110 años del nacimiento de José María Arguedas
Ayer se cumplieron 110 años del nacimiento de José Maria Arguedas, una de las voces más importantes de la narrativa peruana del siglo XX. Criado por los indígenas que servían en su casa, hasta los ocho años solamente habló en quechua y se formó culturalmente con esa mirada del mundo. A pesar de que posteriormente fue escolarizado, no pudo dejar de lado la cultura en la que había crecido, y esto es evidente en la particular sintaxis que atraviesa su escritura. Lo recordamos con esta nota de María Pía Chiesino sobre Los ríos profundos.
Por María Pía Chiesino
Cuando me enteré de que se cumplían ciento diez años del nacimiento de José María Arguedas, decidí hacer algo que venía dilatando hace mucho: volver a leer Los ríos profundos, y escribir algo acerca de la novela.
Este nuevo recorrido, años después de haberla leído por primera vez, me permitió leer el juego de saberes que se presenta en la novela, la relación de eso con las relaciones de poder que la atraviesan. Además pude considerar si en este entramado de relaciones entre los saberes y el poder, pueden reconocerse operaciones textuales que tuvieran que ver con el concepto de transculturación narrativa que en su momento manejaban Fernando Ortiz y Ángel Rama.
El personaje que guía nuestro recorrido por Los ríos profundos es Ernesto, un chico de catorce años. Es decir, que el saber desde el que se focaliza lo que sucede en la novela es el de un adolescente.
Ernesto es hijo de un “abogado de provincias”, que viaja por la serranía peruana para hacer su trabajo. Por esta razón, el chico se ha criado en casa unos familiares que decidieron que viviera con los indios, de quienes aprendió a hablar en quechua.
De todas maneras su aprendizaje vital más importante lo adquirió viajando junto a su padre por diferentes pueblos de la sierra. En esos viajes aprendió a reconocer la música de las distintas regiones, registró la vida cotidiana de los habitantes de cada pueblo, y la relación de cada uno con la naturaleza.
Fue central para él, además, haber vivido un tiempo en una comunidad indígena: “Huyendo de parientes crueles pedí misericordia a un ayllu que sembraba maíz, en la más pequeña y alegre quebrada que he conocido(…) “…las señoras mamakunas me protegieron y me infundieron la impagable ternura en que vivo.”
El saber de Ernesto, entonces, a pesar de que es blanco, está asociado con la cultura quechua.
Éste es el primer indicio de la complejidad cultural que vemos representada en la novela.
Este saber ligado a la cosmovisión animista de la cultura quechua determinan todos los sentimientos del protagonista.
Lo advertimos con claridad, cuando cuenta lo que siente en el Cuzco, frente a un muro construido por los incas: “Eran más grandes y extrañas de cuanto había imaginado las piedras del muro incaico: bullían bajo el segundo piso encalado. (…) Me acordé entonces de las canciones quechuas(…). Era estático el muro, pero hervía por todas sus líneas y su superficie era cambiante como la de los ríos en verano.”
Cuando Ernesto llega al colegio de Abancay para quedarse como estudiante pupilo, este saber ligado a la cultura popular va a servirle para entender cómo funciona el discurso del poder, en este caso, la cosmovisión católica, occidental y represiva, encarnada en la figura de Linares, el Padre director. Y no tanto por lo que se relaciona con la vida escolar, sino sobre todo, cuando después un episodio de rebelión indígena (que el chico siguió con admiración) lo lleva para que sea testigo de su prédica frente a los colonos de la hacienda Patibamba.
Ese sermón nos enfrenta al discurso violento y descarnado del poder religioso, que aliado con los hacendados, profundiza el sometimiento de los colonos infundiéndoles miedo y dolor, para evitar rebeliones posteriores: “Todos padecemos hermanos. Pero uno más que otros. Ustedes sufren por los hijos, por el padre y el hermano, el patrón padece por todos ustedes, yo por todo Abancay, y Dios, nuestro padre, por la gente que sufre en el mundo entero. ¡Aquí hemos venido a llorar, a padecer, a sufrir!”
Este discursos en el que Linares se enmascara en un supuesto sufrimiento propio, no hace otra cosa que exponer cuál es la jerarquía social de Abancay. Aprovecha que es una persona respetada por los colonos para condenarlos a sufrir la opresión, a partir del miedo.
Ernesto, que ha crecido entre indios, registra la violencia de la situación a la que Linares lo llevó especialmente: “El Padre también es extraño (…) Ahora frente a los colonos ha hablado para que lloren. Yo no me quise arrodillar mientras hacía llorar a los colonos. Creo que me ha amenazado…”. Este rechazo tiene que ver, por supuesto, con los saberes que adquirió viviendo con los comuneros y en sus viajes por las sierras, en los que tomó contacto con poblaciones indígenas que no estaban sometidas al poder de los hacendados y vivían de otra manera.
El saber del padre Linares apunta a sostener una situación de dominación, de pérdida de libertad. A tal punto que apoya la llegada del ejército para reprimir a las chicheras que se rebelaron.
Así como explicita sus opciones políticas, Linares finge ignorar la situación que se registra a diario en la escuela, en las noches en las que llega la opa Marcelina y es sometida sexualmente por varios estudiantes.
Habla y alza la voz cuando le conviene. Básicamente, cuando lo que tiene que decir afianza su relación con el poder y con el dinero. Esto se ve claramente, cuando decide no sancionar al Lleras, (uno de los alumnos que paga cuota por asistir al colegio) a pesar de haber ofendido a otro sacerdote con insultos racistas.
Otro aspecto que nos permite ver la complejidad cultural de Abancay, y que incluso es más interesante que el cuestionamiento a una figura jerárquica como el padre director, es la relación que tienen los estudiantes entre sí. Las diferencias de origen social se manifiestan de diferente manera y con niveles diferentes de crueldad.
A Palacitos, por ejemplo, que es hijo de un comunero, muchos lo llaman “el indio Palacios”. Por eso, algunos lo amenazan y lo atemorizan.
El caso más notorio quizá sea el de Antero. Amigo y aliado de Ernesto (que le escribe cartas para su novia y a quien le regala un trompo en señal de agradecimiento) después de la rebelión quedan enfrentados de manera definitiva, ya que lo que determina su mirada sobre lo sucedido es inseparable de su situación de clase: es hijo de un hacendado.
Al haber tenido una formación en la que convivían elementos de la cultura “oficial” y la cosmovisión quechua, Ernesto está preparado para percibir la ambigüedad que lo rodea, y que a otros personajes se les escapa. Hay personajes que aunque “juegan” para sostener el poder, tienen un origen que los complejiza, como los soldados que hablan en quechua.
En el ámbito cerrado y jerárquico de Abancay, (un pueblo cercado por una hacienda en la que los colonos son explotados) hay resquicios que permiten la rebelión de otros sectores de la población autóctona, como sucede con las dueñas de las chicherías.
Arguedas, criado él mismo por indígenas hasta los ocho años, pone frente al lector la complejidad social y cultural de la serranía peruana, porque escribe desde una perspectiva transcultural. Esto le permite construir un personaje como Antero, que sabe hacer un zumbayllu (un trompo artesanal de madera) y además le da la significación que tiene el juguete tiene para la cultura quechua, pero a la vez afirma que si los indios se rebelan hay que matarlos.
En el personaje de Antero se ve con claridad lo que significa la transculturación: una situación en la que entran en juego dos culturas sin que ninguna absorba por completo a la otra. En la transculturación está presente el intercambio.
Por esto, y por la edad de los personajes principales, es que en Los ríos profundos no hay nadie que sea totalmente bueno ni totalmente malo. Hay personajes adolescentes que toman partido frente a la realidad.
Una mirada maniquea era imposible para un escritor como Arguedas. Criado él mismo en la ambigüedad y el bilingüismo, su literatura da cuenta de los diferentes saberes que lo constituyeron desde la infancia, y que a su vez exponen la complejidad de la cultura peruana.
José María Aguedas
Losada, 1958.
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