Sin rostro
En el aniversario de la muerte del escritor sueco Henning Mankell, Libro de arena comparte
un comentario acerca de su escritura, de su pensamiento y de su sensibilidad para
leer a la sociedad europea y sus valores, a partir de una reflexión sobre su novela
Asesinos sin rostro.
Por María Pía Chiesino
En
una entrevista con el diario español La
Vanguardia, dos años antes de morir, Henning Mankell se refería a la
sociedad sueca en los siguientes términos: “Suecia
nunca ha estado libre de problemas, al tiempo que ha sido una sociedad decente
y tirando a justa. La mitología acerca de su perfección fue una imagen creada
por ustedes. Esa idea del amor en el aire y de todos bellos y rubios es una
invención foránea…”,
Cuando
se lee Asesinos sin rostro, la novela
que inicia la serie protagonizada por el detective Kurt Wallander, se entiende hasta cierto punto, la magnitud de
la pesadilla a la que se refería el autor cuando hablaba así de su país.
Inscriptas
en la tradición de la novela negra norteamericana, las novelas de Mankell nos
presentan situaciones de muchísima violencia, en el “paisaje de cuento de hadas” de las nevadas
nórdicas. Y en el marco de esa tradición, asistimos al entramado social y
político que rodea los crímenes de manera permanente.
En
Asesinos sin rostro, se intenta
instalar desde el comienzo el posible móvil del robo a dos víctimas que por su
edad, se podría considerar “productivamente descartables”: se trata de un
matrimonio de ancianos.
“…hoy en Suecia ya nadie se preocupa por las
personas mayores.”, le dice un periodista a Wallander, ni bien se difunde
la noticia del doble crimen. Y escucha la respuesta, contundente: “Nosotros sí”. En ese momento se inicia la investigación para
encontrar al culpable (o los culpables) de un crimen que tiene además marcas
particulares de ensañamiento, y sobre el que la única pista es una palabra
pronunciada por la mujer moribunda: “extranjero”.
Wallander
no es un detective especialmente entusiasta con su trabajo. Motivos no le
faltan. Está recién separado, tiene que ocuparse de un padre con problemas
mentales (que además detesta que su hijo sea policía) y tiene una relación
complicada con su única hija. Nada extraordinario para la vida de nadie, por
otra parte.
Todas
las referencias a la sociedad que enmarca el asesinato son tan inquietantes
como el crimen mismo. Nos remiten a la xenofobia y al rechazo por el “otro”
social, por el “otro” de clase. Las sospechas se dirigen a la comunidad de
refugiados políticos. “Preferiría que
hubiera dicho otra cosa”, dice Wallander cuando se entera de la última
palabra de la señora Lovgren. Sabe que si el criminal no es sueco, el asunto se
complica, porque dirige la atención acerca del delito hacia una comunidad a la
que se mira de costado por el simple hecho de no haber nacido en el mismo país.
Y
eso puede disparar la repercusión del hecho hacia terrenos incómodos.
Terrenos
en los que a los lectores nos cabe preguntarnos qué tan profunda es la
solidaridad nórdica; hasta qué punto llega el alcance del “estado de bienestar”,
de esa sociedad que parece haber resuelto todos (o casi todos), sus problemas
básicos.
Wallander
es tan sueco como el resto de sus compatriotas, y siente las mismas
prevenciones que todos respecto de los inmigrantes, pero además es policía. Y
desde que escucha la palabra “extranjero”, sabe que tiene que investigar un
crimen y prevenir otros. Sabe que asociar el asesinato con la inmigración,
puede desatar “ajustes de cuentas” de correctos ciudadanos que quieran
arrogarse el derecho de hacer justicia por las víctimas, y que dirijan su
violencia hacia una comunidad que, instalada en Suecia, sobrevive como puede
con lo poco que tiene, y que vive bajo sospecha permanente.
En
la novela se parte de la carencia, de aquello que el estado sueco no garantiza, para relacionar la
inmigración y el delito.
La
violencia de la población se dirige hacia los campos de refugiados. Incluso se
mencionan llamadas anónimas a la comisaría, voces que presionan para que la
policía “entienda” las razones de los movimientos nacionalistas que hablan de
la necesidad de expulsar a los extranjeros.
Sin
entrar en los detalles de cómo continúa la historia, y para no adelantarle a
los lectores que “el asesino es el mayordomo”, es conveniente no avanzar más
información acerca de la novela. Pero a un año de la muerte de Mankell,
conociendo su visión pesimista de la realidad europea, y sabiendo que había
elegido vivir la mitad del año en Suecia y la otra mitad en Mozambique, cuando
leemos Asesinos sin rostrono podemos
pasar por alto el profundo racismo enmascarado en la corrección política y el
peligro que acecha a quienes llegaron desde sus países de origen huyendo de la
guerra o del hambre y buscando un poco de paz cotidiana.
En
Asesinos sin rostro los lectores no
podemos no pensar en la tremenda violencia que anida en las bellas almas suecas
mientras contemplan, en aparente tranquilidad, la caía de los copos de nieve.
Comentarios
Publicar un comentario