Mrs. Dalloway
La búsqueda de la identidad,
la mirada analítica sobre su construcción, el trabajo con la lengua, el preciosismo
del detalle son signos inequívocos de la escritura de Virginia Woolf. En el
noventa aniversario de la publicación de su novela Mrs. Dalloway, Libro de
arena comparte un artículo que sigue el relato de cerca y aporta un punto
de vista acerca de su desarrollo y su sentido.
Por Ernesto Hollman*

La historia se construye
minuto a minuto, hora tras hora durante toda la larga jornada de ese día
miércoles. Woolf escribió en su diario “…quiero construir la novela
como si se subiera una escalera, escalón por escalón…” También el devenir
de la vida de Mrs. Dalloway se hace presente: sus profundos claroscuros, su
alma en la que aflora cierto monstruo oculto, la decisión de casarse
con Richard para compartir los años… Del arte no sabe ni ha aprendido
demasiado, pero ha llegado hasta este momento con estoicismo y propósito y porque
le fascina la gente; todos y cada uno de los transeúntes que la rodean. Por
eso, simplemente por eso, esa noche va a gozar cada instante de la fiesta que
está preparando. La llegada a la florería de la señorita Pym, con su infinidad
de habitáculos floridos repletos de perfumes y colores chillones, (violetas,
rojos, blancos y azules infinitos) produce el quiebre del relato. Se
escucha el chirrido de un automóvil –todos creen descubrir dentro del auto a
alguien especial -¿la reina? ¿ el príncipe de Gales?- y se introduce el mundo
del afuera con la mismísima monarquía –hallazgo magistral de la Woolf- de la
mano de un personaje muy particular: Septimus Warren Smith, un ex
soldado con graves traumas de guerra y junto con él, su menuda y
joven esposa italiana. Aquí la trama de la Inglaterra, que en párrafos
anteriores es mirada con apasionamiento y patriotismo aristocrático, se
transforma en un lúcido relato macabro de locura y muerte. La fervorosa
multitud se encuentra expectante ante el palacio de Buckingham; mira el cielo,
donde un avión escribe letras inconexas, los unos y las otras miran para
asistir a un vacío que los colma de felicidad. Septimus indaga sobre sus
propios secretos en los que cohabitan sus fantasmas y el caos. Entre
la multitud desfilan personas que mascullan sus dolores y angustias.
Clarissa llega a su casa, la
casa que late en su corazón y cuyos más recónditos secretos ella
conoce, para deleitarse con los instantes felices. Y aunque Dios no
esté, vibran de éxtasis los primorosos reflejos de una rosa abierta, únicamente
para ella, único instante, única presencia. Sobre la cama de casada solitaria y
de virgen con hijos, se le ilumina la piel avejentada y enjuta rememorando a un
amor tierno y bello: Sally Seton. Sentada en el sofá cose el faldón del verde
vestido de seda que lucirá esa noche, mientras la aguja hilvana como las olas
que se rompen contra el acantilado murmurando: “Eso es todo”. La interrupción
de Peter Walsh que ha regresado de la India para confesarle que se divorcia y está
perdidamente enamorado de una mujer casada, desgrana un recóndito lugar
inhóspito en el alma de Clarissa; por un breve momento tiene envidia de ese
enamoramiento, de ese arrebato juvenil que se disuelve en las campanadas de las
once y media.
Es el mediodía. La mitad de la
novela acompaña el deambular de Peter por la ciudad: persigue adolescentes como
un jovenzuelo, luego dormita en el banco de una plaza y sueña con la
vejez y la muerte del alma. El avanzar de la obra se hace tenso, zozobran las
mentiras, las miríadas de seres se mueven en ese bienestar y aglomeramiento;
muchas veces son patéticos en su propia desolación. El sol los abraza física y
metafóricamente pero no parece calentarlos, siguen fríos. Dentro, sus almas
están como muertas. Lucrezia la joven esposa de Septimus, camina por el
pedregullo de esa Londres que odia; detesta cada instante que pasa junto a ese
ex soldado que es su esposo y al mismo tiempo un muerto en vida.
Peter recomienza su andar y el
texto elabora en su subjetividad (es el personaje más dinámico rebelde y
cuestionador) los pormenores mezquinos de la burguesía londinense hasta llegar
a la mendiga que canta, sola y desamparada, su condición de paria social. Aquí
la paráfrasis explica el trágico devenir de Septimus, que se había
alistado para luchar por Inglaterra para salvar a Shakespeare y a las jóvenes
muchachas que lucían sus vaporosas muselinas en los jardines y las escalinatas
de Piccadilly. La mendiga sigue su canto monótono de viejas canciones de amor.
Richard Dalloway la escucha y piensa en Clarissa. Él ha comprado un
gran ramo de flores y le dirá con un beso en la mejilla que la ama. El Big-Ben
repica las tres de la tarde. Sobre el sofá Clarissa dormita y piensa en su
fiesta de esa noche y en otras que ha organizado a lo largo de su vida, ese
acaecer lánguido y embriagador de la ofrenda pura.
En esa tarde estival la
señorita Kilman (robusta, petisa, fea y pobre) catedrática experta en mil
materias enseña a Elizabeth (la hija de Clarissa) las muchas filosofías del
mundo. Llora en secreto en la catedral de Westminster y le pide a
Dios que le permita vivir el misterio de su sufrimiento. Además, deja partir
a la bella y enigmática Elizabeth sin poder decirle lo mucho que la ama. La
muchacha camina pensando en su futuro: no desea ser otra Dalloway más.
De pronto, como un relámpago
que anuncia la aparición de dioses ancestrales, unas nubes blancas oscurecen la
luminosidad de la tarde mientras un cuerpo cae al vacío: es Septimus que se
escapa de sus enemigos. Se han escuchado seis campanadas; la oscuridad cubre la
tarde, y la sirena de una ambulancia resuena en los oídos de Peter.
La noche ha descendido sobre
Londres mientras se preparan los escalones de la gran recepción que Clarissa ha
dispuesto. La novela llega a sus tramos finales, los invitados ascienden lenta
y pausadamente cada escalón de esa gran noche; Clarissa está
envuelta en su vestido verde jade y con su melena plateada, rebosa
de felicidad en aquellos instantes únicos e infinitos.
La novela de Virginia Woolf es
un prodigio de sintaxis, hay una búsqueda de la oración gramaticalmente
perfecta, en la que se conjugan los individuos y sus historias, que dibujan una
espiral sin descanso. La descripción orgásmica de detalles que rodea a cada
personaje -aquí le debe mucho a Proust como ella misma lo afirma- de la
infinidad de seres que van surgiendo a medida que la obra
avanza, nos deja un sabor de gratitud visual, de plenitud
espiritual y un dejo de amargura en la comisura de los labios.
¿Qué más se puede decir
de esta novela bella y trágica en la que todo fluye, en la que cada
elemento de la naturaleza se compenetra con el alma de los seres humanos para
darnos los espléndidos, breves y certeros momentos de verdadera felicidad, mientras
cavilamos en nuestras pequeñas mezquindades y en las negruras de nuestra alma?
Hay una película sobre la
novela que se puede ver en la red, pero personalmente me parece mediocre
y trivial.
Tampoco les aconsejo que lean Mrs.
Dalloway en una pantalla. Hagan una cosa: vayan a una librería y
cómprenla. Nueva, usada, vieja, destartalada (eso sí, revisen
que no le falten hojas). Si no la encuentran pregunten si una amiga o amigo la
tiene. Si todo esto no da resultados pueden optar por ir a una biblioteca y en
una tarde otoñal dejarse envolver por la historia de Mrs Dalloway. Y
ante todo dispongan su espíritu para disfrutar de su lectura, que es infinita,
maravillosa y única.
* Ernesto Hollmann: nacido en Buenos Aires el 23 de septiembre de 1947. Hizo crítica de cine para las revistas Siete Días, Biógrafo y El Porteño. Ha publicado Hierofanía de Samael (poemas), editado por Faro en 1992. Fue integrante del FLH en los años '70, participó en el año 2008 de la película "Rosa Patria", de Santiago Loza, dedicada a la vida y la poesía de Néstor Perlongher. Se han publicado, además 12 poemas suyos en la antología Poesía Gay de Buenos Aires-Homenaje a Miguel Ángel Lens, de Acercándonos Ediciones.
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