Laura Ávila y Jorge Grubissich:"Escribir es una experiencia de vértigo y libertad "

Imperdible, la charla con Laura Ávila y Jorge Grubissich no pudo haberse hecho esperar más. Libro de arena publica la segunda parte de la entrevista realizada el 11 de noviembre de 2013 por Mario Méndez, en La Nube, como parte de "Los encuentros con autores de literatura infantil y juvenil". En esta oportunidad los autores hablan de sus proyectos, del proceso de escribir, de los tiempos de la escritura, de las condiciones que impone, de la organización de la tarea, de las notas y apuntes y borradores. También revelaron cuáles son sus autores favoritos, de literatura infantil y de la de adultos, y las influencias que reconocen. Para finalizar cada uno compartió la lectura en voz alta de un fragmento de su obra.




MM: ¿En qué proyecto andan? Grubi… vos primero.

JG: Yo tenía una novela pedida por una editorial, está prácticamente terminada. Después se la pasaré a Mario para que me la destripe…  (Risas). Tengo otra novela que presenté al premio Norma, esa editorial que se convirtió en una editorial de literatura infantil, por el mismo proceso del que hablamos. No importa que haya tenido un fondo editorial descomunal. Ahora tiene un premio de literatura infantil y juvenil que es hasta los dieciocho años. Presenté una novela para dieciséis años. Esos son los dos proyectos. Una novela apenas terminada. Hasta que no termine estos no tengo más proyectos.

MM:¿Y vos, Laura?

LA: Yo tengo muchas ideas y muy poco tiempo para llevarlas a cabo. Quiero escribir un libro que sea de leyendas argentinas. No necesariamente tiene que ser histórico, sino que tiene que rescatar ese clima que tienen del interior. Las leyendas son como la única cosa que va pasando de generación en generación, y resiste el paso del tiempo. Siempre me atrapó eso por mi abuela que es tucumana y ella tiene esas ideas. Te asustaba, realmente cuando te contaba. Y estaba lindo aterrarse un poco. Y me gustaría reproducir eso para que lo lean los pibes y se enganchen. Y estoy con el proyecto de San Martín, y escribiendo una novela que pasa en el Delta. Estoy con las tres cosas al mismo tiempo. Pero cuando me decida por una punta voy a ir con eso.

MM:¿Podés escribir tres cosas a la vez? 

LA: No. Lo que puedo hacer (que lo hago) es tomar apuntes. Tengo un cuaderno en el que voy anotando las cosas que se me van ocurriendo. Cuando ya tengo bastante material como para encarar un proyecto, largo todo lo otro y me pongo a escribir eso.

MM: ¿Con una cierta disciplina o así a lo bestia?

LA: Con disciplina. Yo no puedo escribir a lo bestia. Trato de escribir todos los días un poco. Igual, a veces tengo que viajar o hacer otras cosas y esa disciplina se va quebrando un poco… y entonces después tengo que trabajar a lo bestia. Pero lo ideal sería poder tener esa disciplina de todos los días. Aunque sea un rato.

MM: Después de un rato ya se agota, ¿no?

LA: Es como una música que se escucha y de repente para. Creo que a la mañana se escucha más fuerte esa música. Después hay que dormir la siesta. Y después te agarra el segundo aire a la noche.

MM: Grubi, ¿cómo es tu rutina de trabajo?

JG: Es caótica. Un día puedo escribir seis horas seguidas, de las seis a las doce o de las ocho a las dos de la mañana. Siempre en ese tramo. Otro día quizá no escribo una letra. Porque tengo trabajos pendientes o porque no tengo ganas. Cuando estoy embalado en algo, sé que de las últimas dos o tres horas de lo que escribo, al día siguiente serán, no tachadas, sino corregidas. Esto hace que vaya haciendo todo el tiempo una versión corregida.

MM: ¿En la segunda parte de la jornada baja la calidad?

JG: A medida que se llega a las diez de la noche, o las once, baja la calidad. No naturalmente. Es un caso más fisiológico (risas). La ceremonia de escribir siempre merece ritos. Por ejemplo una copa de vino. Todo se degrada hacia la medianoche (risas) y al día siguiente sé que la última hora va a ser profundamente revisada. (Risas).

MM: Una parte del escritor desgarrado sigue…

JG: Por supuesto.

MM: Bueno, antes de invitar a Jorge y a Laura a que nos lean algo, abro a las preguntas del estimado público. ¿Qué se les ocurre? ¿Qué les quedó en el tintero?

P: Quería preguntarles si arrancan con una idea global y luego van hacia los detalles o no. ¿Qué estilo tiene cada uno?

JG: Siempre tengo que empezar yo… (Risas). Lo mío es absolutamente inescrutable. A veces empiezo por el título, a veces tengo el final y voy para atrás, a veces tengo el principio y me gusta meterme en problemas con el argumento. Creo que si tuviera una mecánica más de trabajo, perdería gran parte del vértigo que genera esta actividad. Hay una suerte de cornisa que es la que justifica esta suerte de obsesión inútil. (Risas). No tengo un plan muy claro. Cada proyecto se define de una manera particular y voy descubriendo cómo a medida que lo voy pensando.

LA: Está bueno trabajar así, porque sos más libre. Es lo mejor. Tener mucho tiempo  e ir viendo adónde te lleva la historia. A mí me gusta más ese estilo, pero a veces tengo que ordenarme. Porque yo soy muy despiolada. Entonces escribo un guión, como si fuera el de una película. Son, por ahí, diez páginas de tratamiento en las que cuento lo que va a pasar. También anoto cosas de los personajes.

P: Pensás en los personajes y después en la interrelación…

LA: Claro. Va surgiendo la historia. También hay cosas que van apareciendo en el camino. El tema de La Rosa del Río, es una mezcla de cosas. Se mezcla la medicina del pasado con las Invasiones Inglesas y de pronto aparece un método para vacunarte contra la viruela, dentro del libro. Eso me apareció leyendo papeles en el Archivo General de la Nación. Hablaban de un barco que se llamaba La Rosa del Río, y eso empezó a mezclarse con otra historia, que en realidad me habías pedido vos, Mario. Esa fue la que más libre pude trabajar porque tuve un año para imaginar cómo podía pasar. Me apareció un personaje, que era Umbapa, un esclavo, que se apareció ahí y no podía sacarlo. Me di cuenta de que tenía que estar y fue quedando.

MM: Pero los negros probaban las ampollas… ¿o eso es invento tuyo?

LA: No, no. ES verdad. La vacuna de la viruela es el Cow pox, que es lo que tienen las vacas. De las ampollas que tenían algunas vacas sacaban el suero para hacer la vacuna. Entonces, como antes las cosas no estaban pasteurizadas como para transportar la vacuna, las portaban en vidrios –donde se secaba en seguida-, o en negros. Y después vacunaban a los demás con eso. El personaje de Umbapa, pobre, es una especie de vacuna gigante que anda para todos lados con eso. Al final se resuelve la historia. Pero bueno, después, investigando más… ¿vieron el Hospital Muñiz? Muñiz, el médico, vacunaba contra la viruela y tenía una hijita. Le dio una dosis grande y la nena murió. Había que ser muy valiente para ser médico y para ser paciente en ese momento. No tenían mucha idea de lo que estaban haciendo. Me parece que hoy tampoco… eso también es una reflexión. Ahora uno va, se vacuna, toma un terrón de azúcar, y todo avanzó. A los chicos les encanta eso del pasado, les parece súper truculento y les encanta.

MM: Era así, a cuchillo.

LA: Sí, venían con un cuchillo, te hacían un tajo y así vacunaban. Y estaba bien. ¿Cómo empezó esa historia? Por Mariano Moreno, que había tenido viruela a los ocho años y casi se muere. A partir de ahí voy inventando tratamientos, voy inventando la historia.

P: ¿Cómo empezaste? ¿Vos sos profesora de Historia?

LA: No, eso es lo más loco. No soy profesora de historia. Yo me llamaría investigadora. Me gusta mucho leer. Cuando leo una novela histórica de otro, quiero tirarle de los hilos. Veo de dónde está sacada cada cosa y me cuesta mucho concentrarme en la lectura de una novela histórica de otro. Me pasó al leer a Andrés Rivera, que a mí me encanta. La revolución es un sueño eterno, tiene justamente eso de no agarrar nada de ningún lado. Él leyó todo lo que pudo, se documentó, y después escribió lo que quiso, lo que pudo, lo que le salió. Y me parece que en eso está la verdad histórica de la novela. Y me encantó. Lo que no me gusta es cuando agarran párrafos de Groussac y los ponen adentro de la novela. O de Mitre. Y los ponen sin comillas. Me genera un rechazo, muchos discursos mezclados de formas de escribir de otros. Yo trato de seguir el modelo de Andrés Rivera,…

P (la autora Alejandra Erbiti): Ya que lo mencionás quería preguntarte, porque yo estoy como enamorada de Rivera, ¿hay algún pasaje que vos digas que te encantó? Yo tengo mi preferido…

LA: A mí, de La revolución es un sueño eterno, me encanta el capítulo en el que él va a ver al negro que era pescador y que le faltaba una pierna. Y están los dos hablando y ahí Castelli se entera de que había perdido la revolución. Cuando el negro le prepara la comida y le deja el pescado. Esa parte en la que Castelli llora, me parece que es la revolución perdida. Se está hablando de esto, de lo que nadie había hablado antes. Y me parece genial. Ese libro me parece genial. Yo quiero escribir así, pero no quiero transmitir esa sensación de derrota al lector niño. Porque tengo cuidado. Si fuera para adultos, sería totalmente derrotista, pero el tema es que al niño hay que buscarle lo que Castelli quería decir, en lugar de lo que se calló. Ese, para mí, es el modelo de novela histórica.

AE: A mí me sorprendió una escena maravillosa que tiene su correlato al final, y es cuando te muestran la batalla. Uno la ve en las películas o la lee en los libros y parece algo limpio (a pesar de que hay sangre), y en esa escena en la que se describe la batalla hay un soldado que se caga encima. Está lloviendo, el dolor, hace un frío terrible, hay olor a bosta de caballo, olor a sangre y el soldado está ahí y el tipo le dice: “No hay problemas. No te va a dar vergüenza…”.

LA: La revolución no se hace con aroma a flores.

AE: ¡Claro! Y el tipo llega a la casa de una mina que curtía con él, y la mina no está, porque está no sé en dónde, y lo atiende la negra, y lo baña. Llega con un olor espantoso, ensangrentado, victorioso, y la negra lo limpia en todos los sentidos posibles y le hace una sopa. Después de mucho tiempo, cuando él, el vocero de la Revolución está con un cáncer de lengua, y lo recibe la dueña de casa que es la que curte con él y se entera de que había echado a la negra por una pavada. Esa negra que le había devuelto el alma después de la batalla. Y cuando la mina termina de hablar contando la experiencia con la negra, él le escupe una flema espantosa del cáncer que tenía, en la pantorrilla y le hace un gesto con la mano. Eso que empieza en la escena maravillosa de él llegando enmierdado, con olor a sangre, todo mojado, muerto de frío, muerto de hambre, de pánico… que es lo que los hace humanos, tenían miedo.

LA: Tal cual. Yo creo que la novela esa es verdadera porque cuenta esa valentía de tener miedo. La conversación con Moreno cuando están en la fonda y Moreno le dice: “Nosotros no somos nada”, me pareció la frase más increíble para hacerle decir a Moreno. Esa novela me encanta por eso. No se agarra de ningún texto. No está recreando nada. Está contando lo que está pasando ahora, pero desde ese pasado supuesto…

AE: O cuando Belgrano le dice que a los muchachos los tiene ahí, muertos de hambre y de frío, que les tira tabaco. Y putea. Y realmente vos ves dos hombres comprometidos con una causa.

LA: Es mejor que cuando se  intenta recrear un lenguaje. Cuando yo escribo no trato de recrear el lenguaje de nada. Mis novelas son bastante modernas en la forma de hablar. Yo quiero que se entienda como algo que está vivo. Y creo que la novela de Rivera tiene eso.

P: ¿Tienen autores infantiles que los hayan marcado?

LA: A mí me gusta mucho la literatura infantil sueca. Me gusta Astrid Lindgren. Tiene un libro de bandidos, que se llama Ronja, la hija del bandolero, y es la historia de unos nenes que son ladrones de bandas opuestas, y entonces los echan de cada banda porque son amigos y arman una tercera banda. Está tan bien escrito… y es como que a ella no le importa nada y escribe cosas de su infancia, cómo era su pueblo en Suecia… una cosa que es costumbrista y a la vez trabaja tan bien los personajes. Y también María Gripe, que tiene nombre de virus, es sueca también y tiene un libro que se llama La hija del espantapájaros, genial, que cuenta la historia de una nena que nunca conoció al padre. Entonces se lo imagina como el espantapájaros que tienen en el fondo de la casa. Es un libro muy poético, y a la vez, todo el tiempo va pasando algo. Esa mezcla tan sutil y tan bella para escribir, para ir a la vez contando una historia, me parece increíble y la amo.

MM: ¿Y vos, Grubi?

JG: En realidad mis influencias ya fueron de literatura adulta. Yo sabía que Mario hacía algo raro, que era escribir para pibes, pero yo estaba en otra dimensión, por supuesto (Risas). Como mi objetivo era escribir literatura adulta, leía, generalmente, literatura latinoamericana, y después, la lectura de literatura infantil, cuando descubrí que había un camino que yo también podía recorrer, fue muy caótica también. Todo lo que está en esta mesa lo he leído. O casi todo. Lo de colegas que están próximos, otros que debo leer mal que me pese por trabajar de editor. Lo primero que yo conocí fueron las aventuras de Sherlock Holmes, los cuentos y las novelas. Escribiendo esta última novela redescubrí unos libros con las aventuras de tres investigadores adolescentes. Son “Misterios de tal o cual cosa”. Yo tuve tres libros de ellos. Ahora me enteré de que hay como cuarenta. Creo que es la primera lectura auténticamente infantil que yo tuve. Después, la biblioteca de mis padres…

MM: ¿Y no te acordás del nombre?

JG: En general no es un solo autor, pero el primero fue guionista de Hitchcock, al punto de que el que hace la introducción de estos libros de tapa dura, con un lenguaje totalmente despreciable, es Hitchcock, o por lo menos alguien que firma como si fuera él.



MM: Bueno, ahora sí, los invito a leer porque ya nos tenemos que ir. ¿Quién empieza?

JG: Es que no sé cuál es la extensión de lo que uno tiene que leer…

MM: Hasta las once de la noche… (Risas). No, leé una o dos páginas. Contá qué trajiste…

JG: Yo traje esta última novela, que es un policial sencillo. Ingenioso, tierno. La relación es entre un abuelo y un pibe, y el abuelo le cuenta historias una vez a la semana. Paralelamente, como debe ser, se ven envueltos en una historia policial que los lleva a finales inesperados. En ese contexto están escritos estos dos capítulos. Y hay otro, porque todo esto tiene vasos comunicantes… Con Mario hicimos un libro, junto con Hernán Carbonel, que son tres ficciones en torno de determinados pueblos originarios. Ahí, el marco de la historia policial cae abolido por el tema y el enfoque. La segunda cosa que traje es una novela histórica, si se quiere. Sobre un telón de fondo absolutamente comprobable, y mucho más próximo, porque siempre me interesó mucho la historia del exilio interior. Aquellos que sin tener un a organización detrás que los pudiese llevar a México, o a París, o a España, o a Suecia, tenían que rebotar de pueblo en pueblo, por el interior. Acá el personaje es un pibe de dieciséis… Hubo desaparecidos de catorce, de quince, de manera que me pareció interesante la historia de un pibe que por una confusión, termina forzado a huir de un pueblo a otro y descubriendo que lo que le había pasado en Buenos Aires, un secuestro frustrado, pasaba en todo el país. Va a Chivilcoy, que depende de la subzona de Junín. Va a Entre Ríos… va trabajando de un lado a otro esperando que la dictadura se termine, para volver a su colegio interrumpido, a su noviazgo que quedó frustrado porque a su novia se la llevan los padres a París, bueno… también tiene un contexto histórico. Leo un par de capítulos de la novela infantil y uno de la otra. Esto es del comienzo de Las ventanas de la oscuridad, que publicará Salim:
1
Nunca creí que fuera capaz de aguantar tantos golpes. Tal vez soportaba de ese modo porque yo estaba delante suyo, tan atado como él, o tal vez era más duro de lo que yo nunca hubiera imaginado. Es más: tenía la fortaleza necesaria como para sonreír, demostrando que por más que le pegaran no le sacarían ni una palabra. Yo creo que en esos momentos él estaba tan  asustado como yo, pero no era a ellos a quienes les escondía el temor, sino a mí. Yo no tenía idea de cómo iba a terminar esto, pero estaba seguro de que, sin importar lo que pasara, terminaría mal.
Sin duda ya les había colmado la paciencia, porque uno de ellos sacó una manopla, que le arrancó un destello dorado a la penumbra, y se la calzó lentamente en la mano. Por toda respuesta recibió un risueño gesto de “mirá vos el juguetito del nene”, y seguramente habría resistido más golpes si el matón, harto, no hubiera girado sobre sus talones y, dirigiéndose adonde yo estaba como infortunado espectador no me hubiera agarrado de los pelos, acomodándome la cara para el primer golpe.
—¡¡Al chico no!! —gritó el abuelo.
El de la manopla se dio vuelta, aún sosteniéndome del pelo. Yo no podía parar de temblar.
—Lo que quieras, te digo lo que quieras..., pero a Santiago no lo toques...
2
Las aventuras policiales eran algo de los miércoles a la tarde, hasta la hora de cenar. El abuelo se calzaba la boina, que decía que lo hacía sentir más abuelo todavía, y se largaba a contar. Y no mentía, con la boina parecía más mayor, pero no mucho, porque mi abuelo Joaquín es un abuelo muy joven. Hace poco me contó que cuando la abuela le dijo que quería tener hijos apenas se casara, y se casaron teniendo veinte años cada uno, a él la idea no le gustó nada. Después descubrió que de esa manera, cuando su hijo, que es mi papá, tuvo mi edad, doce años, él había cumplido solo treinta y tres. Como la diferencia de edad no era tanta, no solo eran padre e hijo, sino también muy buenos amigos.
Sin duda papá lo sintió así, y le gustó tanto, y cuenta que fue tan feliz, que hizo lo mismo que el abuelo. Ahora el abuelo tiene cincuenta y tres años, la misma edad que algunos de los padres de mis compañeros de colegio. A veces me va a buscar, y las maestras suelen saludarlo pensando que es mi papá. Cuando les aclara que es mi abuelo, quedan muy sorprendidas, y no falta alguna que responda a su sonrisa con otra, acompañada de un lindo gesto de aprobación. En esas ocasiones el abuelo sigue sonriendo, varias cuadras, y me lleva del hombro como si fuéramos compañeros de aventuras, ya no policiales sino sentimentales. De las sentimentales no compartimos ninguna, todavía. Policiales solo una, porque pasó lo que pasó, y ojalá nunca hubiera pasado”.
(Aplausos).
JG: Muchas gracias. Este es el capítulo 11  de Piedra libre, novela juvenil, un poco más duro:
“Me tomé una semana para pensar en lo sucedido, en lo que podía suceder. Pero pronto me olvidé del episodio, o lo reemplacé por lo que realmente me preocupaba y me dolía: esos quince mil kilómetros que de repente habían aparecido en mi camino. Como un mamut tendido en medio de la calle, una calle que le quedaba chica y en la que ya no quedaba ningún resquicio para pasar del otro lado, para seguir adelante. Sabía que iba a recibir una carta, no una llamada porque eso representaba mucha plata y sus padres no eran gente adinerada, pero no sabía cuánto podía demorar. Aunque me había dicho que me iba a escribir a diario, me imaginaba a solas, cambiando el entusiasmo de una carta por todas mis ganas de tenerla junto a mí (ganas de novio de casi toda la vida pero también de varón, en una mezcla rara de protector y protegido), y me sentía un pobre diablo. Incluso una llamada, comparada con la intimidad que habíamos construido, y que en los últimos meses se había mitigado pero sólo por culpa de los miedos ajenos (los míos aún no habían llegado, si bien llegarían muy pronto), sería un consuelo que no me calmaría en lo más mínimo. Era impensable viajar a París, para encontrarme con ella. No tenía pasaporte y era menor. Sólo podía esperar que esta situación durara poco, para que volvieran pronto. Duró demasiado.
Y como si la melancolía pudiese manejarse del mismo modo que lo hubiera hecho antes, en ese país distinto en el que habíamos vivido, no tuve ningún recelo, a la salida del colegio, en salir a dar vueltas sin rumbo. Tras un largo rato, resolví caminar las pocas cuadras que me separaban del Parque Lezama, ese parque donde varias veces habíamos ido a pasear con Paula, tomados de la mano, confiados en que juntos nada podría pasarnos. Nada mejor para sufrir que acercarme a cada lugar donde nos habíamos besado, donde nos habíamos sonreído, donde nos seguíamos enamorando, durante casi toda una vida, desde hacía casi toda una vida.
            Al llegar a la esquina de Brasil, la oscuridad de agosto ya poblaba muchos de los rincones del parque. Era tarde para todo, o para casi todo. Había un buen lugar para que el paseo tuviera un final apropiado. Una sola vez habíamos entrado en el Británico. Sabíamos que era un café con prestigio, y teníamos previsto, porque nos habían empezado a interesar esas cosas, ir juntos a desayunar a La Paz, y al Ramos. La Paz se llenaba de personalidades, nos habían dicho, y el Ramos, que parecía más un almacén que un café, se llenaba más bien de policías, porque las personalidades que se reunían allí eran de otra clase. Pero a la mañana nada tendríamos que temer, y nadie nos diría que aún nos faltaban un par de años para tener derecho, no a participar, sino a estar cerca de esos círculos, de esas mesas colmadas de ceremonias secretas, donde se desentrañaban misterios que todavía ni siquiera imaginábamos, secretos protegidos de los vulgares mortales por el humo de cientos de cigarrillos.
            Sin embargo ese atardecer, en el Británico, había poca gente. Dos o tres solitarios, una parejita en los reservados… Incluso pude sentarme en la misma mesa que habíamos ocupado juntos, en el rincón junto a la puerta, del lado de Defensa, en la misma silla y frente a donde ella, naturalmente, no estaba. Esperaba mi café, que había pedido puro y bebería sin azúcar, sólo para sufrir mejor, pero la realidad tenía otros planes. Reinaba una gran tranquilidad, y pasé de la satisfacción a la curiosidad cuando, al mirar con atención las dos esquinas, entendí lo que pasaba. O lo que no pasaba: no pasaba ningún colectivo, de las varias líneas que tenían parada ahí, pero tampoco ningún coche, ninguna moto… No sólo yo lo había notado. La parejita también, y movían la cabeza a uno y otro lado, muy inquietos. Recién un tiempo después entendería por qué: sabían lo que sucedía, y habían tenido la mala idea de sentarse lejos de las puertas.
Al estar todo tan quieto, tan fuera del tiempo y en un espacio casi privado, me llamó todavía más la atención ver un automóvil saliendo del Parque Lezama, cruzando lentamente la calle y subiéndose a la vereda para bloquear totalmente la puerta de la esquina, a centímetros de mi nariz. Otro vehículo apareció de repente por Brasil, doblando a toda velocidad y frenó con un chirriar de cubiertas junto a la puerta pequeña que daba a Defensa. La melancolía de mi solitaria ceremonia se convirtió en una secuencia siniestra. Eran dos Ford Falcon verdes idénticos, llenos de ocupantes que también parecían hechos con el mismo molde: corpulentos, de pelo muy corto y bigotes, y con grandes lentes negros, poco apropiados para un anochecer casi completo. Primero entraron dos por la puertita de Defensa, sin dar explicaciones a nadie, y se dirigieron resueltamente hasta donde estaba yo. Por un momento pensé que me estaban buscando a mí, pero enseguida vi que el flaco de la parejita, no mucho mayor que yo, intentaba escabullirse al baño, adonde no llegó a entrar, porque los dos policías, o lo que fueran, pero de civil, lo agarraron y de los sobacos lo sacaron del bar, impidiéndole forcejear, sin llegar a decir nada.
La chica, visiblemente aterrada, escribió con una mano temblorosa algo en una servilleta, me miró directamente a los ojos (yo era el más próximo y el más joven allí) y antes de pararse la hizo un bollito y la dejó en la mesa, de modo que yo la viera hacerlo. Detrás de la silla intentó ocultar la cartera. Se alejó unos pasos, también rumbo al baño, y dos de los que estaban en el Falcon a mi lado entraron al bar y al baño de damas, sin ningún miramiento y muy alterados. Luego de un eterno momento la sacaron violentamente, inclinada hacia adelante, sollozando, con un brazo en su espalda y agarrada de los pelos. La metieron en el asiento de atrás del automóvil, y no entendí exactamente qué hicieron con ella (ya me enteraría), pero no la vi más. Uno de estos hombres se bajó del asiento delantero, fue hasta la mesa, agarró la cartera de la chica y al salir me miró, por encima de los lentes, sacándome todo el aire del pecho. Pensé en recordar la patente, pero estaba cortada por la mitad, horizontalmente, y no permitía entender el número. Se fueron como si los corriera el diablo y un minuto después aparecieron los primeros coches, los primeros colectivos, y todo volvió a la normalidad. Todo menos yo, que fui hasta la mesa, agarré el bollito de papel…
            Cuando vino a cobrarme, el gallego me dijo, apenas: “No te metás, pibe”. No pude explicarle, porque no sabía qué quería decir, que ya me había metido, que ya estaba adentro”.
 (Aplausos)

MM: ¿Y vos Lau? ¿Qué nos vas a leer?

LA: Un cuento de estos, de Escondidos. Hay uno de Sarmiento… otro de Belgrano chico…

P: Yo quiero el de Belgrano.

LA: ¿Querés el de Belgrano chico? Se llama Los indianos. ¿Ustedes saben que Belgrano, y Pío Tristán fueron juntos a la Universidad de Salamanca? Belgrano tendría dieciséis años y Pío Tristán, que era un general realista, catorce. Él vivía en Lima, y como tenía mucha plata lo llevaron a Salamanca para que estudiara, y también hizo la carrera militar, porque en España a los siete años ya eras cadete militar. Y Pío era militar de Carrera. Cosa que Belgrano no, porque él había terminado acá en el San Carlos, y se fue a estudiar a España, pero no era militar. Ellos tenían problemas porque eran americanos. En Salamanca había muchos europeos, y a la gente que venía de América les decían “indianos”. A veces lo usaban como insulto. Este cuento es de 1786.

Los indianos
“Manuel corrió descalzo hasta alcanzar el patio de los estudiantes. Se paró para tomar aliento y ver si todavía lo seguían. No distinguía gran cosa en la oscuridad.
-¡Indiano! –le gritaron– ¡Te raparemos sin hacer espuma!
Manuel se refugió tras la estatua de Fray Luis de León que había en un ángulo poco iluminado.
En el patio aparecieron tres de los estudiantes mayores. Venían en su búsqueda para bautizarlo, ahora que había entrado en la universidad de Salamanca, en pleno corazón de España. Pero Manuel no quería ningún bautismo, y menos de esos tres que ahora estaban jugando con una navaja.
–¿Cómo quieres que te recortemos las patillas?
Las risas duras de los estudiantes sonaron en la noche. En ese momento salió la luna y la sombra delgada de Manuel se proyectó en las baldosas.
–¡Ahí está!
Los tres mayores no le dieron tiempo a huir: lo derribaron de una zancadilla y lo agarraron del pelo. Manuel trató de zafarse tirando patadas.
En el fondo, casi contra la muralla de la universidad, apareció un chico de primer año rumbo a la letrina. Estaba en camisa de dormir y al ver lo que estaba pasando se detuvo en medio del patio con cara de nada. Entre las manos llevaba una bacina.
–¡Largo de aquí!- se envalentonó el de la navaja.
El chico de la bacina se acercó a paso lento. Manuel, desde el piso, vio que la tenía llena hasta los topes.
–Me voy cuando yo quiero –dijo–.  Estás hablando con el subteniente Pío Tristán.
–Estoy hablando con otro indiano, aunque tenga galones.
Los mayores se echaron a reír. Pío Tristán se puso rojo. Con un gesto rápido tiró el contenido de la bacina en la cara del de la navaja y le dio una patada que lo desarmó. Tuvo tiempo de pegar dos o tres bacinazos sobre las cabezas de los agresores, hasta que estos soltaron a Manuel y se dieron a la fuga.
Manuel se tocó los cabellos para ver si todavía los tenía. Pío Tristán lo contemplaba sin emoción, como si nada hubiera pasado.
–Al menos te ahorraste el camino hasta la letrina –dijo finalmente Manuel.
–¡Qué acento raro tienes! –dijo Pío Tristán.
–Es de Buenos Aires. ¿Y vos, de dónde sos?
–Nací en el Perú, pero soy buen español.
–¿De verdad sos subteniente? –dijo Manuel incorporándose.
–Soy soldado desde los siete años. Ahora cumpliré catorce.
–Yo voy a cumplir dieciséis. Me llamo Manuel.
–¿Manuel qué?
-Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano.
–¿Qué clase de nombre es Corazón? Venga, Belgrano estará bien para nombrarte.
***
En Salamanca hacía furor el billar. Los mejores jugadores eran alumnos de la universidad, y tenían gran reputación entre sus compañeros.
Apenas Pío le enseñó a jugar, Manuel descubrió que se podían calcular los golpes del juego a través de operaciones matemáticas. Con eso empezó  a ganar bastantes partidos.
Se iba acostumbrando a Salamanca, pero extrañaba mucho su tierra americana. Así se lo confesó un día a Tristán en la casa de billares, pensando que Pío compartía ese sentimiento. Pero Pío Tristán lo miró como si se hubiera vuelto loco:
–¡España es nuestra verdadera casa, Belgrano! América es una colonia española.
–Sí, pero mis padres están ahí.
–¿Y qué? Cuando sea mayor viviré aquí y nadie recordará que nací en el Perú.
–¿Dónde queda el Perú? –dijo una vocecita a sus espaldas. Era Iris, la moza de la casa de billares, una chica muy linda que servía anís.
–Muy lejos –dijo Tristán, terminando la conversación.
***
Esa noche los dos volvieron tarde de la casa de billares. Encontraron cerradas las puertas de la universidad y tuvieron que escalar la muralla para aterrizar en el patio.
Había algunos alumnos mayores fumando junto a la estatua.
–¡Mirad! ¡Ahora caen indianos del cielo! –dijo uno.
–La próxima vez te caeremos en la cabeza –dijo Manuel, mientras Pío le mostraba los puños. Si bien los miraron con bronca, no se atrevieron a meterse con ellos. Los dos juntos imponían respeto. Manuel tuvo una sonrisa de pura satisfacción, pero la cara  de Pío estaba sombría.
Los dos llegaron al cuarto y se  acostaron. Alrededor, los otros dormían.
–Belgrano –dijo Pío en la oscuridad–. ¿Qué me dices de la chica de los billares? ¿Te gusta?
–No sé.
–Entonces, apártate, porque la quiero para mí.
–Tendrías que preguntarle a ella su parecer –dijo Manuel, algo molesto.
–Ella te preferiría a ti.
–¡No sé!
–Nunca sabes nada. Eres un crío, un niño de mamá que extraña su estúpida aldea.
–Al menos quiero algunas cosas. Vos siempre estás demostrando que todo te importa un bledo, Pío.
–¡No me llames Pío! ¡Yo soy el subteniente Tristán! –gritó el chico, despertando a sus compañeros de cuarto. Agarró sus mantas y se fue hasta el final del pasillo, despojando al de la última cama para estar lo más lejos posible de Belgrano.
***
Toda Salamanca se dio cuenta enseguida de que los indianos ya no eran amigos. Esto inició una época muy mala para los dos: a Belgrano lo raparon a cero y a Pío le llenaron las botas de pis. Manuel hervía de rabia, pero solo no podía defenderse. Siempre eran más, siempre le estaban recordando su condición de extranjero.
Un día se organizó un torneo entre todos los alumnos de Salamanca. El premio era una placa de marfil con los colores de la universidad.
Manuel se entrenó especialmente. Sabía que si ganaba ese torneo, iba a ganarse el respeto de todos.
La noche del torneo la casa de billares estaba repleta. Manuel comenzó a jugar con una precisión casi sobrenatural, hasta que sólo quedaron concursando él, un alumno de Teología y Pío Tristán.
Iris paseaba entre las mesas sin perderse detalle de la contienda.
El alumno de Teología perdió y Tristán y Belgrano se encontraron frente a frente.
Pío tiró primero: tenía una puntería terrible. Manuel pensó que sería un feroz soldado, con esa mirada asesina y certera. Pero Pío quiso ganar enseguida y el taco se le resbaló de entre los dedos.
Belgrano no perdonó. Lentamente, pero con tiros seguros, dominó el partido.
Cuando hizo la carambola final, todos estallaron en aplausos, tirando al aire sus gorras. Iris se acercó hasta él y lo besó. Era el primer beso que le daban a Manuel.
Tristán salió de la casa de billares sin darle la mano, siquiera.
Pero Manuel, a pesar de su victoria, no se sentía contento. Así que salió tras Pío y lo encontró en la calle, sentado en el cordón de la vereda.
Se sentó junto a él y le ofreció la placa del premio:
 –Es tuya. Vos me enseñaste a jugar.
–Venga, no seas estúpido. La has ganado tú –dijo Pío.
–Sí, pero no la quiero. No quiero ganarle a nadie acá.
–No te molestarán, los has conquistado. Ahora eres un español, como ellos.
El tono de Pío era amargo. Belgrano entendió que él también, a su modo, se sentía perdido lejos de su casa.
–Yo prefiero ser un indiano, Pío –le dijo–. Los indianos… Los americanos, tenemos que estar juntos. Pase lo que pase. Es la única forma de que nos dejen en paz.
Tristán lo miró. Belgrano estaba serio, sentado bajo los faroles de la calle. Lentamente tomó la placa de manos de su amigo, y se quedó mirando sus colores.
–Eres un sentimental, Belgrano –dijo al fin.
–Mi segundo nombre es Corazón.
Pío Tristán se rió. Era la primera risa sincera que Manuel oía desde que había llegado a Salamanca. Y de repente comprendió por qué. Porque era una risa parecida a la suya, una risa nacida y criada en América, esa América que para bien o para mal los estaba esperando”.
 (Aplausos)

MM: Todos los cuentos terminan con una nota y esta dice: “Manuel Belgrano y Pío Tristán realmente  fueron compañeros de estudios.  Amigos durante muchos años, la vida adulta volvió a separarlos. Belgrano fue general de las fuerzas de la revolución de mayo. Pío Tristán fue general de los realistas. Las tropas de los antiguos condiscípulos se enfrentaron en las batallas de Salta y Tucumán”.

Muchas gracias por todo. El lunes que viene nos visitan Martín Blasco y Nicolás Schuff. Los espero. (Aplausos).

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