La naranja mecánica: la distopía, la violencia y la salud
El malo de la película se mueve entre la ficción y la realidad. Así es analizado por Mario Méndez, coordinador del curso de cine y literatura organizado por el Programa Bibliotecas para armar que se lleva a cabo en la Asociación Hebraica, que escribió un comentario para Libro de arena sobre el funcionamiento de la violencia a propósito de la lectura de la novela La naranja mecánica, de Anthony Burgess, y la sociedad actual.
Por Mario Méndez
En el ciclo de Cine y Literatura “El malo de la película”, que organiza el Programa Bibliotecas para armar en la Biblioteca Gerchunoff, y que me toca coordinar, el eje del programa es el estudio del villano. Nos centramos en el antagonista clásico, reconvertido, en los casos que tomamos, en protagonista. Uno de los villanos de ficción elegidos fue Alex, personaje central de la novela La naranja mecánica, de Anthony Burgess y también protagonista –y narrador en off– de la película homónima de Stanley Kubrick. Leímos la novela y vimos la película. Conversamos. Discutimos. Ambas obras nos parecieron, a la mayoría, notables obras de arte. La novela, distopía heredera de la genial Nosotros, de Zamiatin, de 1984, de Orwell y de Un mundo feliz, de Huxley, entre otras, se lee con gusto y a la vez con aprehensión. El relato en primera persona de ese adolescente que roba, golpea, viola y finalmente mata, siempre feliz con sus elecciones, es por momentos escalofriante. La película, que también logra que los escalofríos nos recorran la espalda, está basada en la edición norteamericana de la novela, dato no menor. A esta edición, como es sabido, le falta el capítulo 21, que sí aparece en la edición inglesa. Al film de Kubrick le falta, entonces, el capítulo del cambio. En esta especie de epílogo, Alex, ya fuera de la cárcel, se encuentra en un bar con Pete, uno de sus viejos “drugos”, compañero de antiguas tropelías. Pete ya está casado y, aunque joven, parece un futuro padre de familia, correcto y burgués. Alex, luego del encuentro, piensa en que su vida debe cambiar: crecerá y dejará de vivir en y para la ultraviolencia, aun cuando teme que sus hijos, si algún día los tiene, se recrearán en ella. La película de Kubrick, decía, desconoce este capítulo. Por el contrario, termina en un éxtasis de violencia: el Estado que ha sometido a Alex a una terapia de choque para imposibilitarle decisiones violentas, revierte el tratamiento. Alex vuelve a gozar de su libre albedrío: si luego de la brutal terapia a la que fue sometido no tiene más remedio que ser “bueno” (cualquier gesto de violencia le produce insoportables náuseas), ahora, en cambio, puede decidir lo que realmente quiere. Y lo que quiere es volver a golpear, a violar, a matar. La voz en off del propio Alex nos dice que está “curado”. Es feliz, y “está curado”, cuando puede elegir, con sinfónica alegría, el crimen en cualquiera de sus formas. Ahí termina la película, y ahí nació una polémica famosa: Kubrick decidió quedarse con el corte editorial norteamericano, mientras que a Burgess le hubiera gustado que el capítulo 21 estuviera reflejado en el filme. Burgess defiende este epílogo porque muestra el cambio del personaje, su evolución. Y rechaza la idea de que su contenido sea adocenado y moralista, como sostienen algunos lectores –entre ellos, es de suponer, el propio Kubrick–.Los lectores y espectadores del ciclo, esa veintena de entusiastas que nos reunimos a charlar sobre la novela y la película, también polemizamos. A la gran mayoría, más allá de estar de acuerdo o no con la inclusión o la exclusión del capítulo 21, nos parece que la novela es brillante, y que la película es un despliegue de la genialidad de Kubrick. A muchos se nos queda atravesada en la garganta la polémica sobre la violencia, tan en boga en estos días. La historia de La naranja mecánica es distópica, sin duda: plantea un futuro nefasto, oscuro, terrible. Es la antiutopía absoluta. ¿Está lejano ese futuro?, nos preguntamos. Se alzan voces en el debate que dicen que no, que estamos cerca y que, incluso, ese futuro ya llegó: nuestro país, como afirma un reciente documento de los obispos argentinos, está enfermo de violencia. Otros creemos que la cosa no es así, y que merece ser pensada con cierta perspectiva histórica. Sabemos que en nuestra sociedad, como en muchas otras, lamentablemente hay violencia, nadie lo duda. Pero también sabemos que, a diferencia del mundo del futuro que plantean La naranja mecánica, 1984 o Nosotros, en nuestro país nadie decide, desde las esferas del poder, que impere la violencia. No es el Estado el que se impone, violentamente, sobre los ciudadanos. Hay violencia, y es un problema muy serio: estamos de acuerdo. Pero como no hay una decisión estatal de hacer de la violencia el eje y la forma de control y coacción, no podemos, creemos algunos, aceptar livianamente que nuestro país esté enfermo de violencia. Eso, la violencia dirigida y administrada desde el Estado, conviene no olvidarlo, ocurrió hace no tantos años, y lo pudimos superar: lo juzgamos y lo estamos castigando, con la ley como instrumento. En la última dictadura con mayor fuerza que nunca, y en otras anteriores también, el Estado ejercía la violencia contra los ciudadanos. Eso ya no ocurre, y la diferencia es absoluta. Hoy hay violencia, sí: muchas veces en las canchas de fútbol, en el tránsito, en algunas manifestaciones, a veces en ámbitos escolares, en espectáculos y en los lamentables hechos delictivos de los que somos informados con notable insistencia. Pero no estamos enfermos de violencia. Enfermos –muy enfermos– estábamos cuando la violencia era una forma de gobierno, y la mayoría de los gobernados la sufríamos en carne propia, mientras otros la negaban, la ocultaban o la aprobaban. Hoy, a pesar de nuestros achaques y nuestros dolores, estamos sanos o al menos, si lo prefieren, estamos sanando. Si estuvimos enfermos, hoy nos estamos recuperando. Yo brindo por eso, y creo que la mayoría de los argentinos también. Salud.
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