Mi deuda con Flaubert
La primera cualidad de la escritura de Flaubert que me llamó la atención fue el tono. Mucho tiempo después descubrí la clave exacta de ese tono por el que en la lectura uno llegaba a sentirse peligrosamente cerca del autor; el tono era obtenido por la cuidadosa transmutación de los sentimientos reales en formas aptas de ser traspuestas a la escritura. Flaubert nunca se aventura –como Céline por ejemplo– más allá de los límites de una escritura posible, es decir, de una escritura lo suficientemente profunda o perfecta como para ser capaz de transmitir sensaciones indescifrables, sin referencia comprensible o fija. Es bien sabida la inquebrantable voluntad de perfección que llevaba a Flaubert a escribir una misma frase hasta treinta veces. La segunda Éducation es una versión perfeccionada durante veinte años después de la primera.
La actitud de Flaubert destaca con luces muy potentes la condición eminentemente artística que el género novelesco cobra en su obra. La novela no deja de ser un reflejo de la vida, pero se convierte en el reflejo de la vida interior y de la subjetividad del autor. Por eso Flaubert es el primer novelista moderno y el primero que abre las compuertas del arte puro al cauce de la narrativa. Creo que todos los escritores reconocen ampliamente esta deuda con él. Yo le sumaría mi saldo en contra.
Flaubert es el inventor del “autor-personaje”; él instaura una identidad entre los términos que ha sido como el trampolín de toda la novela moderna: Madame Bovary c’est moi! –clama para justificarse ante sus jueces–. Sería alargar demasiado este arreglo de cuentas con Flaubert señalar en cada caso las consecuencias formidables y los desarrollos insospechados que la aplicación de esta fórmula esquemática y enigmática ha tenido hasta nuestros días. Bastaría señalar el hecho de que todas las obras en que se barrunta o se realiza el procedimiento llamado monólogo interior –no obstante lo que Jung diga en contra– provienen, para la literatura, esencialmente de la identidad que la famosa afirmación establece y hace posible entre el autor y los personajes. Flaubert introduce una medida de rigor racional en el aparentemente dislocado discurso de los sentimientos y de la imaginación; reduce esta dimensión del espíritu poético a las reglas despiadadas de una retórica imperceptible pero omnipresente y nos hace sentir, tal vez con despiadada insistencia, esa identidad.
Mucho he pensado en Emma Bovary –sobre todo desde que supe que ella era Gustave Flaubert–. Nunca he sido bueno para discernir claramente las diferencias entre el alma del hombre y la de la mujer. No percibo entre ellos más que diferencias corporales. El alma de Emma se manifiesta, para mi gusto, con demasiada urgencia como un arquetipo. Su cabeza hueca está repleta de simplezas, conturbada por toda suerte de banalidades que Flaubert supo sublimar por medio de una escritura cuya perfección no ha sido sobrepasada y a la que todavía aspiran –en secreto– muchos novelistas contemporáneos. En términos generales pienso que pocas veces se ha puesto tanta maestría al servicio de tanta fruslería.
En resumidas cuentas pienso que la verdadera substancia del legado de Flaubert reside en haber puesto la novela a la altura del arte puro. Su preocupación es más de orden estético que de orden crítico, si bien este no puede estar ausente en esa búsqueda denodada del absoluto artificial: una aspiración que anima desde hace más de un siglo algunas de las empresas más significativas de la literatura moderna, Ulysses y Finnegans wake entre otras. Vista en la retrospectiva de cien años desde su muerte, la obra de Flaubert se ilumina con el sentido que Ezra Pound le atribuye en un verso célebre de su poema anti-autobiográfico Mauberley:
His true Penelope was Flaubert…
Con lo que señala ese sentimiento del arte por el arte y la búsqueda de esa enrarecida artificialidad como el origen y el destino de las grandes obras. ~
Fuente: https://letraslibres.com
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