Fragmento de “La abuela de Clara”- Cap. X de Heidi
La historia de
Heidi, de la suiza Johanna
Spyri, publicada en 1880, es uno de los textos clásicos de la literatura infantil. Durante el
tiempo que pasa en casa de Clara, la protagonista vive en la tensión que le
producen el cariño por su amiga y su añoranza de la vida en la casa de su
abuelo. En ese marco, la tristeza que le provoca ver una imagen de los Alpes en
un libro, será el disparador que la ponga en contacto con el placer de la
lectura.
Heidi
compareció ante la abuela y abrió mucho los ojos al ver lasmagníficas
ilustraciones de los grandes libros que ésta había traído. De pronto dio un
grito; la anciana señora acababa de dar la vuelta a una hoja y la mirada de
Heidi quedó fija sobre la nueva ilustración. Sus ojos se llenaron de lágrimas y
la niña prorrumpió en amargo llanto. La abuela miró la imagen.
Representaba
una magnífica pradera verde donde pacían toda clase de animales; en medio de
ellos el pastor, apoyado en un largo bastón, contemplaba su rebaño. Todo el
cuadro parecía bañado por los reflejos dorados del sol que desaparecía en el
horizonte.
La
abuela cogió la mano de Heidi.
—Vamos,
vamos, pequeña —le dijo afectuosamente—, no llores. Esta imagen te ha recordado
sin duda algo familiar; pero, mira, con el dibujo hay una historia muy bonita y
yo te la contaré esta noche. En este libro hay además otras historias muy
bellas que se pueden leer y luego explicar. Vamos, seca tus lágrimas, aún hemos
de hablar de otras cosas. ¡Ponte delante de mí para que te vea bien y hazme una
gran sonrisa!
Aún
pasó un buen rato hasta que Heidi cesó de sollozar. La abuela dejó que se fuera
desahogando y calmando, diciéndole de cuando en cuando:
—Ya
ha pasado, ya estás más tranquila.
Y
cuando, por fin, la niña se calmó, le dijo:
—Ahora,
mi niña, tienes que contarme cómo van tus lecciones con el señor profesor. ¿Has
aprendido algo?
—¡Oh,
no! —respondió Heidi con un suspiro—, pero ya lo sabía que no podría aprender.
—¿Qué
quieres decir, Heidi? ¿Qué es lo que no se puede aprender?
—No
se puede aprender a leer, es demasiado difícil.
—¡No
me digas! ¿De dónde sacas tú eso?
—Me
lo ha dicho Pedro y él lo sabe muy bien. Siempre tiene que empezar de nuevo y
jamás podrá aprender, es demasiado difícil.
—¡Vaya
un muchacho original ese Pedro! Pero, fíjate Heidi, no se debe creer todo lo
que Pedro, u otros como él, puedan decir. Es preciso que uno mismo lo
compruebe. Estoy segura de que tú no has escuchado al señor profesor con la
debida atención y que no has mirado bien las letras.
—No
sirve para nada —dijo Heidi con expresión de absoluta resignación.
—Heidi
—continuó la abuela—, escucha bien lo que voy a decirte: si aún no has aprendido
a leer, es porque has creído lo que dijo Pedro, pero yo te aseguro que puedes
hacerlo en muy poco tiempo, como la mayor parte de los niños que son como tú y
no como ese Pedro. ¿Y sabes lo qué sucederá cuando sepas leer? Tú has visto el
pastor en el bonito prado verde, pues, cuando hayas aprendido a leer, yo te
regalaré el libro y en él hallarás su historia, como si
alguien
te la contara. Descubrirás todas las cosas extrañas que le suceden a él, a sus
ovejas y a sus cabras. Te gustaría saber todo eso, ¿verdad?
Heidi
había escuchado con la mayor atención y, con ojos brillantes, suspiró:
—¡Oh,
si ya pudiera leer eso!
—Todo
llegará, tranquila, y si no me equivoco, no tardarás mucho. Ahora vámonos a ver
lo que hace Clara; ven, le llevaremos estos libros tan hermosos.
La
abuela cogió a Heidi de la mano y la condujo a la sala de estudio.
(…)
Había
transcurrido desde aquel día, poco más o menos, una semana, cuando el profesor
pidió permiso para ver a la señora Sesemann, pues deseaba tener con ella una
conversación acerca de un hecho muy singular. La anciana señora lo recibió y le
tendió amistosamente la mano cuando entró.
—Querido
señor profesor, sea usted bienvenido —le dijo, y siéntese aquí a mi lado.
Dígame lo que le trae aquí. ¿Nada grave, ninguna queja, espero?
—Al
contrario, señora —empezó el profesor—, ha sucedido algo que en modo alguno
podía yo esperar, algo que sorprendería a cualquiera que estuviera al corriente
de lo acontecido con anterioridad, pero es preciso convenir que según las
reglas de la lógica esto era completamente imposible, aunque, sin embargo, ha
ocurrido y del modo más maravilloso, cosa que precisamente está en contra de lo
que cabía esperar…
—¿Es
que, por casualidad, Heidi ha aprendido a leer, señor profesor? —le interrumpió
la señora Sesemann.
El
profesor la miró, mudo de estupefacción.
—Realmente
es algo maravilloso —dijo al fin—, no sólo porque después de todas mis
detalladas explicaciones y el trabajo extraordinario que me había tomado, la
niña no había podido aprender el abecé, sino que ahora lo ha aprendido en tan
poco tiempo, precisamente en el momento en que yo había decidido renunciar a
las explicaciones para enseñarle las letras sin más. Ella ha aprendido a leer,
por decirlo así, de la noche a la mañana, y esto con una corrección que raras
veces se encuentra en los principiantes. Y lo que también me parece muy
notable, señora, es que usted haya considerado como probable un hecho cuya
realización parecía tan imposible.
—Muchas
cosas extraordinarias pasan en la vida —respondió la señora Sesemann sonriendo
satisfecha— Hay también con frecuencia felices coincidencias; el encuentro de
dos hechos, como, por ejemplo, un nuevo afán en el discípulo y un nuevo método
por parte del maestro; ambas cosas tienen indudablemente algo bueno, señor
profesor. Ahora ya podemos alegramos de los progresos de la niña y esperar que
continúen.
Y,
al decirlo, acompañó al profesor hasta la puerta y luego se apresuró a acudir a
la sala de estudio para convencerse por sí misma de la buena noticia.
En
efecto, Heidi estaba sentada al lado de Clara y le leía un cuento. La niña misma
parecía sorprendida de lo que le sucedía e impaciente por adentrarse en aquel
nuevo mundo que se abría ante ella, ahora que las negras letras se animaban para
convertirse en seres y cosas y contaban historias apasionantes.
Por
la noche, al sentarse a la mesa, Heidi encontró sobre su plato el gran libro
con las hermosas láminas. Elevó hacia la abuela una mirada interrogante
y
la anciana le respondió con una sonrisa.
—Sí,
ahora es tuyo.
—¿Para
siempre? ¿Aun cuando vuelva a los Alpes? —preguntó Heidi, roja de alegría.
—Sí,
naturalmente, para siempre. Mañana empezaremos a leerlo.
—Pero
tú no volverás a los Alpes, todavía, ¿verdad? Hasta dentro de unos años — Pero
tú no volverás a los Alpes, todavía, ¿verdad? Hasta dentro de unos años
—exclamó Clara— debes quedarte conmigo para que no esté tan sola cuando la
abuelita se marche.
En
su habitación, antes de quedarse dormida, Heidi hojeó su hermoso libro; y a
partir de aquel día, su más preciada ocupación consistía en leer y releer sin
cesar las narraciones con las hermosas láminas en color. Y para ella los
momentos más felices eran cuando, por la noche, la abuela le decía:
«Ahora
Heidi nos leerá un cuento», porque ya leía corrientemente y al hacerlo en voz
alta, las historias le parecían aún más bellas y más emocionantes. Y luego, la
abuela explicaba y contaba muchas cosas más.
La
historia que Heidi prefería a todas las demás era aquella de la lámina en que
se veían los prados verdes con el pastor en medio de su rebaño, apoyado en su
bastón con cara alegre; guardaba la manada de su padre y le gustaba seguir y
correr detrás de las divertidas ovejas y cabras…”
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