucita Roja, Las mil y una noches  y otro montón de cosas han sobrevivido con distinta forma, sostenidas por el argumento. Pero en general, la literatura que uno intenta es en una forma. Y a veces, todo pende de una sola palabra. Todo pasa por una sola palabra, te la cambian y vos te quedás mirando cómo se derrite el cuento (Risas)…

SS: Claro, cómo pasa a ser otra cosa.

Asistente: ¿Y el final que le aportaría al cuento?

RM: El final no es imprescindible. Narrativamente, el final es eso que cierra esa tensión de esos cabos sueltos. Se cierran en el cuento de Poe, en el cuento clásico, en el cuento “modelo”, que resuelve todo y que eventualmente debiera dejarte satisfecho. Pero hay pilas de grandes cuentos que no son así. Los de Chejov, todos, por ejemplo.

SS: Tiene distintas variantes…

RM: Lo cual no habilita que como no se te ocurrió un buen final se termina el cuento en cualquier lado. Esos cuentos, como los de Chejov,  te están avisando desde el principio que  habrá final conclusivo. Los de Saer no tienen final, y de hecho nadie lo espera, y son de lectura lenta y se sabe que no se va a resolver nada al final.

SS: Pero algo pasa.

Asistente: Yo escuché atentamente antes y ahora la cuestión acerca de que te estaban destrozando el cuento, y se había dicho anteriormente, que el cuento era del que lo lee. ¿Cómo se conjuga eso?

RM: En lo personal es fácil: yo no debo estar presente. (Risas) Desde ya, el cuento está ahí, y el que lo lee lo lee, y yo no puedo, desgraciadamente, ir casa por casa a controlar.

Asistente: Yo he visto reacciones de escritores, muy enérgicas.

RM: A mí me da mucha vergüenza. Y muy seguido soy sometido a ese problema. Me da vergüenza porque pienso que todos los presentes piensan: “¿Y este escribe esta estupidez?” (Risas)

Asistente: Hay un cuento, que es “El doble”, de Ricardo Mariño. Es muy simple, pero es un cuento que los chicos chiquitos lo piden. ES como un as en la manga cuando te la ves mal. Se lo disfruta mucho.

RM: Pero no todos los cuentos funcionan en todos los casos. Te debe pasar que un cuento hace reír a  un auditorio, y repetís el mismo cuento con el grupo que sigue y no se ríe nadie. Hay como cosas medio mágicas. El cuento se completa con la lectura y cambia con los individuos que leen.

SS: Yo tengo una contradicción con eso, porque soy menos mala que vos en líneas generales, (Risas) pero me encontré con situaciones realmente espantosas.

RM: ¿Qué pasó? Detallá. (Risas)

SS: A mí lo que me parece es que hay que respetar el espíritu del cuento, básicamente. Hay cambios que hacen otro cuento. Eso me da mucha bronca. Me ha pasado mucho también. Y sobre todo con los nenes chiquitos que es tan fácil cambiarles o incorporarles una especie de moraleja que quiere incorporar la persona que lo está contando y que uno jamás dijo que era así. Eso me pasó mucho. Y me parece que hay un cierto temor, no sé por qué, y por eso me gusta el proyecto de “Abuelos leecuentos”, hay cierto temor a leer. Y la experiencia que he hecho con chicos cuando voy a las escuelas… para mí, cuando se está terminado un encuentro y ya me preguntaron lo mismo muchas veces, me parece que es el momento en el que podría leerles un cuento. Y leo, no narro. Y funciona bien. Me parece que se puede hacer eso, y de paso, los chicos ven que eso está en un libro al que ellos mismos podrían acceder. Que eso es lo que dice la historia. A mí me gusta mucho esa idea, en la que se muestra una ilustración, si el libro las tiene. Me parece que la idea de contar cuentos versus los libros, es un problema. Estaría bien tratar de incluirlo. Y definitivamente, no intentar contar cuentos que son absolutamente incontables. Hay cosas que uno escribe que no son para contar. Son para leer. Están escritos con un ritmo particular, una respiración…

RM: Por ahí merecen como un trabajo especial…

Asistente: Cuando yo preparo un cuento para narrar, hago una investigación. No puedo salir a narrar mi versión. Si es un cuento literario me requiere un compromiso con quien lo escribió, el autor, la autora, y entonces. Uno debe ser fiel a eso. Yo lo entiendo de esa manera. Parte del lenguaje es diferente, porque el lenguaje de la oralidad…

SS: ¿Me disculpás? Porque me acordé. Hay un ejemplo que es buenísimo, que para mí sintetiza lo que sería la mejor narración posible. Que es Ana María Bovo. Porque primero de todo, es una gran lectora. Lee con muchísima inteligencia. Nunca se contradice con el espíritu del texto. Ella edita un cuento, pero en líneas generales se las arregla para ser muy textual. Es muy exacto lo que ella dice. Ana se sienta en una silla y no hace más que contar cuentos dificilísimos que uno no podía imaginar que podían ser contados porque por alguna cosa mágica que logra, te instala en una época, en una situación, y te lo cuenta con el lenguaje en que fue escrito, magistralmente. Me parece que ese es el mejor ejemplo, si yo tuviera que decir, a seguir. Supongo que debe haber distintas líneas dentro de la narración oral, pero para un autor, lo más deseable, es una narración tan respetuosa como las que hace Ana María Bovo. Yo la escuché contar cantidad de historias de Katherine Mansfield (incluso ella dice que es una de sus autoras favoritas). Ella hizo un espectáculo entero de Katherine Mansfield, y por momentos te parece estar ante Katherine Mansfield escribiendo. Yo no podía creer que hubiera alguna edición en esos textos que son complejos, largos, de pronto. Y bueno, ahí estaba.



Asistente: Ella puede no perder la esencia de un cuento. La respeta mucho.

SS: Yo la seguiría. ..

Asistente: Nosotras pertenecemos a las “Abuelas Lectoras”, leemos en las escuelas públicas a nenes de primero a tercero, y los chicos aceptan la lectura. Y los libros quedan en la biblioteca. Entonces, después ellos tienen la oportunidad de volver a la biblioteca, de buscar los libros, de volver a leer el cuento. Uno de los cuentos que tiene mucha aceptación es El colectivo Fantasma, de Ricardo. Incluso en las clases de capacitación teníamos discusiones porque algunos dicen que a un chico de tercer grado no hay que leerle un cuento en el que se habla de muertos, y a los chicos les encanta. Hay gente que te dice que ni loca le lee a un chico un cuento sobre muertos y cementerios. Y los chicos te piden más. Lo aceptan naturalmente. Nosotros en casa, preparamos los cuentos y los llevamos a la escuela. Y en eso de los finales, cuando no tiene un final muy definido, se quedan como mirando…

RM: Te hago una pregunta. Porque con lo que vos decís puede haber pasado tranquilamente que el escritor falló. No encontró un buen final. Voy a otros casos que no tienen que ver con una falla del escritor. Porque me da la impresión de que la forma en la que la mayoría de los narradores narra, conduce a una expectativa de final. O van leyendo y le van poniendo una especie de emoción que sólo va a  ser resuelta con la aparición de información inesperada en el último párrafo y a lo mejor el cuento no está planteado así.

SS: Hay que pensar en Landriscina.

RM: Bueno, pero los de Landriscina conducen a un final, para el que todo se va encadenando. Y son piezas buenas. Para mí, habría que revisar el tono de un cuento que seguramente estaba planteado de manera que no conducía a un final revelador. No  tendría sentido crear una emoción expectante con respecto a cómo se resuelve el tema. Pero me ha pasado, que he escuchado cuentos míos que más o menos tienen que ver con ese punto del absurdo en el que los personajes no tienen conciencia de lo que viven, por eso es absurdo, y el cuento está deliberadamente escrito en un tono monocorde, en el que no se diferencian cosas emotivas, pero como los narradores generalmente, están “allá arriba”, le mandan toda la emoción y el cuento suele ser un delirio. Hay un cuento mío de tres payasos que están esperando, que debieran estar sosteniendo la red porque arriba hay una equilibrista, que se está cayendo, y ellos tienen una charla, tranquila, sobre cómo puede ser que se hayan olvidado, que dura como quince minutos. El efecto del cuento es ese. Que la mina viene cayéndose y ellos hablan, dicen que podrían ir a buscar otra red, dicen que tendrían que organizarse más… Tiene que ver, con un tono, de alguien que no tiene conciencia del peligro de que se mate. Y si lo cuentan  en  forma  desesperada,  destruyen el cuento. ES un problema de tono, no de información.

Asistente: Cuando se está narrando lo principal también tiene que ser la historia. En eso hay una coincidencia, me parece… la cuestión es que contar la historia que uno lee en un autor requiere investigación. Me parece que ahí funciona la diferencia.

RM: O trabajarlo. Que no es hacer investigación, pero es pensarlo para ver cómo funciona.

MM: Vamos a seguir con una cuestión que no sea de los narradores. Cambiemos un poco la óptica: recién hablaban de las cumbres, de los banderines, me gustó mucho esa idea. Y dijiste que los escritores no siempre son los mejores jueces de su propia obra. Aún así, yo pregunto: ¿Cuáles son los dos o tres títulos que ustedes consideran que son los “banderines”, las “cumbres”?

SS: En mi caso, lo bueno es que los que para mí son cumbre, son a los que peor les fue. O no son necesariamente los que mas les gustan a los chicos. Y los que son cumbre, para mí son bisagra, en realidad. Son el paso a otra instancia de escritura. Uno sería La abuela electrónica. Ahora le encuentro un montón de cosas, pero en su momento para mí fue un libro logrado en la búsqueda que yo tenía. Otro sería este, que incluso está  descatalogado. Más aún. Que se llama Videoclips. No tiene un lector aparentemente porque quedó descatalogado de Sudamericana. Para mí fue un trabajo literario sobre el lenguaje que me resultó interesantísimo. Son siete historias breves que le pasan a un personaje que no tiene ni fututo ni pasado. Es esa persona y su circunstancia en el momento en el que las cosas ocurren, de manera que además hay una relación de causa y consecuencia que a mí misma me sorprende porque ocurre en ese momento y no necesariamente se organiza con la lógica habitual. Para mí fue un trabajo bárbaro, que me gustó mucho hacer, que me exigió mucho. Quizá no encontró su lugar, porque lo pusieron en una colección juvenil y no resultó interesante. Capaz que no era por ahí lo del público. Para mí, es uno de mis libros más logrados literariamente. O de los que más me gustaron.  Y no sé… por ahí La cámara oculta, una novela, sería el otro. Creo… me parece que tiré ahí lo que me acordé, también.

RM: Yo voy cambiando de idea. Lo que puedo defender es Lo único del mundo, que es una novela como de ciencia ficción social. En el sentido de que aventura un futuro pero problematiza cuestiones sociales, no tecnológicas. Lo tecnológico es como una escenografía. Cupido trece, que es una especie de novela política sobre un Cupido que flecha mal. Es una novela realista (Risas)

MM: Antes de pedirles que lean, ¿alguna pregunta más?

Asistente: Me interesó cuando alguna de las “Abuelas leecuentos“ se refirieron a las temáticas que podían tocar los distintos cuentos… el tema de la muerte u otras cosas que uno a veces duda. ¿Hay algunos temas que ustedes creen que no se pueden abordar con los chicos?

RM: Yo hace un tiempo viví una experiencia que me avisó que sí, que hay cosas que no se pueden, para mí. Fue un pedido de un proyecto editorial en conjunto con las Abuelas de Plaza de Mayo. Tenía que hacer un cuento muy corto para chicos de siete años más o menos, y el pedido era que el cuerpo del texto tuviera que ver con un nieto recuperado concreto, verdadero, con nombre y apellido. Que se contara la historia en una o dos páginas. Y para chicos chiquitos. Lo intenté porque lo sentía como un deber, quería hacerlo por coincidencias con esa causa. Pero rápidamente me di cuenta de que no se puede meter la vida de esa persona que ya tiene treinta años, como es el caso de los nietos, en un cuento para un chico de siete años. Ahí veo un problema concretísimo. Yo no puedo dar por hecho que el chico sabe lo que es la dictadura en contraposición a la democracia. Si yo tengo que explicar eso ya necesito todo el espacio textual para explicarlo. Por ejemplo, me había interesado un caso, de una chica que cuando tenía nueve años se enteró de que la estaba buscando y de que ella era nieta de desaparecidos porque lo vio en televisión. Vio a su abuela con un cartelito en televisión. Eso, literariamente es un punto de partida brutal: que una nena está haciendo los deberes, mirando tele, y ahí descubre que la están buscando a ella. Pero era todo imposible. Los padres habían pertenecido al ERP y habían sido secuestrados, el padre en Bolivia, mientras trataba de unirse a otro grupo… Es una cosa imposible de explicar a un chico de siete años. Podés, pero  te tienen que dar doscientas páginas. ¿Cómo decís rápidamente que perteneció  al ERP o qué era el ERP a un chico de siete años?

SS: Y que los padres desaparecieron…

RM: Porque yo me niego a metaforizar con esa teoría de la libertad: “Papá luchaba por la libertad y por eso se lo llevaron”. ES una boludez que achica tanto… Podemos discutir. Y yo ponía el ejemplo de Einstein, de ese  chico que le explicó la teoría de la relatividad a una mujer que le dijo: “No entiendo”. Y volvió a explicársela y no entendía. Y se la hizo más sencilla y no entendía. A la quinta vez la mujer dijo: “Ahora entiendo”.  Y Einstein le contestó: “Claro, pero ahora no es más la teoría de la relatividad.” (Risas). Es eso. Si yo le hago un cuentito infantil a un chico de siete años, no tiene absolutamente nada que ver, y además estoy comprometiendo a una persona con nombre y apellido. Bueno, ese es un límite. La literatura infantil, por su forma y su extensión, no permite explicar algunas cosas. La figura del destinatario te impone límites. También limites de interés. No sé, no creo que a un chico le interese mucho un cuento sobre el desgaste de una pareja después de cuarenta años de convivencia.

MM: Ahora tiramos otra bomba. Parece preparado pero tengo que decirlo… en ese libro, te reemplacé yo.  (Risas) 

RM: ¿Y cómo lo resolviste?

MM: Y, la verdad es que no opino lo mismo. De hecho yo participé. Ese fue un proyecto que hizo (vamos a decirlo porque está por salir), Calibroscopio, una editorial pequeña, y participamos, finalmente, María Teresa Andruetto, Iris Rivera, Paula Bombara, que además es hija de un papá desaparecido (viene a cuento decirlo), y tiene una mamá que estuvo prisionera y después fue liberada, y yo. Es más, Walter me llamó y me dijo que vos no podías y que estaba con ese conflicto. Lo que hicimos fue entrevistar a una chica que tiene un hermano mellizo que desapareció después del nacimiento. Y lo resolví con una carta que ella le escribe al mellizo. Creo que no es estricto el tema de la edad en este caso, y además hay un paratexto de las cuatro ficcionalizaciones, un prólogo que hizo Paula Bombara. Ese límite por ahí no lo compartimos. Lo del desgaste, sí.  (Risas)

RM: Yo leo horrible. Este libro, para los que no lo conocen es El colectivo fantasma. Tiene que ver con una comunidad de muertos. Son todos muertos del mismo cementerio. Los únicos personajes vivos son  el cuidador del cementerio, el sepulturero y el que vende flores. Las historias tienen que ver con eso. Por ejemplo, hay un cuento de una directora de colegio que después de muerta empieza a encontrar errores de ortografía en las lápidas. (Risas). Eso me pasa a mí. Yo en los cementerios ando mirando…”Fuistes un gran padre”, y esas cosas. Bueno, este se llama “Returning”. 



El mausoleo más importante pertenecía a Víctor Returning. Era un pequeño mausoleo que sobresalía entre las bajas construcciones del cementerio y estaba rodeado por un jardín, cuidado por los mismos jardineros de la fabulosa mansión que la familia tenía en la ciudad. Aunque no era dueña de todo, sólo de la parte rica, hoteles, campos, fábricas, mansiones, sanatorios, barrios privados, heladerías, restaurantes, etcétera, la familia de Returning era la más poderosa de la ciudad. “Víctor Returning” era el nombre de la avenida principal, el hospital, una plaza, un barrio, una ruta, un aeródromo, y una fundación de ayuda a los humildes. Entre tanta riqueza, un día Returning murió de un ataque de hígado. Según el periódico local, propiedad de los Returning, en su velorio se derramaron ciento treinta mil litros de lágrimas, se consumieron setenta toneladas de velas, asistieron cuarenta y siete mil personas y se ofrendaron un millón y medio de flores. Fue el velorio de mayor éxito que se recordara.
Una tarde, a la semana de morir Returning, el señor Héctor Funes, encargado del cementerio, creyó escuchar ruidos en el mausoleo de la familia. Abrió la puerta con la llave que conservaba en su casilla, y se sorprendió al comprobar que los ruidos provenían del hermoso ataúd de madera con incrustaciones de oro, del finado Víctor Returning.
Funes levantó cuidadosamente la tapa del ataúd, y casi se desmaya al ver y escuchar al demacrado señor Returning: “Buen día, Funes. Parece que he revivido. Llame a la radio y a los medios de prensa, al obispo y demás personalidades, a la banda municipal, y por supuesto a mi familia. Quiero dar a conocer esta singular noticia con un marco adecuado”.
La vuelta a la vida de Returning fue un acontecimiento social aún más sobresaliente que su velorio.
Al mes, Returning murió nuevamente. Esta vez, una falla del corazón. Dos días después, revivió. Pasados tres días murió. Un golpe en la cabeza. (Risas). Revivió, murió, revivió, murió, revivió. La secuencia de muertes y resurrecciones continuó.
Al principio, ni bien se producía el fallecimiento, la gente montaba guardia ante el mausoleo, esperando el milagro de la reaparición. En el momento estelar en que Returning regresaba a la vida, la banda municipal estallaba en acordes, y la multitud aclamaba para resucitarlo. Utilizando su llave Returning abría la puerta, se detenía en lo alto de la escalinata, y dirigía unas breves palabras a la multitud. Finalmente, en medio de la algarabía, pedía silencio, y llamaba a todos a regresar pacíficamente a sus puestos de trabajo. En las fábricas Returning. (Risas)
Pero la cantidad de público fue mermando. Y a la décima repetición la multitud se reducía a unos pocos curiosos.
Returning revivió tres o cuatro veces más. En la última, no había nadie esperando. Returning salió del mausoleo, tomó unos mates en compañía de Funes, y del sepulturero Héctor Pozo, subió a su auto, estacionado frente al cementerio, y se dirigió a su casa. Su esposa lo vio entrar y lo miró contrariada. Para esa noche había organizado una cena  con amigas y la presencia de su esposo le desbarataba el plan.  (Risas) Algo parecido le ocurría a su hijo mayor, que estaba deseoso de dirigir las empresas familiares, pero no podía hacerlo si no se terminaba de dar por muerto a su padre.
La situación de Returning era tan confusa que en la ciudad nadie sabía si estaba muerto o vivo. Cuando por fin pasaron varios meses sin que Returning reviviera, muchos aceptaron que había muerto.
Ese tiempo sin revivir, bajo su nueva existencia de fantasma, no fue precisamente bueno para Returning. Debía ¿convivir?, ¿conmorir?, ¿cuál es la palabra adecuada? con cientos de muertos que él mismo había humillado, dejado cesantes en sus fábricas o estafado en sus negocios. Incluso tuvo una discusión y pelea, aunque las trompadas no tenían ningún efecto, por tratarse de peleadores incorpóreos, con un sindicalista muerto, que años atrás había organizado una gran huelga, sólo porque las fábricas Returning habían decidido alargar las horas de trabajo a catorce por día y disminuir el sueldo a la mitad.
El plantel de enemigos en el cementerio era altísimo. Cada vez que Returning quería pasear se encontraba con alguno. Una cocinera a la que había maltratado, un jardinero al que había obligado a enumerar los tréboles de su quinta, un pintor al que nunca le había pagado su trabajo, un hermano al que le había quitado la parte de su herencia, o gente a la que le había vendido terrenos inexistentes. La vida de muerto de Returning era insoportable. Menos mal que tenía ese don de resucitar. Al año de su última muerte, Returning revivió, aunque sólo por unas horas. Las suficientes para fundar un cementerio privado. El exclusivo “Jardín de Paz Returning” (Risas) Naturalmente, fue él el primero en ocupar una parcela. Y nunca más revivió. En cuanto a los ocupantes del cementerio municipal, sin duda sintieron un gran alivio. La mudanza de Returning los alegró. También alegró a Héctor Funes. Ya estaba harto de limpiar cada milímetro del mausoleo, por si al señor Returning se le daba por resucitar. (APLAUSOS)

SS: Bueno, yo voy a leer un cuento de El tesoro escondido. El primero. El tesoro escondido y
otras cosas de familia es el nombre del libro. Y el cuento es, propiamente, “El tesoro escondido”.

-¡Qué primor!-decían todos cada vez que llegaba una foto de la nena. Todos, eran mis abuelos, mis padres, ciertos tíos, los vecinos, y cualquier incauto que pasara por ahí y aceptara mirar esa foto.
La nena era nuestra prima. La hija de la hermana de mi mamá que se había casado con un extranjero, se había ido a vivir con él a su país y desde entonces no había vuelto más por la distancia, por el  trabajo del marido y, sobre todo, por la nena a la que cuidaba con paciencia de orfebre.
La última foto de la nena había llegado hacía poco y la verdad es que, a juzgar por mi aspecto y el de mis hermanas, la prima parecía una especie de angelito bienhechor. Tan prolija, tan bien vestida, tan sonriente y con los dientes tan parejos. “Tan distinta de nosotras” repetía mi mamá con cierto pesar, que teníamos las bocas llenas de fierros por los malditos aparatos, la nariz tapada cada dos por tres, la ropa siempre salida de su sitio exacto y la cabeza  peinada a lo plumero.
Pero nada de esto duraba demasiado. Porque una vez que pasaba el furor de ver a la nena en la foto recién llegada, todos los parientes seguían su vida normal, y nosotras, mis hermanas y yo, también. Volvíamos a ignorar los espejos, y a esa carita de ángel que nos miraba desde el retrato, y que, de haber podido, más de una vez habríamos llenado de cuernos y bigotes como nos gustaba hacer con las fotos en las revistas.
Hasta que un día la nena cumplió once años, la edad de mi hermana del medio, y el cartero nos trajo la noticia: que la prima vendría de visita en las vacaciones de invierno. ¿Con sus padres?  No, sola, como le había recomendado la psicóloga a la pesada de mi tía. ¿A un hotel? ¿A lo de los abuelos? Tampoco. El primor llegaría en avión al aeropuerto y de allí directo a mi casa, donde compartiría siete hermosos días con nosotros. ¿Por qué hermosos? ¿Por qué anticiparse a lo que ocurriría con esa palabra tan ñoña?
La noticia, como se ve, no pudo caernos peor. Para colmo, desde que mis padres la recibieron y nos la transmitieron a nosotras, el modo de vida en la casa se transformó por completo. Vendría un angelito educado cual piedra preciosa, y habría que ponerse a la altura.
A partir de entonces, y para adquirir mejores hábitos, estas fueron las reglas que se nos impusieron: nada de andar haciendo ruidos raros al sorber la leche, nada de meterse las tres juntas en el baño para hacerse compañía, nada de pelarse como fieras por una última porción de torta, nada de poner el volumen de la música como si todos en la casa fueran sordos, nada de usar los dedos de pañuelo y mucho menos las mangas, nada de malas palabras entre hermanas, y nada de muchas otras cosas que hacían a las delicias de nuestra vida.
-¿A ver mis señoritas?-empezó a llamarnos todas las mañanas mi mamá antes de que saliéramos al colegio. Y acto seguido nos torturaba un buen rato con el peine hasta no dejar un solo pelo capaz de rebelársele a la hebilla.
-¿A ver mis mujercitas?- empezó a decirnos mi papá… Claro que menos convencido, porque se le notaba a la legua que recibía instrucciones y que una de ellas había sido dejar de jugar al fútbol con nosotras, al menos por un tiempo.
Hasta que por fin el día llegó. Un domingo. La prima también. Y con ella no fueron las vacaciones sino, sobre todo, el aliciente de que  a partir de entonces quedaba una sola semana para que el primor se fuera y volviéramos a la normalidad.
Apenas la instalamos en su habitación, que no era otra que la nuestra, aunque no se notara por el orden, empezaron a tocar el timbre los parientes.
-¡Qué tesoro!- decía cada uno que entraba y que al verla le retorcía los cachetes.
-¡Qué dulzura!-repetía mi abuela mientras nos miraba de reojo a nosotras para que hiciéramos que sí con la cabeza.
Y así toda la santa mañana, hasta que mis padres, a la media tarde, fritos de cansancio, echaron a la parentela con la mayor educación que pudieron, y se fueron a dormir una siesta.
No bien nos quedamos solas en el cuarto, la nena, que se veía tan linda como en las fotos, nos abrazó a mis hermanas y a mí, nos contó veintidós chistes verdes que había anotado en la que llamaba su secreta LP “Libreta Puerca”, y nos propuso para esa misma noche, enseñarnos a jugar al póquer. “Pero apostando plata”, nos adelantó. Por lo cual las tres tuvimos que recurrir a nuestros ahorros y recolectar monedas por todos los rincones, cosa que apenas logramos porque en mi casa no suele haber un peso ni partido al medio.
Al día siguiente antes de almorzar, cara de ángel se ofreció gentilmente a poner la mesa, para orgullo de su tía que no podía creer semejante actitud. Y todo fue muy emotivo, hasta que apenas empezamos a comer y mi madre se distrajo con la tele, la nena nos mostró a mis hermanas y a mí, cómo se metía un fideo larguísimo en la nariz, y después lo dejaba colgar como un moco. Fue tanta la gracia que nos causó y tal el esfuerzo que hicimos para reírnos en silencio, que no pudimos imitarla de entrada. La primera que la intentó fue la más chica, con tanta mala suerte que justo mi madre justo se dio vuelta, la vio meterse el tallarín en la nariz, y casi nos mata. A la nena no. A nosotras. Sus tres tiernos retoños.
Al final contuvo su impulso para no quedar mal con la invitada ilustre y sólo nos fulminó con la mirada.
-Aprendan un poco- nos retaba en esos días, poniéndonos de ejemplo a la primita. Y nosotras no decíamos nada. Porque a diferencia de lo que habíamos tramado antes de conocerla, arruinarle las vacaciones, ahora estábamos encantadas con el primor de prima que nos había tocado. Con su buen humor y su infinito ingenio para hacer lo peor sin que a su cara de ángel se le moviera un gesto.
- A ver si aprenden un poco-repetía ciegamente mi mamá. Y la verdad, es que de todo lo que compartimos con nuestra prima durante su corta visita, nos quedó alguna enseñanza. Cómo disimular la mugre de las uñas, por ejemplo. O poner bizcos los ojos. Cómo subir a un ascensor automático y tocar los botones de todos los pisos un segundo antes de bajar. Cómo fabricar lágrimas, hipo, dolores, y sobre todas las cosas, qué cara poner en las fotos para que sus padres, los de ella, y orgullosos, nos inviten un día a las tres.  APLAUSOS

MM: Bueno, como dije al principio, con este final de lujo termina el ciclo. Muchas gracias.

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