Las aventuras de la China Iron, de Gabriela Cabezón Cámara

La China abandonada por Martín Fierro, ha perdido a la vez su casa y a sus dos hijos. Cruza la pampa acompañada de su perro en la carreta que conduce Liz, una inglesa que quiere recuperar a su marido cautivo. En un cruce intertextual delirante con la gauchesca, Las aventuras de la China Iron, de Gabriela Cabezón Cámara, narra el florecimiento como mujer de ese personaje apenas mencionado en el poema de Hernández, y que en este caso lleva de la mano a los lectores a través de la pampa y de su propia vida.



“Vuelvo a mi vida aérea y a mi hogar bamboleante en la carreta, que conservábamos, ya lo dije, oscura y fresca y llena de aromas como un almacén de la Compañía de Indias. El de las hebras de té, marrones, casi negras, arrancaba en las montañas verdes de la India y viajaba hasta Inglaterra sin perder la humedad ni el perfume astringente que le nació a la lágrima que Buda echó por los males del mundo, males que viajan también en el té: tomamos montaña verde y lluvia y tomamos también lo que la reina toma, tomamos reina y tomamos trabajo y tomamos la espalda rota del que se agacha a cortar las hojas y la del que las carga. Gracias a los motores a vapor ya no tomamos los latigazos en las espaldas de los remeros. Pero sí la asfixia de los mineros del carbón. Y así es porque es así; todo lo que vive vive de la muerte de otro o de otra cosa. Porque nada de la nada viene, me explicó Liz: del trabajo surge todo; eso también se come y se bebe con scones. Liz a veces los cocinaba en los hornos que yo les fabricaba haciendo pozos en la tierra; a mayor cantidad de trabajo, más placer hay en cada bocado, sentenció. Yo le dije que sí, siempre estaba de acuerdo con ella durante esos meses que pasamos en el cielo enorme de la pampa. Podría haberla contradicho sin demasiado esfuerzo, hubiera bastado con señalarle la algarabía que le producían los asados, por ejemplo, que demasiado trabajo no costaban. No lo hice, no la contradije. Entonces lo pensé y me sentí muy perspicaz. (…)
Durante todo ese primer viaje no entablé ninguna discusión, no hice más que deslumbrarme y mostrarme deslumbrada aun las pocas veces que no lo estuve. Era el primero; tenía conciencia plena de que todo viaje tiene un final; tal vez en eso, en la experiencia del tiempo como finito, radiquen el fulgor y el relieve de cada momento que se vive, sabiendo que se ha de volver a casa, en una tierra que no es la propia. Yo miraba con voracidad, coleccionaba imágenes, intentaba estar atenta a cada cosa, sentía detalladamente; todo mi cuerpo, toda mi piel estaba despierta como si estuviera hecha de animales al acecho, de felinos, de pumas como los que temíamos encontrar en el desierto, estaba despierta como si supiera que la vida tiene límite, como si lo viera. Y de algún modo era así: no pensaba mucho en la muerte entonces, pese a que estábamos surcando una tierra que parecía florecer en osamentas cada vez que llovía, pero todavía sentía el cuerpo sucio de mi vida antes de Estreya, Liz y la carreta. Apenas ponía un pie en el suelo me invadía el olor a tierra mojada, me ensordecían los cuchicheos de los cuises, me estremecía toda brisa, me acariciaba el aroma de la menta que crecía entre los yuyos, el de las flores chiquitas naranjas y violetas que se engarzaban en el barro, me dolía el roce de los cardos, me llenaba la boca de saliva la cocina de Liz- que se las ingeniaba para hacer sus copiosos desayunos en las cocinas cavadas en el barro: huevos revueltos, bacon frito, tostadas, jugo de naranja hasta que se acabaron las naranjas, té, tomates fritos, alubias blancas-. Y el cuerpo de Liz me tenía como un sol a un girasol, cómo me hubiera costado mantener la cabeza erguida sobre los hombros si ella me hubiera dejado de mirar; sentía la fuerza de esa atracción como se ha de sentir un campo gravitatorio, como eso que nos permite estar de pie. Ella era mi polo y yo la aguja imantada de la brújula: todo mi cuerpo se estiraba hacia ella, se empequeñecía de ganas concentradas. Fue bajo el imperio de esa fuerza que empecé a sentir y hoy creo que es posible que siempre sea así, que se sienta al mundo en relación con los otros. Me sentía viva y feroz como una manada de depredadores y amorosa como Estreya, que festeja cada mañana y cada reencuentro como si lo sorprendieran, como si supieran que podían no haber sucedido, sabe, mi perrito, que el azar y la muerte son más feroces que la pólvora y que podían irrumpir como irrumpen las tormentas.”


Las aventuras de la China Iron
Cabezon Cámara, Gabriela
Literatura Random House, 2017.

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