Nunca me gustó viajar

A propósito de viajes, si hay uno que convoca por igual a niños, adolescentes y adultos es el viaje de egresados. Pensando en esto, Mario Méndez, editor de la colección "Mar de Papel", de la editorial Crecer Creando, convocó a varios autores amigos para que escribieran un cuento. Olga Drennen, Angeles Durini, Ariela Kreimer, el propio Mario, Emilio Saad, Patricia Suárez, Carolina Tosi y Franco Vaccarini participaron con sus cuentos en la antología, que se llamó, como el cuento de Franco, Nunca me gustó viajar. Compartimos, para empezar, el cuento que da título al libro, publicado en 2008 y todavía vigente, como los viajes.



Por Franco Vaccarini


Nunca me interesaron los viajes y menos este viaje.
–Tenés que ir, nene. Son tus compañeritos.
Mamá no entiende nada. Ya se lo expliqué. Que los colectivos me dan terror, pero no entiende.
Dijo lo peor que puede decirme:
–Sos un fantasioso, Alfonsito.
¡Fantasioso! No debe haber palabra más fea que esa. A mí me gustaría que me dijeran que soy fantástico, no fantasioso. Los gatos sí me entienden, porque ellos hablan sin palabras, lo que dicen es invisible, es silencioso y eso es algo fantástico. ¿O no?
Basta que me ponga a pensar en la comida que les gusta:

Pescado, pescado. Paté. Pollo frito. Pescado.

Y tengo a los gatos de la casa rodeándome, y ahí sí hablan como hablan para todo el mundo, ahí se hacen los gatos y maúllan: miau, miau. Tengo cinco: Machi, Mechi y Michi. y los hermanitos Mochi y Muchi. Con los gatos sí tengo comunicación.
Mamá usa demasiado perfume, a veces hasta la taza de café, del lado de adentro, tiene olor a perfume. Una cosa es que el café tenga olor a café, otra cosa es que huela a lavanda, a incienso, a colonias.
–La culpa es tuya, que traés gatos a la casa, no se aguanta tanto olor a gato –se defiende.
Y tira aceite esencial de un arbusto del Amazonas en todos los almohadones, en la ropa.
–Para sacar el olor a gato –insiste.
Tiene razón, se baña con perfume por mi culpa, pero los gatos son mis mejores amigos, me obedecen cuando pienso en pescado, pescado, paté, pollo frito, pescado. Ellos me miran, me escanean la mente y se acercan; después les doy alimento balanceado (de esos que son una mezcla de pescado, pescado, paté, pollo frito o hervido, qué sé yo). Sólo una vez les pedí un favor: que asustaran a Marcos, un compañero de curso, porque estaba harto de que me llamara Marciano. “Vení, Marciano”, “Dame esa hoja, Marci”, “¿Y las antenitas donde las tenés, Marciano?”.  Le dejaron la cara rayada... ¡Casi se pasan de la raya! Ahora me dice Alfonso. Porque ese es mi nombre: Alfonso.
Mamá, cuando está en plan maternal, afirma:
–Alfonsito sos muy sensible. Eso es lo que pasa. Como los mininos.
No soy muy sensible, sólo sé comunicarme con los gatos, ellos me entienden y yo también los entiendo a ellos. No sé cómo funciona o por qué, pero es un hecho y no me disgusta.
Además, me siento una sombra para los demás y ni siquiera aquí, entre las tres mil almas de Inriville llamo la atención. Me ven como un tímido, sin vocabulario, siempre en la mía; casi no me molestan. Marcos ya no molesta y tampoco es que estoy siempre solo.
Me gusta andar en bicicleta por la calle.
Paseo con Cristina, con Leo, con Rulo o Matías, mis mejores amigos. Hacer equilibrio sobre dos ruedas, montado a un asiento apoyado sobre caños flacos que podrían quebrarse en cualquier momento es una hazaña de equilibrista..., la bicicleta es una máquina difícil de controlar y sin embargo yo me acostumbré a usarla y cuando me caigo, sé que nadie se cae para siempre. Así es la ley.
Me caigo.
Me levanto.
Aunque a veces paseo solo, también.  Nunca pasan autos y a la hora de la siesta el pueblo es un cementerio, salvo aquella tarde, cuando en una esquina dobló el colectivo de dos pisos, cerca de la estación, en la misma calle por la que yo venía en contramano... ¡qué sabía yo que había mano y contramano! Si nunca hay nadie, ningún auto. Aunque ese día sí, había un colectivo enorme y me salvé por un centímetro, me rozó, caí y la rueda delantera pasó a un pelo de mi cabeza. Todavía tengo pesadillas: mis huesos crujiendo bajo una tonelada de hierro. Y no pasó nada, pero desde entonces los colectivos me parecen animales vivos, depredadores; meterme en uno de ellos sería como meterme en la panza de un Tiranosaurio Rex. Me da impresión. No quiero viajar en la panza de un T-Rex.
Y mamá:
–Dale, nene. Nunca en tu vida te vas a olvidar, es el viaje de egresados... ¡Terminás la primaria, Alfonso! De qué depredador me hablás, es un colectivo.
–Ni loco, ma. ¡Dale, si me dejas no ir, cuido el jardín hasta fin de año!
–Vas a ir, nene. Y vas a cuidar el jardín hasta fin de año, también.
Con mamá tenemos problemas de comunicación, ella es una colgada.
–Mamá... hoy había reunión de padres en el cole.
–¡Uy, nene, me colgué!
Uf, así es mamá. A veces se olvida de alguna de sus obligaciones de madre. Pero está todo bien con ella, es mi mamá y punto.
No sé lo que tiene en la cabeza, yo tengo las voces de los gatos. Mamá está siempre en su taller, ahí los gatos no pueden entrar; hay olor a resina, a resina de los árboles, olor a bosque, a pino, algo así; en realidad fabrica aceites esenciales para vender en la feria del pueblo los fines de semana y también vende a los negocios. Tiene sus métodos para sacarle el aceite a los árboles. Está convencida de que hay momentos en que los árboles se distraen, descansan, duermen y eso ocurre alrededor de las cuatro de la mañana: en el jardín de casa hay limoneros, naranjos, almendros, pinos y hasta un eucalipto y mamá, en camisón, les saca el aceite de sus frutos, de sus bayas.
Somos una familia chica, somos mamá y yo; papá vive hace años en otro país, en un país que queda del otro lado del mapa: Kazajistán. Allí hablan en kazajo o kazako y también en ruso. Es lo mismo, no se les entiende.
La cosa con mamá terminó mal y él buscó el país más lejos de Inriville.
Lo peor es que papá me dijo, antes de irse, con la valija en la mano:
–Vos sos igual que ella. Por eso voy a pensar en kazajo, así nadie podrá leer lo que pienso. Igualito a ella, hijo. Te quiero. Volveré cuando no piense más en español.
Y no lo dijo con rabia, lo dijo con esos ojos de mirar algo real, por ejemplo, un lavarropas. Y después decir: Sí, esto es un lavarropas.
Bueno, para mí papá yo era eso, un lavarropas, es decir: igual a mamá. Y no porque mi mamá le lavara la ropa, ja. No, en ese sentido, en casa todo se compartía: cocinar, lavar, limpiar, secar, regar, guardar, tender, planchar. Y no me importa que mamá me lea el pensamiento: por lo que sé, todas las mamás de la tierra saben lo que piensan sus hijos con sólo mirarlos, así que... para qué luchar contra eso. Pero papá estaba equivocado, no soy igual a mamá, no sé leer ningún pensamiento de nadie, sólo me entiendo con los gatos.

Se acercaba el viaje y yo rogaba: que llueva, que truene, que las rutas se inunden, que se acabe el petróleo, que tengamos que volver a la época de las carretas que... todo para que no arrancara el colectivo.
En la escuela mis compañeros estaban felices, todo el día hablando de las grandes aventuras que viviríamos en Carlos Paz, intrigados porque iban a salir lejos de sus casas, sin papá y mamá.
Me enfermaban con ese entusiasmo. O me daban un poco de envidia, tal vez.
Leo, Rulo, Matías y Cristina eran todo alegría, remeras nuevas, zapatillas inmaculadas para entrenar en los cerros de Carlos Paz. Yo hacía como que sí, que uh, qué bueno che, lo vamos a pasar bien. Sí, qué loco. Loquísimo. En serio, qué bueno.

No es que no quiera que ellos disfruten, sólo que mamá me puso entre la espada y la pared. Y tenía que hacer algo, porque de una cosa estaba seguro: yo no iba a subir al colectivo.
 La noche anterior al viaje no dormí. Trabajé desde antes del amanecer, mi cabeza era una galaxia; mi cabeza giraba y dentro de ella, en pequeñas órbitas, giraban legiones de estrellas, estrellas brillantes, luminosas como los ojos de los gatos en la oscuridad. Fue un trabajo lento, una cadena, un eslabón que se unía a otro eslabón. La cadena era larga, y los eslabones, muchos. Primero fueron decenas,  más tarde: cientos. Y más. 
Mamá no se colgó nada y me llamó temprano, yo estaba muy despierto.
–Qué lindo, nene. Debés estar ansioso ¿no es cierto?
Uh, sí. Qué ansioso.
Había mucha gente frente a la escuela: bolsos, valijas, familias enteras para despedir a los viajeros. El colectivo estaba inmóvil, monumental, colorido. Una bestia mecánica. Los dos choferes, con sus camisas celestes, sonreían.
–¿Por qué no hablás, nene?
–Estoy hablando, ma– respondí.
–¿Con quién? Porque a mí no me dijiste una palabra.
–Mirá los gatos, ma.
Frente al colectivo ya estaban los primeros, no más de tres o cuatro. Más atrás, venían docenas.
–¡Cuántos gatos!
Primero la gente no se alarmó. Después, sí.
Eran cientos de gatos. Era una galaxia de gatos con sus ojos de estrellas. Cuando los gatos comenzaron a lanzar sus maullidos todos a la vez, la gente se aterró: subieron a sus autos y condujeron por la calle marcha atrás para irse.
Los dos choferes intentaron espantarlos, pero los gatos no lo obedecieron. Los gatos me obedecían a mí.
Durante toda la noche los había llamado y ellos respondieron.

Se supone que mañana volverán los choferes y el colectivo y mis compañeros sólo habrán perdido un día de su viaje feliz. Que hagan lo que quieran, allá ellos, ya le demostré a mamá que no voy a subirme, que no quiero viajar, que estoy dispuesto a todo.
Ahora tengo otro problema: muchos gatos decidieron seguirme y están allí en la vereda. Mamá está a punto de llamar a los bomberos para que les echen agua. Son cientos de gatos y sé lo que esperan de mí, oigo en el silencio lo que desean, cada vez más impacientes:

Ya te hicimos el favor.
Ahora queremos lo prometido.
Pescado, pescado. Paté. Pollo frito. Pescado.


Nunca me gustó viajar y otros cuentos antes de partir
Compilador: Mario Méndez
Buenos Aires, Crecer Creando, 2009

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