La batalla del calentamiento

La influencia de los libros y las lecturas conforma junto con nuestras experiencias el telón de fondo de la memoria y de la vida misma. Libro de arena publica un fragmento del capítulo LXXXlV de La batalla del calentamiento, de Marcelo Figueras  que registra el inicio de la pasión por los libros en Miranda, y de su interés por la noción de secuestro.


El encierro de Miranda se agudizó durante los días que Pat dedicó al reposo. Su madre dormía la mayor parte del tiempo. Eso dejaba a Miranda librada a su albur, al comando de la casa, y sin nada que hacer. El primer día puso Sgt. Pepper dos o tres veces, dibujó, picoteó algo de la heladera, recibió llamados de Teo que requería su informe médico. (¿Doctora Miranda, es usted? Queríasaber cómo sigue la paciente…). Estaba tan aburrida que empezó a curiosear entre los libros que Teo le había dejado. La selección no era grande, Teo no acarreaba libros infantiles entre sus pertenencias, pero había varios de ellos que un niño podía leer si se armaba de coraje.
Miranda se preguntaba por qué todos los libros de la gente mayor tenían que ser tan gordos.
David Copperfield, por ejemplo, empezaba así: “Si terminaré resultando el héroe de mi propia vida, o si esa responsabilidad le cabrá a algún otro, estas páginas deberían revelarlo.” Miranda se preguntó cuál era la gracia de leer la historia de un señor, que ni siquiera estaba seguro de ser  el héroe de su historia. Y entonces decidió abandonar David Coppefield, hasta estar segura de que quería leer David Copperfield.
Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas, se abría así: “Alicia estaba empezando a cansarse de estar sentada en la ribera junto a su hermana y sin nada que hacer: una o dos veces había curioseado el libro que su hermana leía, pero no tenía dibujos ni conversaciones, “¿y cuál es la gracia de un libro”, pensó Alicia, “sin dibujos ni conversaciones?” Miranda sintió que se le salía el corazón del pecho: ¡a Alicia le pasaba lo mismo que a ella! Pero enseguida se cuestionó el sentido de leer un libro sobre una chica aburrida. Se había sentado a leer  para olvidar que ella misma, Miranda, estaba aburrida. ¿Qué sentido tenía mirarse en semejante espejo? Además el libro era el más gordo de todos, (Teo le había dado su ejemplar de Las obras completas de LewisCarroll), y tampoco tenía dibujos, y ni siquiera estaba segura de que incluyese conversaciones. Miranda no entendía de qué forma un libro podía incluirlas a no ser que llevase adentro de un tubo de teléfono, o una cassette con una charla grabada en su cinta. Y por eso no llegó al segundo párrafo, que le habría permitido encontrarse con el Conejo Blanco.
Lo que le gustó fue el comienzo de Raptado, de Robert Louis Stevenson. “Comenzaré a narrar la historia de mis aventuras, arrancando de una cierta mañana del mes de junio de 1751, en la que, muy temprano, retiré por última vez la llave de la puerta de la casa de mi padre.” Este libro no era indeciso como Copperfield, ni la enfrentaba a su aburrimiento como Alicia. Dejaba en claro que el narrador había perdido a su padre, una situación que Miranda comprendía muy bien. Y la mención a una llave que se usa por última vez, prometía cambios inminentes en la fortuna del narrador: algo serio, tan serio como esas cosas que le cambian a uno la vida (y que Miranda tanto ansiaba sin saberlo), estaba por pasar en Raptado.
Siguió leyendo con la lentitud a que la condenaba su falta de práctica. Al rato Pat la llamó desde u habitación. Miranda sabía lo que estaba por pasar. Su madre le iba a decir vení, acostate acá, al lado mío, y la iba a abrazar en silencio hasta que el sueño reapareciese, como ya lo había hecho varias veces durante el día. Así que tuvo el tino de llevarse el libro a la cama y pasó páginas con una mano mientras palmeaba a Pat con la otra como a un bebé cansado, pero inquieto.
En un momento los ojos empezaron a dolerle. A esta altura ya sabía que el narrador se llamaba David Balfour, que tenía dieciséis años y que todo lo que le quedaba en el mundo era un tío a quien no conocía y que vivía cerca de Edimburgo. Cerró el libro, se desembarazó del abrazo materno (Pat roncaba como un tronco bajo la cuchilla del aserradero) y salió de la habitación.

Fragmento de:
La batalla del calentamiento
Marcelo Figueras
Buenos Aires, Alfaguara, 2006

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