La mamá de Agustín
Llevado hasta el extremo de lo posible, con humor y un toque de ironía, el relato de viaje de egresados de Patricia Suárez muestra cómo el costado sobreprotector de las madres ahoga y arruina el espacio de libertad que todo niño necesita. En el mes dedicado a los viajes, Libro de arena continúa publicando textos que hacen eje en esta temática. En esta ocasión se trata del cuento "La mamá de Agustín" que forma parte del libro Nunca me gustó viajar.
Por
Patricia Suárez
Resultó que por fin
¡¡por fin!!! Agustín se iba de viaje de fin de curso a las sierras.
Iba todo el Séptimo A del Normal Nº 3 Mariano
Moreno; el curso entero se pasó el año juntando fondos: las chicas vendían
tortas y empanadas en los recreos y los chicos organizaban rifas donde el
premio era una pelota, o una raqueta, o una camiseta firmada por un crack de
fútbol o una estrella de rock. La mamá
de Agustín quiso colaborar con los chicos, como hacían todas las mamás. Pero no
cocinó un arrollado de dulce de leche o un bizcochuelo de naranja como hacían
las demás madres, sino que llevó unos dulces confeccionados por ella misma de
los colores más increíbles. Al principio los dulces así coloridos llamaron la
atención, pero en cuanto los compradores los probaban se terminaba el asunto. Eran
dulces de vitamina C, dulce de hierro y zinc, dulce de comprimidos de fósforo
para la memoria. Tampoco funcionó cuando la mamá de Agustín llevó una camisa
para rifar. Era un guardapolvo de médico firmado por el tío de Agustín:
Marquitos Olavarría, bioquímico del Hospital Francés especializado en análisis
de pis y caca: eran un tipo que, según la mamá de Agustín, nomás ver en el
microscopio una partícula de pis o caca podía decirte tu futuro –o el futuro de
tus riñones e intestinos– para los próximos 20 años. A los chicos les dio un
poco de asco y ninguno compró un número para el sorteo: total que la rifa de
agosto fue un desastre y salvaron el honor gracias a que Pepe, el portero, les
regaló la primera campana que hizo sonar en los recreos desde que se fundó la
escuela.
–Ay, ay, ay –se quejó la mamá de Agustín cuando
supo que el guardapolvo del tío Marquitos fue reemplazado por la campana– pero
qué gente más atrasada. ¡Una campana, qué antigüedad! ¡Habiendo ahora timbres y
qué digo timbres! ¡Sensores de alta tecnología que perciben a un ser humano por
los rayos ultravioletas que larga o por las emanaciones caloríferas y recién
después, ¿oís Agustín?, recién después hacen riiing!! Y ustedes y ese viejo
paleozoico rifan una campana.
Pero en fin, sea como fuera, juntaron
los fondos y ahora los chicos iban a partir a la semana siguiente a un lugar
paradisíaco llamado Valle Hermoso en las sierras de Córdoba.
La mamá de Agustín también estaba muy contenta,
de hecho ya estaba haciendo su bolso para viajar, cuando Agustín, alterado y
con un hilo de voz, le preguntó:
–¿Qué estás haciendo, mamá?
–Hago mi valija, Agustín del alma mía.
–¿Tu valija para qué, mamá?
–¿Cómo para qué, Agustín del alma mía? Para
viajar con vos.
–Mamá: yo creo que vos estás confundida. Los
padres no viajan. Sólo viene el profesor de gimnasia, y la de geografía, que es
guía de turismo.
–¿Qué estás diciendo, Agustincito de mi almita? ¿Cómo
se te ocurre que mamita no va a ir de viaje con vos? Pensás que mamita puede
permitir que su cachorrito vaya y se hunda en esas montañas tenebrosas para ser
acometido por quién sabe cuántos peligros?
–Mamá: ¿qué peligros? Vamos al Hotel Flor Azul.
Haremos paseos hasta la cumbre y…
–Escalar. Piensan escalar las montañas. ¿Sabés
Agustincito, cuántos andinistas murieron aplastados contra la roca de la
montaña llevados por un viento andino? Mamita lleva el equipo completo para
subir las montañas, fijate: pico, sogas, aquí una pala por si se nos traba el
piecito…
Agustín no podía creer lo que veía. La madre
tenía un equipo de alpinismo profesional y se lo mostraba sin darle demasiada
importancia, tal como le mostraba a sus amigas en la reunión de los miércoles
los esmaltes de uña que usaba.
–Mamá querida, te ruego, escuchame bien. Voy a
pasar sólo tres días en las sierras. No voy a escalar ninguna montaña…
–¿Por qué? ¿Sos un gallina, acaso? ¿Mi hijo un
gallina? ¡No, no! Acá mamita preparó el súper equipo para …
–No voy a escalar ninguna montaña –repitió
Agustín al borde del desmayo– porque no hay montañas. Son sierras, daremos
paseos. No vamos a subir a un pico, andar por los riscos. Es un paseíto.
Después volvemos, vemos los arroyitos…
–¿Arroyitos? No, señorito Agustín. Lo que hay es
marejada. Caudales torrentosos que bajan de la cumbre arrasando con lo que encuentran.
Arrastran troncos de árboles, piedras, tigres, cocodrilos con las fauces
abiertas, anacondas… Por eso, mamita se hizo del equipo de buzo profesional “Al
agua pato”. Con esto, Agustincito, metemos los tobillos en el arroyo y podemos
pasear tranquilos delante de los tiburones sanguinarios, las orcas malévolas…
–Las mojarritas, mamá. Unas mojarritas
minúsculas… –suspiró Agustín viendo a la madre desempacar un equipo de buzo
blindado como para nadar con firuletes en las aguas del río Amazonas y hacerse
amigo de las pirañas.
–Mojarritas al principio, pero más profundo hay
anguilas eléctricas, manta rayas, tiburones martillo…
–No, no, mamá. Vos estás muy equivocada. O viste
muchos programas de documentales de Jacques Cousteau. Con los chicos del curso
vamos a las sierras. Es un lugar turístico tan tranquilo que solo los viejitos
van a descansar ahí. ¿Entendés? Porque no pasa nada. Ni peligro hay de que te
pique una mosca o un jején porque las moscas y los jejenes se murieron hace
siglos de aburrimiento en Valle Hermoso.
–¿Es aburridísimo?
–Sí, mamá.
–¿Y vos te pensaste que María Auxiliadora del
Socorro y la Piedad Pérez, alias Mary, es una improvisada? Mirá, Agustincito y
aprendé.
La mamá de Agustín sacó de su bolsito un equipo
de mago, con capa y galera de la que escaparon dos conejos y tres palomas.
Sacudió una varita mágica al son de las palabras que usa el hada madrina en la
película Cenicienta: Bidi bibadi bibum, los conejos se transformaron de
inmediato en dos floreros y las palomas en tres ceniceros que decían “Recuerdo
de Las toninas”. Agustín se quedó helado, mirando todo este desorden, mientras
su mamá seguía desempacando cosas, como un disfraz de bailarina de sambódromo
con tocado de bananas y ananás y un pajarito disecado –Agustín sospechó que era
Glauco, el canario de los vecinos de abajo–, dos maracas y un hula hula. La
mamá se puso a bailar al ritmo de Mama eu
quero, sacudiendo el cuerpo para un lado y para otro y Agustín se apuró a
correr las cortinas para que los vecinos no vieran el caos que pasaba en su
casa.
–¿Qué es toooooodo esto, mamá? Vos estás chiflada.
–¿Por qué?
–Ya te dije que al viaje de fin de curso van
sólo los chicos.
–No, no, no. Agustín del alma mía. Mamá también
va.
Agustín no encontró el modo de evitar que la
mamá viajara con él. Pensó que tal vez lo mejor era fugarse en lugar de subir
al micro con los chicos. Podía tomarse un barco que lo llevara a cualquier
parte, reclutarse en la Legión Extranjera, vivir en el desierto del Sahara o en
la selva más inhóspita del Congo y regresar cuando ya fuera muy, muy grande y
su mamá una viejecita que se quedara tejiendo bufandas en el sillón hamaca.
También podía existir la posibilidad de que se enrolara en la NASA y lo
enviaran a Mercurio o quién sabe adónde y él ya no regresara de ese planeta y
quedara boyando para siempre en el espacio exterior, adonde su mamá no llegaba…
–¡¡Vamos, Agustín!! –gritó haciendo sonar un
silbato y sacándolo de su ensueño–. ¡Se nos va el microoooo!
A partir de aquí empezó la pesadilla para TODO
el curso del séptimo A del Normal Nº 3 Mariano Moreno. Durante el viaje, para
evitar que el chofer se durmiera, la mamá de Agustín decidió cantarle al oído
todo el repertorio de óperas que conocía. Cantaba a grito pelado y el chofer
tuvo que parar a la altura de Bell Ville para hacerse ver los tímpanos por un
médico de guardia: creía que los tenía hechos papilla. Cuando se detuvieron en
un parador a cenar, la mamá de Agustín inspeccionó cada bocado que los chicos
pinchaban con el tenedor. Llevaba papelitos de ácido y alcalino para así darse
cuenta de si la comida ya estaba medio pasada y también recolectaba muestras
que ponía en bolsitas ziploc para
hacerlas analizar a la vuelta. Si es que alguno de los chicos no fallecía por
el camino. Porque si de algo ella estaba completamente segura es que apenas el
10% del séptimo A volvería con vida, dados los peligros que los acechaban a
cada instante. De pronto, un puntito blanco del camino creció hasta
transformarse en el hotel. ¡Los chicos saltaron de alegría! Iban a encerrarse
cada uno en su pieza con dos vueltas de llave para que la mamá de Agustín no se
les metiera a molestar. Gran error. Para empezar, la mamá de Agustín entró al
hotel con un traje tipo de astronauta pero que en realidad era de los que usan
los del FBI cuando entran a un lugar donde hay radiaciones. La mamá de Agustín
pasó el detector de radiación por las once habitaciones: no había
contaminación. Sólo después dejó pasar a los chicos al hotel. Mientras el
profesor de gimnasia, al borde del ataque cerebral, inscribía a los chicos en
el libro de huéspedes, la mamá de Agustín aprovechó el momentito para tomar las
huellas digitales del conserje –un viejo ciego de un ojo y que usaba un carrito
para mantenerse en pie; pero muy bien todo podría tratarse de un truco para
desorientar–, sacarle dos fotos de frente y perfil y rastrear su número de DNI para
confirmar si figuraba o no en las listas de los más buscados de la INTERPOL: no
figuraba.
Hubo un pequeño desacuerdo en torno a con quién
iría a dormir la mamá de Agustín. Por suerte, Agustín iría a dormir con
Gerardito y Pompeyo, dos de sus compañeros. Al fin los chicos pudieron entrar a
sus habitaciones; pero en el rato que medió entre el atardecer y la cena,
comprobaron que la mamá de Agustín se había fabricado una ganzúa que hacía las
veces de llave maestra de todo el hotel y entraba y salía de todas las
habitaciones con intención de fijare si estaban bien tapados y si de verdad o
dormían o se hacían los dormidos pero jugaban con la luz apagada.
Pero aún no se había resuelto el problema de con
quién dormiría la mamá de Agustín y la profe de Geografía –a quien le
correspondía compartir la habitación con ella porque era la única otra adulta
mujer en el viaje– dijo que ella prefería echarse a un foso con los cocodrilos
a dormir con semejante chiflada. El profesor de gimnasia se excusó diciendo que
como él era hombre, no era un buen ejemplo para los chicos que dos personas de
distinto sexo que no se conocían y mucho menos –el cielo no lo permita– se
amaban, compartieran la habitación. La mamá de Agustín sacó del monedero el test de CI (o Coeficiente Intelectual)
repartido por la Sociedad de Neurología Mundial y en dos minutitos le hizo al
profesor ciento veintitrés preguntas, que él contestó como pudo y que lo
calificaron como TIRANDO A NORMAL. La mamá de Agustín le dijo que después de
este test era como si lo conociera y
que podían compartir la habitación ya que ahora eran técnicamente conocidos. El
profesor de gimnasia pensó que este viaje era un boleto de ida sin regreso al
Valle de la Muerte y le rogó a la mamá de Agustín que le dejara la habitación
para el solo porque padecía de peste bubónica y sabañones y que ella se buscara
otra. Para convencerla, le contó que noche por medio él se convertía en un
asesino múltiple y justo esta noche le tocaba. Acomodaron a la mamá de Agustín
en el desván del hotel, donde se guardaban las latas en conserva. Sin perder un
instante, la mamá de Agustín sacó de su corpiño la navaja suiza que siempre llevaba
para defensa personal y abrió las cuarenta y cinco latas de duraznos en almíbar
para comprobar si en alguna de ellas había botulismo. No lo había y como la
mamá de Agustín estaba un poquitín nerviosa por el viaje y los nervios le
abrían el apetito, se comió doscientas veinticuatro mitades de durazno, a razón
de cinco por lata (dejó media, porque le entró culpa acabar con todas las
vituallas del hotel). La mamá de Agustín, con su estómago por demás de
satisfecho, cayó dormida. Nadie en el séptimo A lo hubiera creído, sino fuera
por unos ronquidos que sacudían los cimientos del viejo hotel y que hizo que,
por precaución, el conserje decidiera hacerlos cenar al aire libre. Fue un
momento de paz, en el que todos rieron e hicieron bromas como antes, cuando de
pronto bajó la mamá de Agustín, furiosa. Llevaba un peine y un cepillo de
dientes en cada mano, y los apuntaba con ellos. Los chicos se pusieron a
temblar, algunos lloraban y el profesor de gimnasia cayó de rodillas y se puso
a rezar.
–¡Malvados! –chillaba la mamá de Agustín
haciendo rechinar los dientes–. ¿Cómo que bajan a cenar sin pasarse el peine
por el pelito? ¿Cómo que no se lavan los dientitos después del flan? ¡Piojitos
del infierno! –gritó–. ¡Ahora se las verán conmigo y con mi amigo el peine
fino!
Agustín trató de detenerla, pero su mamá lo paró
peinándole el flequillo. Le daba tirones y aunque Agustín protestaba, ella no
dejaba de hacerlo. Algunos chicos se colgaron de la espalda de la mamá de
Agustín para pararla, sin lograrlo: se había convertido en un monstruo
horrendo. Cada vez que alguien se acercaba a ella para quitarle de las manos al
niño al que peinaba y acicalaba, ella se defendía como un ninja echando al aire
peines y alicates para uñas. En medio de ese torbellino de horror, de esa
turbamulta peor que el Monstruo del Lago Ness elevado de las aguas, que era la
mamá de Agustín, oyeron un palmear de manos y una vocecita muy dulce llamar:
–Mary, Mary… Marita… ¿Estás por acá?
Era la abuela de Agustín.
De pronto, la mamá de Agustín se puso pálida y
quedó paralizada. Los chicos que tenía entre sus brazos atenazados, escaparon.
–Mami, acá estoy. ¿Qué pasa?
–¿Cómo que pasa, hijita de mi alma? Te fuiste de
casa y no te llevaste un saquito. Mirá si te enfermás. Hay que ir al médico,
Maryta, hay que tomar remedios feos que a vos no te gustan. Así que me vine en
el camión de mudanzas del tío Panchito y te traje el saquito, los dos
gamulanes, los seis tapados de nutria y los ocho de zorro… para que te tapes
ese cuellito, hijita… ¡Estás toda desabrigada!
–Pero, mamá –susurró por lo bajo la mamá de
Agustín–, ¿cómo me hacés una cosa así? No ves que me quitás autoridad delante
de estos mocosos.
Tal era la indignación de la mamá de Agustín que
se atragantó con sus palabras. Entonces le vino un ataque de tos. ¡Para qué!
–¡Aaaahhhhhhhh! –aulló la abuela de Agustín– ¡Maryta
tiene tos!
De inmediato corrió con sus piernecitas de
ochenta años, pero más ágiles que las de un atleta olímpico, hasta el camión de
mudanzas que había venido conduciendo desde Buenos Aires. Sacó del interior del
camión, una camilla, dos tubos de oxígeno, un medidor de presión, un
controlador de latidos cardíacos. Subió a la mamá de Agustín al acoplado del
camión, ahora convertido en ambulancia de emergencias. Ató a la paciente todos
estos adminículos y le tapó la boca con la máscara de oxígeno. Después, la
abuela fue con cara circunspecta hasta Agustín y le explicó:
–Querido: tu mamá está muy grave. Tuvo una
tosecita. Pero no morirá, no temas. ¡¡Porque se va a encargar de sacarla adelante
tu súper abuelita, que tomó un curso por correspondencia de Neumonología y
enfermedades del pulmón!! La llevo a casa; pronto tendrás noticias nuestras.
Querido mío, Agustincito: ¿podrás arreglarte solo en este páramo junto a esos
vandalitos que veo chupar el helado con apetito de jíbaros? ¿O preferís que la
abu te lleva a casita con mami?
–Me gustaría quedarme.
–Está bien, querido… –la abuela no insistió en
llevarse al chico, porque en ese mismo
instante oyó el pitido de uno de los instrumentos médicos ya que la mamá de
Agustín intentaba quitárselo–. ¡Pero chiquita rebelde! ¡Ya va a ver cuando la
agarre su mamita, el coscorrón que le dará!
El camión ambulancia arrancó a toda velocidad
con la abuelita al volante. Los chicos saludaron agitando las manitos en el
aire. Agustín y los otros chicos entraron al salón comedor para mirar una
película de terror. Agustín suspiró, aliviado. Sus sueños de un hermoso viaje
de fin de curso empezaban a hacerse realidad.
Compilador: Mario Méndez
Buenos Aires, Crecer Creando, 2009
Comentarios
Publicar un comentario