Ricardo Mariño y Silvia Schujer: "El cuento se completa con la lectura y cambia con las personas que lo leen."
¿Cómo pensar en el público infantil a la hora de escribir literatura? ¿cuál es el orden que organiza ese discurso tan especial? ¿qué lugar ocupa la dimensión estética? En torno de cuál es el lugar de la palabra, en definitiva, gira la segunda entrega de la última de las charlas con escritores de literatura infantil que el ciclo coordinado por Mario Méndez supo dar. Libro de arena publica este cierre con el final feliz de los cuentos que cada uno de los autores, Ricardo Mariño y Siliva Schujer, leyeron para terminar la reunión.
Asistente: Se estaba
hablando del mercado. Y el mercado también son personas. Yo leí un libro de
cada uno de ustedes y me encantaron. Yo quería saber qué les sucede cuando
están escribiendo para el público infantil. ¿Piensan en esos chicos?
SS: Es difícil
contestar esa pregunta. Yo creo que es un mito decir que se escribe desde el
niño, por lo menos es un mito para mí. Mi manera de escribir, o mi estímulo
para sentarme a escribir, en general es
una idea. Aparece una idea. No sabría explicarte cómo aparece. A veces aparece
leyendo, a veces caminando, o por algo que me cuentan que me queda resonando.
Aparece algo sobre lo que uno vuelve y da vueltas. Entonces, una vez que me
pongo a escribirlo, en realidad, lo que a mí me interesa es desarrollar esa idea,
contar esa historia, y poner al servicio de eso todo lo que puedo decir. Tengo
que encontrar desde dónde cuento esa historia, encontrar las palabras, que es
algo que me encanta, explorar en el modo de contarlo… Y todo se pone en función
de la historia. De que la historia quede bien. Después encuentro un lector. O
no. En mi caso es así. Yo quiero que la historia me guste como la conté, dicho
sencillamente. Que eso que se me ocurrió se haya desarrollado de la mejor
manera posible. Y los chicos, en ese momento, no aparecen, claramente. Tiene
mucho que ver con la historia. Probablemente yo ya tenga una especie de
mecanismo por el cual se me ocurren cierto tipo de historias que podrían
interesarles a los pibes. A veces escribo otras cosas que seguro que no les
interesan. Pero no tengo un “chico modelo”. Quiero contar lo que voy a contar y
me pongo las pilas para eso. Busco la mejor manera de contarlo. A veces lo
logro. A veces no.
RM: Para mí, hay
como una matriz. Algo intuitivo, que te lleva a instalarte en una forma, un
género, y que no requiere pensamiento. Algo parecido, supongo, a quien hace
letras de canciones. En eso que se te ocurrió, como decía Silvia, están dadas
una serie de cuestiones relativas al destinatario. Si alguien escribe letras de
canciones sabe que está como implícito que la palabra ”consecutivamente“ no la
va a meter. No pertenece a la lógica de las canciones, a la métrica… sabe que
no va a escribir cien páginas. Estoy diciendo cosas groseras, pero me parece
que es así. El lenguaje siempre supone un destinatario. No hay lenguaje sin
“otro”, digamos. Y siempre se habla en alguna de las personas y eso supone un
diálogo. Eso te ordena el discurso, arma la historia, hay una economía de la
historia. Intuís y avanzás en ese sentido, al punto de que cuando alguien
cuenta mal, falla en esa economía, enseguida el otro detecta que se está yendo
por las ramas. Me parece que hay mucho más de intuición que de pensamiento y de
saber sobre el género. Como decía Silvia: se te ocurre una idea y ya presupone
una serie de cosas. Incluso, la idea, finalmente, es una “idea forma”. No es un
argumento. Con el argumento, es como que todavía no tenés nada.
Asistente: ¿Hay una
estética?
RM: Claro, todos
tendemos a un haz más o menos estrecho de cosas que se nos ocurren o que nos
gustan, y sobre eso volvemos. Para un
escritor es una ganancia entregarse a su intuición. Tiene que saber, tiene que
leer, tiene que conocer lo que se dice
sobre lo técnico de la narrativa, pero finalmente lo decisivo es entregarse,
largarse a la pileta, dejarse llevar. Generalmente, esa idea que se transforma
en obsesiva, esa idea-forma inicial te obliga a seguir avanzando.
Asistente: Quería
hacerles una pregunta, si es posible de responder ¿qué es
para ustedes el fin del cuento?
Porque yo narro cuentos, y muchas veces tengo conflicto con eso, más
allá de que por momentos sea un problema mío, pero los modifico muchas veces. Y
a veces leo un cuento y veo que no es para contarlo.
RM: Una vez,
estábamos con Silvia (no voy a decir el lugar ni nada), en un evento público, y
había una narradora y yo por lo bajo decía: “¡Hija de puta, me está haciendo
mierda el cuento!” (Risas) Se olvidaba partes esenciales. Los cuentos no tienen
argumento y forma por separado. En la realidad, son una sola cosa. Aunque por
supuesto Caperucita Roja, Las mil y una noches
y otro montón de cosas han sobrevivido con distinta forma,
sostenidas por el argumento. Pero en general, la literatura que uno intenta es en una forma. Y a veces, todo pende
de una sola palabra. Todo pasa por una sola palabra, te la cambian y vos te
quedás mirando cómo se derrite el cuento (Risas)…
SS: Claro, cómo
pasa a ser otra cosa.
Asistente: ¿Y el final
que le aportaría al cuento?
RM: El final no es
imprescindible. Narrativamente, el final es eso que cierra esa tensión de esos
cabos sueltos. Se cierran en el cuento de Poe, en el cuento clásico, en el
cuento “modelo”, que resuelve todo y que eventualmente debiera dejarte
satisfecho. Pero hay pilas de grandes cuentos que no son así. Los de Chejov,
todos, por ejemplo.
SS: Tiene distintas
variantes…
RM: Lo cual no
habilita que como no se te ocurrió un buen final se termina el cuento en
cualquier lado. Esos cuentos, como los de Chejov, te están avisando desde el principio que habrá final conclusivo. Los de Saer no tienen
final, y de hecho nadie lo espera, y son de lectura lenta y se sabe que no se
va a resolver nada al final.
SS: Pero algo pasa.
Asistente: Yo escuché
atentamente antes y ahora la cuestión acerca de que te estaban destrozando el
cuento, y se había dicho anteriormente, que el cuento era del que lo lee. ¿Cómo
se conjuga eso?
RM: En lo personal
es fácil: yo no debo estar presente. (Risas) Desde ya, el cuento está ahí, y el
que lo lee lo lee, y yo no puedo, desgraciadamente, ir casa por casa a
controlar.
Asistente: Yo he visto
reacciones de escritores, muy enérgicas.
RM: A mí me da
mucha vergüenza. Y muy seguido soy sometido a ese problema. Me da vergüenza
porque pienso que todos los presentes piensan: “¿Y este escribe esta
estupidez?” (Risas)
Asistente: Hay un cuento,
que es “El doble”, de Ricardo Mariño.
Es muy simple, pero es un cuento que los chicos chiquitos lo piden. ES como un
as en la manga cuando te la ves mal. Se lo disfruta mucho.
RM: Pero no todos
los cuentos funcionan en todos los casos. Te debe pasar que un cuento hace reír
a un auditorio, y repetís el mismo
cuento con el grupo que sigue y no se ríe nadie. Hay como cosas medio mágicas.
El cuento se completa con la lectura y cambia con los individuos que leen.
SS: Yo tengo una
contradicción con eso, porque soy menos mala que vos en líneas generales,
(Risas) pero me encontré con situaciones realmente espantosas.
RM: ¿Qué pasó?
Detallá. (Risas)
SS: A mí lo que me
parece es que hay que respetar el espíritu del cuento, básicamente. Hay cambios
que hacen otro cuento. Eso me da mucha bronca. Me ha pasado mucho también. Y
sobre todo con los nenes chiquitos que es tan fácil cambiarles o incorporarles
una especie de moraleja que quiere incorporar la persona que lo está contando y
que uno jamás dijo que era así. Eso me pasó mucho. Y me parece que hay un
cierto temor, no sé por qué, y por eso me gusta el proyecto de “Abuelos
leecuentos”, hay cierto temor a leer. Y la experiencia que he hecho con chicos
cuando voy a las escuelas… para mí, cuando se está terminado un encuentro y ya
me preguntaron lo mismo muchas veces, me parece que es el momento en el que
podría leerles un cuento. Y leo, no narro. Y funciona bien. Me parece que se
puede hacer eso, y de paso, los chicos ven que eso está en un libro al que
ellos mismos podrían acceder. Que eso es lo que dice la historia. A mí me gusta
mucho esa idea, en la que se muestra una ilustración, si el libro las tiene. Me
parece que la idea de contar cuentos versus los libros, es un problema. Estaría
bien tratar de incluirlo. Y definitivamente, no intentar contar cuentos que son
absolutamente incontables. Hay cosas que uno escribe que no son para contar.
Son para leer. Están escritos con un ritmo particular, una respiración…
RM: Por ahí merecen
como un trabajo especial…
Asistente:
Cuando yo preparo un cuento para narrar, hago una investigación. No puedo salir
a narrar mi versión. Si es un cuento literario me requiere un compromiso con
quien lo escribió, el autor, la autora, y entonces. Uno debe ser fiel a eso. Yo
lo entiendo de esa manera. Parte del lenguaje es diferente, porque el lenguaje
de la oralidad…
SS: ¿Me disculpás?
Porque me acordé. Hay un ejemplo que es buenísimo, que para mí sintetiza lo que
sería la mejor narración posible. Que es Ana María Bovo. Porque primero de
todo, es una gran lectora. Lee con muchísima inteligencia. Nunca se contradice
con el espíritu del texto. Ella edita un cuento, pero en líneas generales se
las arregla para ser muy textual. Es muy exacto lo que ella dice. Ana se sienta
en una silla y no hace más que contar cuentos dificilísimos que uno no podía
imaginar que podían ser contados porque por alguna cosa mágica que logra, te
instala en una época, en una situación, y te lo cuenta con el lenguaje en que
fue escrito, magistralmente. Me parece que ese es el mejor ejemplo, si yo
tuviera que decir, a seguir. Supongo que debe haber distintas líneas dentro de
la narración oral, pero para un autor, lo más deseable, es una narración tan
respetuosa como las que hace Ana María Bovo. Yo la escuché contar cantidad de
historias de Katherine Mansfield (incluso ella dice que es una de sus autoras
favoritas). Ella hizo un espectáculo entero de Katherine Mansfield, y por
momentos te parece estar ante Katherine Mansfield escribiendo. Yo no podía
creer que hubiera alguna edición en esos textos que son complejos, largos, de
pronto. Y bueno, ahí estaba.
Asistente: Ella puede no
perder la esencia de un cuento. La respeta mucho.
SS: Yo la seguiría.
..
Asistente: Nosotras
pertenecemos a las “Abuelas Lectoras”, leemos en las escuelas públicas a nenes
de primero a tercero, y los chicos aceptan la lectura. Y los libros quedan en
la biblioteca. Entonces, después ellos tienen la oportunidad de volver a la
biblioteca, de buscar los libros, de volver a leer el cuento. Uno de los
cuentos que tiene mucha aceptación es El
colectivo Fantasma, de Ricardo. Incluso en las clases de capacitación
teníamos discusiones porque algunos dicen que a un chico de tercer grado no hay
que leerle un cuento en el que se habla de muertos, y a los chicos les encanta.
Hay gente que te dice que ni loca le lee a un chico un cuento sobre muertos y
cementerios. Y los chicos te piden más. Lo aceptan naturalmente. Nosotros en
casa, preparamos los cuentos y los llevamos a la escuela. Y en eso de los
finales, cuando no tiene un final muy definido, se quedan como mirando…
RM: Te hago una
pregunta. Porque con lo que vos decís puede haber pasado tranquilamente que el
escritor falló. No encontró un buen final. Voy a otros casos que no tienen que
ver con una falla del escritor. Porque me da la impresión de que la forma en la
que la mayoría de los narradores narra, conduce a una expectativa de final. O
van leyendo y le van poniendo una especie de emoción que sólo va a ser resuelta con la aparición de información
inesperada en el último párrafo y a lo mejor el cuento no está planteado así.
SS: Hay que pensar
en Landriscina.
RM: Bueno, pero los
de Landriscina conducen a un final, para el que todo se va encadenando. Y son
piezas buenas. Para mí, habría que revisar el tono de un cuento que seguramente
estaba planteado de manera que no conducía a un final revelador. No tendría sentido crear una emoción expectante
con respecto a cómo se resuelve el tema. Pero me ha pasado, que he escuchado
cuentos míos que más o menos tienen que ver con ese punto del absurdo en el que
los personajes no tienen conciencia de lo que viven, por eso es absurdo, y el
cuento está deliberadamente escrito en un tono monocorde, en el que no se diferencian
cosas emotivas, pero como los narradores generalmente, están “allá arriba”, le
mandan toda la emoción y el cuento suele ser un delirio. Hay un cuento mío de
tres payasos que están esperando, que debieran estar sosteniendo la red porque
arriba hay una equilibrista, que se está cayendo, y ellos tienen una charla,
tranquila, sobre cómo puede ser que se hayan olvidado, que dura como quince
minutos. El efecto del cuento es ese. Que la mina viene cayéndose y ellos
hablan, dicen que podrían ir a buscar otra red, dicen que tendrían que
organizarse más… Tiene que ver, con un tono, de alguien que no tiene conciencia
del peligro de que se mate. Y si lo cuentan
en forma desesperada,
destruyen el cuento. ES un problema de tono, no de información.
Asistente: Cuando se está
narrando lo principal también tiene que ser la historia. En eso hay una
coincidencia, me parece… la cuestión es que contar la historia que uno lee en
un autor requiere investigación. Me parece que ahí funciona la diferencia.
RM: O trabajarlo.
Que no es hacer investigación, pero es pensarlo para ver cómo funciona.
MM: Vamos a seguir
con una cuestión que no sea de los narradores. Cambiemos un poco la óptica:
recién hablaban de las cumbres, de los banderines, me gustó mucho esa idea. Y
dijiste que los escritores no siempre son los mejores jueces de su propia obra.
Aún así, yo pregunto: ¿Cuáles son los dos o tres títulos que ustedes consideran
que son los “banderines”, las “cumbres”?
SS: En mi caso, lo
bueno es que los que para mí son cumbre, son a los que peor les fue. O no son
necesariamente los que mas les gustan a los chicos. Y los que son cumbre, para
mí son bisagra, en realidad. Son el paso a otra instancia de escritura. Uno
sería La abuela electrónica. Ahora le
encuentro un montón de cosas, pero en su momento para mí fue un libro logrado
en la búsqueda que yo tenía. Otro sería este, que incluso está descatalogado. Más aún. Que se llama Videoclips. No tiene un lector
aparentemente porque quedó descatalogado de Sudamericana. Para mí fue un
trabajo literario sobre el lenguaje que me resultó interesantísimo. Son siete
historias breves que le pasan a un personaje que no tiene ni fututo ni pasado.
Es esa persona y su circunstancia en el momento en el que las cosas ocurren, de
manera que además hay una relación de causa y consecuencia que a mí misma me
sorprende porque ocurre en ese momento y no necesariamente se organiza con la
lógica habitual. Para mí fue un trabajo bárbaro, que me gustó mucho hacer, que
me exigió mucho. Quizá no encontró su lugar, porque lo pusieron en una
colección juvenil y no resultó interesante. Capaz que no era por ahí lo del
público. Para mí, es uno de mis libros más logrados literariamente. O de los
que más me gustaron. Y no sé… por ahí La cámara oculta, una novela, sería el
otro. Creo… me parece que tiré ahí lo que me acordé, también.
RM: Yo voy
cambiando de idea. Lo que puedo defender es Lo
único del mundo, que es una novela como de ciencia ficción social. En el
sentido de que aventura un futuro pero problematiza cuestiones sociales, no
tecnológicas. Lo tecnológico es como una escenografía. Cupido trece, que es una especie de novela política sobre un Cupido
que flecha mal. Es una novela realista (Risas)
MM: Antes de
pedirles que lean, ¿alguna pregunta más?
Asistente: Me interesó
cuando alguna de las “Abuelas leecuentos“ se refirieron a las temáticas que
podían tocar los distintos cuentos… el tema de la muerte u otras cosas que uno
a veces duda. ¿Hay algunos temas que ustedes creen que no se pueden abordar con
los chicos?
RM: Yo hace un
tiempo viví una experiencia que me avisó que sí, que hay cosas que no se
pueden, para mí. Fue un pedido de un proyecto editorial en conjunto con las
Abuelas de Plaza de Mayo. Tenía que hacer un cuento muy corto para chicos de
siete años más o menos, y el pedido era que el cuerpo del texto tuviera que ver
con un nieto recuperado concreto, verdadero, con nombre y apellido. Que se
contara la historia en una o dos páginas. Y para chicos chiquitos. Lo intenté
porque lo sentía como un deber, quería hacerlo por coincidencias con esa causa.
Pero rápidamente me di cuenta de que no se puede meter la vida de esa persona
que ya tiene treinta años, como es el caso de los nietos, en un cuento para un
chico de siete años. Ahí veo un problema concretísimo. Yo no puedo dar por
hecho que el chico sabe lo que es la dictadura en contraposición a la
democracia. Si yo tengo que explicar eso ya necesito todo el espacio textual
para explicarlo. Por ejemplo, me había interesado un caso, de una chica que
cuando tenía nueve años se enteró de que la estaba buscando y de que ella era
nieta de desaparecidos porque lo vio en televisión. Vio a su abuela con un
cartelito en televisión. Eso, literariamente es un punto de partida brutal: que
una nena está haciendo los deberes, mirando tele, y ahí descubre que la están
buscando a ella. Pero era todo imposible. Los padres habían pertenecido al ERP
y habían sido secuestrados, el padre en Bolivia, mientras trataba de unirse a
otro grupo… Es una cosa imposible de explicar a un chico de siete años. Podés,
pero te tienen que dar doscientas
páginas. ¿Cómo decís rápidamente que perteneció
al ERP o qué era el ERP a un chico de siete años?
SS: Y que los
padres desaparecieron…
RM: Porque yo me
niego a metaforizar con esa teoría de la libertad: “Papá luchaba por la
libertad y por eso se lo llevaron”. ES una boludez que achica tanto… Podemos
discutir. Y yo ponía el ejemplo de Einstein, de ese chico que le explicó la teoría de la
relatividad a una mujer que le dijo: “No entiendo”. Y volvió a explicársela y
no entendía. Y se la hizo más sencilla y no entendía. A la quinta vez la mujer
dijo: “Ahora entiendo”. Y Einstein le
contestó: “Claro, pero ahora no es más la teoría de la relatividad.” (Risas).
Es eso. Si yo le hago un cuentito infantil a un chico de siete años, no tiene
absolutamente nada que ver, y además estoy comprometiendo a una persona con
nombre y apellido. Bueno, ese es un límite. La literatura infantil, por su
forma y su extensión, no permite explicar algunas cosas. La figura del
destinatario te impone límites. También limites de interés. No sé, no creo que
a un chico le interese mucho un cuento sobre el desgaste de una pareja después
de cuarenta años de convivencia.
MM: Ahora tiramos
otra bomba. Parece preparado pero tengo que decirlo… en ese libro, te reemplacé
yo. (Risas)
RM: ¿Y cómo lo
resolviste?
MM: Y, la verdad es
que no opino lo mismo. De hecho yo participé. Ese fue un proyecto que hizo
(vamos a decirlo porque está por salir), Calibroscopio, una editorial pequeña,
y participamos, finalmente, María Teresa Andruetto, Iris Rivera, Paula Bombara,
que además es hija de un papá desaparecido (viene a cuento decirlo), y tiene
una mamá que estuvo prisionera y después fue liberada, y yo. Es más, Walter me
llamó y me dijo que vos no podías y que estaba con ese conflicto. Lo que
hicimos fue entrevistar a una chica que tiene un hermano mellizo que
desapareció después del nacimiento. Y lo resolví con una carta que ella le
escribe al mellizo. Creo que no es estricto el tema de la edad en este caso, y
además hay un paratexto de las cuatro ficcionalizaciones, un prólogo que hizo
Paula Bombara. Ese límite por ahí no lo compartimos. Lo del desgaste, sí. (Risas)
RM: Yo leo
horrible. Este libro, para los que no lo conocen es El colectivo fantasma. Tiene que ver con una comunidad de muertos.
Son todos muertos del mismo cementerio. Los únicos personajes vivos son el cuidador del cementerio, el sepulturero y
el que vende flores. Las historias tienen que ver con eso. Por ejemplo, hay un
cuento de una directora de colegio que después de muerta empieza a encontrar
errores de ortografía en las lápidas. (Risas). Eso me pasa a mí. Yo en los
cementerios ando mirando…”Fuistes un
gran padre”, y esas cosas. Bueno, este se llama “Returning”.
El mausoleo más importante pertenecía a Víctor Returning. Era un pequeño mausoleo que sobresalía entre las bajas construcciones del cementerio y estaba rodeado por un jardín, cuidado por los mismos jardineros de la fabulosa mansión que la familia tenía en la ciudad. Aunque no era dueña de todo, sólo de la parte rica, hoteles, campos, fábricas, mansiones, sanatorios, barrios privados, heladerías, restaurantes, etcétera, la familia de Returning era la más poderosa de la ciudad. “Víctor Returning” era el nombre de la avenida principal, el hospital, una plaza, un barrio, una ruta, un aeródromo, y una fundación de ayuda a los humildes. Entre tanta riqueza, un día Returning murió de un ataque de hígado. Según el periódico local, propiedad de los Returning, en su velorio se derramaron ciento treinta mil litros de lágrimas, se consumieron setenta toneladas de velas, asistieron cuarenta y siete mil personas y se ofrendaron un millón y medio de flores. Fue el velorio de mayor éxito que se recordara.
Una
tarde, a la semana de morir Returning, el señor Héctor Funes, encargado del
cementerio, creyó escuchar ruidos en el mausoleo de la familia. Abrió la puerta
con la llave que conservaba en su casilla, y se sorprendió al comprobar que los
ruidos provenían del hermoso ataúd de madera con incrustaciones de oro, del
finado Víctor Returning.
Funes
levantó cuidadosamente la tapa del ataúd, y casi se desmaya al ver y escuchar
al demacrado señor Returning: “Buen día, Funes. Parece que he revivido. Llame a
la radio y a los medios de prensa, al obispo y demás personalidades, a la banda
municipal, y por supuesto a mi familia. Quiero dar a conocer esta singular
noticia con un marco adecuado”.
La
vuelta a la vida de Returning fue un acontecimiento social aún más
sobresaliente que su velorio.
Al
mes, Returning murió nuevamente. Esta vez, una falla del corazón. Dos días
después, revivió. Pasados tres días murió. Un golpe en la cabeza. (Risas). Revivió,
murió, revivió, murió, revivió. La secuencia de muertes y resurrecciones
continuó.
Al
principio, ni bien se producía el fallecimiento, la gente montaba guardia ante
el mausoleo, esperando el milagro de la reaparición. En el momento estelar en
que Returning regresaba a la vida, la banda municipal estallaba en acordes, y
la multitud aclamaba para resucitarlo. Utilizando su llave Returning abría la
puerta, se detenía en lo alto de la escalinata, y dirigía unas breves palabras
a la multitud. Finalmente, en medio de la algarabía, pedía silencio, y llamaba
a todos a regresar pacíficamente a sus puestos de trabajo. En las fábricas
Returning. (Risas)
Pero
la cantidad de público fue mermando. Y a la décima repetición la multitud se
reducía a unos pocos curiosos.
Returning
revivió tres o cuatro veces más. En la última, no había nadie esperando.
Returning salió del mausoleo, tomó unos mates en compañía de Funes, y del
sepulturero Héctor Pozo, subió a su auto, estacionado frente al cementerio, y
se dirigió a su casa. Su esposa lo vio entrar y lo miró contrariada. Para esa
noche había organizado una cena con
amigas y la presencia de su esposo le desbarataba el plan. (Risas) Algo parecido le ocurría a su hijo
mayor, que estaba deseoso de dirigir las empresas familiares, pero no podía
hacerlo si no se terminaba de dar por muerto a su padre.
La
situación de Returning era tan confusa que en la ciudad nadie sabía si estaba
muerto o vivo. Cuando por fin pasaron varios meses sin que Returning reviviera,
muchos aceptaron que había muerto.
Ese
tiempo sin revivir, bajo su nueva existencia de fantasma, no fue precisamente
bueno para Returning. Debía ¿convivir?, ¿conmorir?, ¿cuál es la palabra
adecuada? con cientos de muertos que él mismo había humillado, dejado cesantes
en sus fábricas o estafado en sus negocios. Incluso tuvo una discusión y pelea,
aunque las trompadas no tenían ningún efecto, por tratarse de peleadores
incorpóreos, con un sindicalista muerto, que años atrás había organizado una
gran huelga, sólo porque las fábricas Returning habían decidido alargar las
horas de trabajo a catorce por día y disminuir el sueldo a la mitad.
El
plantel de enemigos en el cementerio era altísimo. Cada vez que Returning
quería pasear se encontraba con alguno. Una cocinera a la que había maltratado,
un jardinero al que había obligado a enumerar los tréboles de su quinta, un
pintor al que nunca le había pagado su trabajo, un hermano al que le había
quitado la parte de su herencia, o gente a la que le había vendido terrenos
inexistentes. La vida de muerto de Returning era insoportable. Menos mal que
tenía ese don de resucitar. Al año de su última muerte, Returning revivió,
aunque sólo por unas horas. Las suficientes para fundar un cementerio privado.
El exclusivo “Jardín de Paz Returning” (Risas) Naturalmente, fue él el primero
en ocupar una parcela. Y nunca más revivió. En cuanto a los ocupantes del
cementerio municipal, sin duda sintieron un gran alivio. La mudanza de
Returning los alegró. También alegró a Héctor Funes. Ya estaba harto de limpiar
cada milímetro del mausoleo, por si al señor Returning se le daba por
resucitar. (APLAUSOS)
SS: Bueno, yo voy a
leer un cuento de El tesoro escondido.
El primero. El tesoro escondido y
otras
cosas de familia es el nombre del libro. Y el cuento es, propiamente, “El tesoro escondido”.
-¡Qué
primor!-decían todos cada vez que llegaba una foto de la nena. Todos, eran mis
abuelos, mis padres, ciertos tíos, los vecinos, y cualquier incauto que pasara
por ahí y aceptara mirar esa foto.
La
nena era nuestra prima. La hija de la hermana de mi mamá que se había casado
con un extranjero, se había ido a vivir con él a su país y desde entonces no
había vuelto más por la distancia, por el
trabajo del marido y, sobre todo, por la nena a la que cuidaba con paciencia
de orfebre.
La
última foto de la nena había llegado hacía poco y la verdad es que, a juzgar
por mi aspecto y el de mis hermanas, la prima parecía una especie de angelito
bienhechor. Tan prolija, tan bien vestida, tan sonriente y con los dientes tan
parejos. “Tan distinta de nosotras” repetía mi mamá con cierto pesar, que
teníamos las bocas llenas de fierros por los malditos aparatos, la nariz tapada
cada dos por tres, la ropa siempre salida de su sitio exacto y la cabeza peinada a lo plumero.
Pero
nada de esto duraba demasiado. Porque una vez que pasaba el furor de ver a la
nena en la foto recién llegada, todos los parientes seguían su vida normal, y
nosotras, mis hermanas y yo, también. Volvíamos a ignorar los espejos, y a esa
carita de ángel que nos miraba desde el retrato, y que, de haber podido, más de
una vez habríamos llenado de cuernos y bigotes como nos gustaba hacer con las
fotos en las revistas.
Hasta
que un día la nena cumplió once años, la edad de mi hermana del medio, y el
cartero nos trajo la noticia: que la prima vendría de visita en las vacaciones
de invierno. ¿Con sus padres? No, sola,
como le había recomendado la psicóloga a la pesada de mi tía. ¿A un hotel? ¿A
lo de los abuelos? Tampoco. El primor llegaría en avión al aeropuerto y de allí
directo a mi casa, donde compartiría siete hermosos días con nosotros. ¿Por qué
hermosos? ¿Por qué anticiparse a lo que ocurriría con esa palabra tan ñoña?
La
noticia, como se ve, no pudo caernos peor. Para colmo, desde que mis padres la
recibieron y nos la transmitieron a nosotras, el modo de vida en la casa se
transformó por completo. Vendría un angelito educado cual piedra preciosa, y
habría que ponerse a la altura.
A
partir de entonces, y para adquirir mejores hábitos, estas fueron las reglas
que se nos impusieron: nada de andar haciendo ruidos raros al sorber la leche,
nada de meterse las tres juntas en el baño para hacerse compañía, nada de
pelarse como fieras por una última porción de torta, nada de poner el volumen
de la música como si todos en la casa fueran sordos, nada de usar los dedos de
pañuelo y mucho menos las mangas, nada de malas palabras entre hermanas, y nada
de muchas otras cosas que hacían a las delicias de nuestra vida.
-¿A
ver mis señoritas?-empezó a llamarnos todas las mañanas mi mamá antes de que
saliéramos al colegio. Y acto seguido nos torturaba un buen rato con el peine
hasta no dejar un solo pelo capaz de rebelársele a la hebilla.
-¿A
ver mis mujercitas?- empezó a decirnos mi papá… Claro que menos convencido,
porque se le notaba a la legua que recibía instrucciones y que una de ellas
había sido dejar de jugar al fútbol con nosotras, al menos por un tiempo.
Hasta
que por fin el día llegó. Un domingo. La prima también. Y con ella no fueron
las vacaciones sino, sobre todo, el aliciente de que a partir de entonces quedaba una sola semana
para que el primor se fuera y volviéramos a la normalidad.
Apenas
la instalamos en su habitación, que no era otra que la nuestra, aunque no se
notara por el orden, empezaron a tocar el timbre los parientes.
-¡Qué
tesoro!- decía cada uno que entraba y que al verla le retorcía los cachetes.
-¡Qué
dulzura!-repetía mi abuela mientras nos miraba de reojo a nosotras para que
hiciéramos que sí con la cabeza.
Y
así toda la santa mañana, hasta que mis padres, a la media tarde, fritos de
cansancio, echaron a la parentela con la mayor educación que pudieron, y se
fueron a dormir una siesta.
No
bien nos quedamos solas en el cuarto, la nena, que se veía tan linda como en
las fotos, nos abrazó a mis hermanas y a mí, nos contó veintidós chistes verdes
que había anotado en la que llamaba su secreta LP “Libreta Puerca”, y nos
propuso para esa misma noche, enseñarnos a jugar al póquer. “Pero apostando
plata”, nos adelantó. Por lo cual las tres tuvimos que recurrir a nuestros
ahorros y recolectar monedas por todos los rincones, cosa que apenas logramos
porque en mi casa no suele haber un peso ni partido al medio.
Al
día siguiente antes de almorzar, cara de ángel se ofreció gentilmente a poner
la mesa, para orgullo de su tía que no podía creer semejante actitud. Y todo
fue muy emotivo, hasta que apenas empezamos a comer y mi madre se distrajo con
la tele, la nena nos mostró a mis hermanas y a mí, cómo se metía un fideo
larguísimo en la nariz, y después lo dejaba colgar como un moco. Fue tanta la
gracia que nos causó y tal el esfuerzo que hicimos para reírnos en silencio,
que no pudimos imitarla de entrada. La primera que la intentó fue la más chica,
con tanta mala suerte que justo mi madre justo se dio vuelta, la vio meterse el
tallarín en la nariz, y casi nos mata. A la nena no. A nosotras. Sus tres
tiernos retoños.
Al
final contuvo su impulso para no quedar mal con la invitada ilustre y sólo nos
fulminó con la mirada.
-Aprendan
un poco- nos retaba en esos días, poniéndonos de ejemplo a la primita. Y
nosotras no decíamos nada. Porque a diferencia de lo que habíamos tramado antes
de conocerla, arruinarle las vacaciones, ahora estábamos encantadas con el
primor de prima que nos había tocado. Con su buen humor y su infinito ingenio
para hacer lo peor sin que a su cara de ángel se le moviera un gesto.
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A ver si aprenden un poco-repetía ciegamente mi mamá. Y la verdad, es que de
todo lo que compartimos con nuestra prima durante su corta visita, nos quedó alguna
enseñanza. Cómo disimular la mugre de las uñas, por ejemplo. O poner bizcos los
ojos. Cómo subir a un ascensor automático y tocar los botones de todos los
pisos un segundo antes de bajar. Cómo fabricar lágrimas, hipo, dolores, y sobre
todas las cosas, qué cara poner en las fotos para que sus padres, los de ella,
y orgullosos, nos inviten un día a las tres.
APLAUSOS
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