La tragedia de ser
Transformado, extrañado, confinado, aislado, lacerado. ¿Qué más habría que atravesar para sentirse en la antesala del infierno de la pérdida de identidad? Falta la imposibilidad de comunicarse para que un ser se desdibuje por completo y caiga en el oprobio de la deshumanización. Libro de arena publica el comentario de un lector, una impresión de lectura sobre La metamorfosis de Kafka, para cerrar la semana dedicada al pequeño genio de Praga.
Por Gervasio Levalle
Cuando leí Metamorfosis yo tenía unos 16 años y estaba en pleno proceso de mutación de adolescente a adolescente crónico y esa lectura me perturbó en parte y me dio un nuevo horizonte mental. En cada pequeño acto, en cada pequeña escena se reproduce el orden social completo. Y el centro de ese orden a la vez abierto y secreto es una imposibilidad: la imposibilidad de la comunicación. La imposibilidad de trascender la frontera de sí mismo y conectarse con los otros. La imperiosa necesidad de ser comprendido por los demás.
Recuerdo en particular una situación que se encuentra casi en el final del relato, y que es de una emotiva expresividad. Cuando la hermana toca el violín y Gregorio abatido por la degradación de su estado de salud sale conmovido por la música sin importarle ya aparecer entre los familiares y aun los huéspedes. Movido por el ferviente deseo de comunicarle a su hermana que su plan era enviarla a estudiar al conservatorio para que pudiera perfeccionar su habilidad, para darle un futuro de superación, se acerca a ella.
"La hermana empezó a tocar; el padre y la madre, cada uno desde su lugar,
seguían con atención los movimientos de sus manos; Gregorio, atraído por la
música, había avanzado un poco hacia delante y ya tenía la cabeza en el cuarto
de estar. Ya apenas se extrañaba de que en los últimos tiempos no tenía
consideración con los demás; antes estaba orgulloso de tener esa consideración
y, precisamente ahora, hubiese tenido mayor motivo para esconderse, porque,
como consecuencia del polvo que reinaba en su habitación, y que volaba por
todas partes al menor movimiento, él mismo estaba también lleno de polvo. Sobre
su espalda y sus costados arrastraba consigo por todas partes hilos, pelos,
restos de comida... Su indiferencia hacia todo era demasiado grande como para tumbarse
sobre su espalda y restregarse contra la alfombra, tal como hacía antes varias
veces al día. Y, a pesar de este estado, no sentía vergüenza alguna de avanzar
por el suelo impecable del comedor.
Por
otra parte, nadie le prestaba atención. La familia estaba completamente absorta
en la música del violín; por el contrario, los huéspedes, que al principio, con
las manos en los bolsillos, se habían colocado demasiado cerca detrás del atril
de la hermana, de forma que podrían haber leído la partitura, lo cual sin duda
tenía que estorbar a la hermana, hablando a media voz, con las cabezas
inclinadas, se retiraron pronto hacia la ventana, donde permanecieron
observados por el padre con preocupación. Realmente daba a todas luces la
impresión de que habían sido decepcionados en su suposición de escuchar una
pieza bella o divertida al violín, de que estaban hartos de la función y sólo
permitían que se les molestase por amabilidad. Especialmente la forma en que
echaban a lo alto el humo de los cigarrillos por la boca y por la nariz
denotaba gran nerviosismo. Y, sin embargo, la hermana tocaba tan bien... Su
rostro estaba inclinado hacia un lado, atenta y tristemente seguían sus ojos
las notas del pentagrama. Gregorio avanzó un poco más y mantenía la cabeza
pegada al suelo para, quizá, poder encontrar sus miradas. ¿Es que era ya una
bestia a la que le emocionaba la música?
Le
parecía como si se le mostrase el camino hacia el desconocido y anhelado
alimento. Estaba decidido a acercarse hasta la hermana, tirarle de la falda y
darle así a entender que ella podía entrar con su violín en su habitación
porque nadie podía recompensar su música como él quería hacerlo. No quería
dejarla salir nunca de su habitación, al menos mientras él viviese; su horrible
forma le sería útil por primera vez; quería estar a la vez en todas las puertas
de su habitación y tirarse a los que le atacasen; pero la hermana no debía
quedarse con él por la fuerza, sino por su propia voluntad; debería sentarse
junto a él sobre el canapé, inclinar el oído hacía él, y él deseaba confiarle
que había tenido la firme intención de enviarla al conservatorio y que si la
desgracia no se hubiese cruzado en su camino la Navidad pasada -probablemente
la Navidad ya había pasado- se lo hubiese dicho a todos sin preocuparse de
réplica alguna. Después de esta confesión, la hermana estallaría en lágrimas de
emoción y Gregorio se levantaría hasta su hombro y le daría un beso en el
cuello, que, desde que iba a la tienda, llevaba siempre al aire sin cintas ni
adornos."
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