Una balada, un canto de vida
Contra la
muerte en cualquiera de sus formas se eleva la vida. Contra la muerte también
trabaja la memoria y los textos que la cultivan. Libro de
arena publica una nota de lectura acerca
de Haroldo Conti, a propósito de "La
balada del álamo carolina", con la doble intención de recordar el aniversario de
su secuestro, el 4 de mayo de 1976, y de disfrutar del relato.
Por Victoria Fernández*
A
contrapelo de la muerte se mueve la vida. Y aunque sabemos que es inevitable
nos movemos desconociendo esta circunstancia. Hacemos de cuenta de que se trata de
un mensaje del futuro al que ignoramos. Nos convencemos de que es posible no
responder a su llamado. Cuando estaba en la secundaria me encontré, sin saber
de quién se trataba el autor, con el cuento "La
balada del álamo carolina". Lo que más me impactó del relato era la
posibilidad de contar la transfiguración peculiar que es la vida, de la manera
simple con que la cuenta el narrador; la posibilidad de ver el tiempo a través
de los ojos de un árbol. Después de su lectura siempre tuve la impresión de la
vida como una memoria verde, que repele la evidencia del límite que le impone
la muerte, que se renueva como un árbol con cada primavera, y aviva con cada
nuevo brote; que huye hacia arriba. Ese sueño que es la vida y que busca
perpetrarse más allá del tiempo y de los tiempos estaba perfectamente expresado
en el precioso cuento de Conti. Los murmullos del viento, el vuelo de los
pájaros, la aparición del ferrocarril, la caricia del sol o de las espigas de
trigo, la vida del hombre que sueña ser árbol bajo el álamo, que ha visto
verano tras verano repetirse, y transformarse, el ciclo de la vida. Desde su
punto de vista estático y móvil a la vez, cada vez más alto y perceptivo, ha construido
una memoria verde del mundo. El cuento es él mismo una imagen de ese ciclo, que
se muestra como puro movimiento. Nada se parece más a la vida que el canto del
álamo carolina, ni se aleja más de la muerte que un narrador cuyo legado sea
ese canto. Haroldo Conti nació en Chacabuco, provincia de Buenos Aires, fue
narrador, autor y director teatral, asistente de dirección cinematográfico y
guionista. Y lo que hace ominosa su muerte es la circunstancia en que lo
encontró: fue secuestrado y desaparecido en la Ciudad de Buenos Aires en 1976.
*Victoria Fernández: vive
en Río Negro, estudió Ciencias Económicas en la UBA, y trabaja en un plan de
reforestación de la flora precordillerana, ama la naturaleza tanto como la
lectura.
A mi madre, doña Petrolina Lombardi de Conti,
y a la ciudad de Chacabuco, mi pueblo.
Ciruelo
de mi puerta, si no volviese yo,
la
primavera siempre volverá.
Tú,
florece.
Anónimo
japonés
Uno
piensa que los días de un árbol son todos iguales. Sobre todo si es un árbol
viejo. No. Un día de un viejo árbol es un día del mundo.
Este
álamo Carolina nació aquí mismo, exactamente, aunque el álamo Carolina, por lo
que se sabe, viene mediante estaca y éste creció solo, asomó un día sobre esta
tierra entre los pastos duros que la cubren como una pelambre, un pastito más,
un miserable pastito expuesto a los vientos y al sol y a los bichos.
Y
él creyó, por un tiempo, que no iba a ser más que eso hasta que un día notó que
sobrepasaba los pastos y cuando el sol vino más fuerte y templó la tierra se
hinchó por dentro y se puso rígido y sentía una gran atracción por las alturas,
por trepar en dirección al cielo, y hasta sintió que había dentro de él como un
camino, aunque todavía no supiese lo que era eso, lo supo recién al año
siguiente cuando los pastos quedaron todavía más abajo y detrás de los pastos
vio un alambrado y detrás del alambrado vio el camino, que es una especie de
árbol recostado sobre la tierra con una rama aquí y otra allá, igual de secas y
rugosas en el invierno y que florecen en las puntas para el verano, pues todas
rematan en un mechoncito de árboles verdaderos.
Por
ahí andan los hombres y el loco viento empujando nubes de polvo. También ya
sabía para entonces lo que era una rama porque, después de las lluvias de
agosto, sintió que su cuerpo se hinchaba en efecto aquí y allá y una parte de
él se quedó ahí, no siguió más arriba, torció a un lado y creció sobre la
tierra de costado igual que el camino.
Ahora
es un viejo álamo Carolina porque han pasado doce veranos, por lo menos, si no
lleva mal la cuenta. Ahora crece más despacio, casi no crece. En primavera echa
las hojas en el mismo sitio que estuvieron el otro verano y por arriba brotan
unas crestitas de un verde más encarnado que al caer el sol se encienden como
por dentro, pero él ahora no pretende más que eso, esa dulce luz del verano que
lo recubre como un velo. Y dentro de esa luz está él, el viejo álamo, todo
recuerdo. De alguna manera ya estaba así hace doce veranos cuando asomó sobre
la tierra y crecer no fue nada más que como pensarse. Sólo que ahora recuerda
todo eso, se piensa para atrás, y no nace otro árbol. En eso consiste la vejez.
Verde memoria.
Ahora
es el comienzo del verano justamente y acaba de revestirse otra vez con todas
sus hojas, de manera que como recién están echando el verde más fuerte (son
como pequeños árboles cada una) por la tarde, cuando el sol declina y se mete
entre las ramas el álamo se enciende como una lámpara verde, y entonces llegan
los pájaros que se remueven bulliciosamente entre las hojas buscando dónde
pasar la noche y es el momento en que el viejo álamo Carolina recuerda.
A
propósito de la noche, los pájaros y el verano. Recuerda, por ejemplo, a
propósito de los pájaros, el primero de ellos que se posó sobre la primera
rama, que ha quedado allá abajo pero entonces era el punto más alto, ya casi no
da hojas y es tan gruesa como un pequeño árbol. En aquel tiempo era su parte
más viva y sintió el pájaro sobre su piel, un agitado montoncito de plumas.
Descansó un rato y luego reemprendió el vuelo. Recién dos veranos después,
cuando divisó la primera casa de un hombre y detrás de ella la relampagueante
línea del ferrocarril, una montera armó un nido en la horqueta de la última
rama. Cortó y anudó ramitas pacientemente y así el álamo se convirtió en una
casa, supo lo que era ser una casa, el alma que tiene una casa, como antes supo
del camino y del alma del camino, ese ancho árbol florecido de sueños. El nido
se columpiaba al extremo de la rama y él, aunque gustaba del loco viento de la
tarde, procuraba no agitarse mucho por ese lado, le dio todo el cobijo que
pudo, echó para allí más hojas que otras veces.
Al
final del verano los pichones saltaron del nido y los sintió desplazarse
temblorosos sobre la rama con sus delgadas patitas, tomar impulso una y otra
vez y por fin lanzarse y caer en el aire como una hoja. Un árbol en verano es
casi un pájaro. Se recubre de crocantes plumas que agita con el viento y sube,
con sólo desearlo, desde el fondo de la tierra hasta la punta más alta, salta
de una rama a otra todo pajarito, ave de madera en su verde jaula de fronda.
Ese
verano fue el mismo del ferrocarril. Antes viene la casa. No vio la casa por
completo, ni siquiera cuando, años después, trepó mucho más alto, sino lo que
ve ahora mismo desde el brote más empinado, un techo de chapas que se inflama
con el sol y una chimenea blanca que al atardecer lanza un penacho de humo. A
veces el viento trae algunas voces.
Con
todo él ha llegado hasta la casa en alguna forma, a través de las hojas de
otoño que arrastra el viento. Con sus viejos ojos amarillos ha visto la casa
aun por dentro, ha visto al hombre, flaco y duro con la piel resquebrajada como
la corteza de las primeras ramas, la mujer que huele a humo de madera, un par
de chicos silenciosos con el pelo alborotado como los plumones de un pichón de
montera.
Con
sus viejas manos amarillas ha golpeado la puerta de tablas quebradas, ha
acariciado las descascaradas paredes de adobe encalado, y mano y ojo y
amarillas alas de otoño ha corrido delante de la escoba de maíz de Guinea y
trepado nuevamente al cielo en el humo oloroso de una fogata que anuncia el
frío, el tiempo dormido del árbol y la tierra.
El
ferrocarril pasa por detrás de la casa pero hubo de trepar hasta el otro
verano, cuando volvieron las hojas y los pájaros, para entrever el brillo
furtivo de las vías cortando a trechos la tierra. Ya había sentido el ruido,
ese oscuro tumulto que agitaba el suelo porque el árbol crecía tanto por arriba
como por debajo. Por debajo era un árbol húmedo de largas y húmedas ramas
nacaradas que penetraban en la tibia noche de la tierra.
Por
ahí vivía y sentía el árbol principalmente, por ahí su día era un día del
mundo, así de ancho y profundo, porque la tierra que palpitaba debajo de él le
enviaba toda clase de señales, era un fresco cuerpo lleno de vida que respiraba
dulcemente bajo las hojas y el pasto y sostenía cuanto hay en este mundo,
incluso a otros árboles con los cuales el viejo álamo Carolina se comunicaba a
través de aquel húmedo corazón.
Al
este, por donde nace el sol, había un bosque. Lo divisó una mañana con sus ojos
verdes más altos y todas sus hojas temblaron con un brillo de escamas. Era un
árbol más grande, el más grande y formidable de todos. Al caer la tarde, con el
sol cruzado barriendo oblicuamente los pastos que parecían mansas llamitas, los
árboles aquellos ardieron como un gran fuego. Por la noche, el álamo apuntó
una de sus delgadas ramas subterráneas en aquella dirección y recibió la
respuesta. No era un árbol más grande, era un bosque, es decir, un montón de
ellos, tierra emplumada, alta y rumorosa hermandad.
¿Por
qué no estaba él allí? ¿Por qué había nacido solitario? ¿Acaso él no era como
un resumen del bosque, cada rama un árbol? Todas estas preguntas le respondió
el bosque, sus hermanos, noche a noche. Esta y muchas otras porque a medida
que se ponía viejo, en medio de aquella soledad, se llenaba de tantas preguntas
como de pájaros a la tardecita. Los árboles no duermen propiamente, se
adormecen, sobre todo en invierno cuando las altas estrellas se deslizan por
sus ramas peladas como frías gotas de rocío. Es entonces cuando sienten con más
fuerza todas aquellas voces y señales de la tierra.
Los animales de la noche salen de sus
madrigueras y roen la oscuridad, un pájaro desvelado vuela hacia la luz de una
casa, un bulto negro trota por el camino, los grillos vibran entre los pastos
como cuerdas de cristal, un perro aúlla en la lejanía, el hombre se da vuelta
en la cama y piensa cuántas fanegas dará el cuadro de trigo.
En
este mismo momento, en esta noche tan quieta, la semilla está trabajando ahí abajo,
el árbol la siente germinar, siente su pequeño esfuerzo, cómo se hincha y se
despliega y recorre, pulgada por pulgada, el mismo camino que ha trazado el
deseo del hombre, que ha vuelto a dormirse y sueña con una suave marea de
espigas amarillas.
Y
fue por ahí, por la tierra, que el árbol tuvo noticias del ferrocarril cuando
un día sintió ese tumulto que subió por sus raíces. Tiempo después, luego de
divisar la morada del hombre, vio por fin aquella alocada y ruidosa casa que
con chimenea y todo corría sobre la tierra, y supo por ella que además de los
pájaros gran parte de cuanto vive se mueve de un lado a otro y el viejo álamo,
que entonces no era tan viejo pero sí árbol completo, sintió por primera vez el
dolor de su fijeza.
Él
sólo podía ir hacia arriba trazando un corto camino en el cielo y al comienzo
del otoño volar en figura según el viento en la trama de sus hojas. En cierto
momento, después de la casa, el tren se transportaba entre sus ramas y a veces
el penacho de humo llegaba hasta el mismo álamo. Esto dependía del viento, del
cual, por instrucción de los pájaros, el viejo álamo había aprendido a extraer
otros muchos sucesos. Según soplase, él agitaba sus hojas como verdes plumas y
simulaba temblorosos vuelos.
El
viento subía y bajaba en frescas turbonadas por dentro de aquella jaula vegetal
provocando, de acuerdo a la disposición del follaje, murmullos y silbidos que
complacían al árbol músico.
Todo
esto se aprende con los años, un verano tras otro, y luego para el árbol son
materia de recuerdo en el invierno. El invierno comienza para él con la caída
de la primera hoja. Un poco antes nota que se le adormecen las ramas más viejas
y después el sueño avanza hacia adentro aunque nunca llega al corazón del
árbol. En eso siente un tironcito y la primera hoja planea sobre el suelo. Así
empieza.
Después
cae el resto y el viento las revuelve, las dispersa, corren y se entremezclan
con las hojas de otros árboles, cuando el viejo álamo Carolina ya se ha
adormecido y piensa quietamente en el luminoso verano que, de algún modo, ya
está en camino a través de la tierra, por el tibio surco de su savia. La lluvia
oscurece sus ramas y la escarcha las abrillanta como si fuesen de almendra.
Algunas se quiebran con los vientos y el árbol se despabila por un momento,
siente en todo su cuerpo esa pequeña muerte aunque él todavía se sostiene, sabe
que perdurará otros veranos.
Hasta
que allá por septiembre memoria y suceso se juntan en el tiempo y un dulce
cosquilleo sube desde la oscuridad de la tierra, reanima su piel, desentumece
las ramas y el viejo álamo Carolina se brota nuevamente de verdes ampollas. El
aire ahora es más tibio y el hombre, al que observa desde el brote más alto,
recorre el campo y espía las crestitas verdes que acaban de aparecer sobre la tierra.
Para
mediados de octubre el viejo álamo está otra vez recubierto de firmes y oscuras
hojas que brillan con el sol cuando la brisa las agita a la caída de la tarde.
El sol para este tiempo es más firme y proyecta sobre el suelo la enorme sombra
del árbol.
Fue
en este verano, cuando el sol estaba bien alto y la sombra era más negra, que
el hombre se acercó por fin hasta el árbol. Él lo vio venir a través del campo,
negro y preciso sobre el caballo sudoroso. El hombre bajó del caballo y penetró
en la sombra. Se quitó el sombrero cubierto de tierra, después de mirar hacia
arriba y aspirar el fresco que se descolgaba de las ramas, y se quitó el sudor
de la frente con la manga de la camisa.
Después el hombre, que parecía tan viejo como
el viejo álamo Carolina, se sentó al pie del árbol y se recostó contra el
tronco. Al rato el hombre se durmió y soñó que era un árbol.
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