Blue Jasmine

Algunos relatos deslumbran por su composición, por su tratamiento estético, por el tono del discurso, por la maestría con que un narrador teje los hilos de la historia o porque sus personajes encandilan por su brillo propio; así ocurre en Blue Jasmine, o Un tranvía llamado deseo según Woody Allen, o una locomotora llamada Cate Blanchet, que encarna el personaje de Jasmine, especie de émula de Blanche Dubois.  Mario Méndez cuenta para Libro de arena su experiencia, porteña como pocas, como espectador del film.


Por Mario Méndez

Voy poco al cine, por cuestiones familiares: poco tiempo, hijas chicas, esas cosas. Pero voy mucho a ver a Woody Allen: es como un pacto entre él (que no tiene por qué saberlo, y me temo que nunca se enterará) y yo, que soy su admirador desde siempre. Es decir, desde Bananas o Robó, huyó y lo pescaron; pasando por Manhattan o Dos extraños amantes; pasando por Broadway Danny Rose o Zelig; pasando por Crímenes y pecados, o Match Point. Incluso pasando por las últimas, que poco me gustaron, como Conocerás el hombre de tus sueños, Vicky Barcelona, Si la cosa funciona o De Roma con amor. Voy a ver, digo, siempre a Woody Allen.

 Y esta vez, con Blue Jasmine, fui con las esperanzas renovadas, porque, según decían las críticas, era “la vuelta del gran director”, “el gran regreso”. Como suele pasar cuando las expectativas son demasiado altas, salí del cine un poco decepcionado. Blue Jasmine es una buena película, tal vez muy buena. Pero no es una gran película de Woody Allen, no. Sí es, para mi sorpresa (tal vez sólo hay algo parecido en su filmografía, en La otra mujer, con la actuación de Gena Rowlands) una de esas películas de lucimiento total del o la protagonista, una de esas en las que uno sale y lo primero que dice es “¡cómo trabaja tal!” En este caso, pasa exactamente eso: uno no se queda con la historia (que es una versión nueva, una re -versión libre, si se quiere, de Un tranvía llamado deseo, del gran Tennessee Williams) ni con el final, ni con nada que no sea la actuación arrolladora, deslumbrante, impresionante de Cate Blanchet. La actriz australiana, como diríamos en el barrio, “se come la película”. Literalmente, todo gira en derredor de su actuación brillante, la composición que hace de Jasmine (una especie de Blanche Dubois aggiornada), en la que Blanchet compone a una mujer banal, egoísta, snob, en la cima de la oligarquía neoyorquina; a una mujer desesperada por los celos y la traición; a una mujer desubicada en un entorno pobre, algo brutal, entorno que desdeña sin disimulo y  que a su vez la desdeña a ella; a una mujer acosada; a una mujer enloquecida; a una mujer desesperada, a una loca. Y lo hace, todo, con una maestría tal que a uno sólo le quedan ojos, y análisis, para su trabajo. A un lado queda la especie de adaptación prolija y moderna que hace Woody Allen de la obra de Williams, a un costado queda la actuación correctísima de Alec Baldwin (que curiosamente, en una producción para la televisión, de hace una quincena de años, hizo de Stanley Kowalsky), y las del nuevo Kowalsky- Chili (Bobby Cannevale, conmovedor en su llaneza absoluta) o la de la novia de Chili, hermana perdedora de Jasmine, Ginger, la inglesa Sally Hawkins. Todos, en el filme, y allí se ve la mano de Woody Allen, están correctos, son buenos o incluso muy buenos. Pero la protagonista es descomunal. Y entonces, en el balance, uno sale de la sala diciendo eso, “¡cómo trabaja Cate Blanchet!” y lo demás, por bueno que sea, se opaca ante su brillo.

A diferencia de Match Point, la última de las obras de Allen que me gustó muchísimo, o de Medianoche en París, que aunque no me haya deslumbrado, por cierto disfruté, creo que recordaré Blue Jasmine no como una –otra– buena película del gran Woody Allen, sino como la película de Cate Blanchet.

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