200 años sin Jane Austen

Hace pocos días se cumplieron doscientos años de la muerte de la gran narradora inglesa  Jane Austen. Libro de arena la recuerda con esta reflexión sobre la contradictoria relación de las mujeres protagonistas de sus novelas con el amor y el matrimonio.  


Por María Pía Chiesino

Escribe Virginia Woolf en Un cuarto propio: “…¿hubiera sido Orgullo y Prejuicio una novela mejor si a Jane Austen no le hubiera parecido necesario esconder su manuscrito para que no lo vieran las visitas?”. Unos renglones antes, refería que cuando no estaba escribiendo, tapaba sus manuscritos con papel secante para que nadie pudiera ver lo que había en esos papeles.

Cuando tantos años más tarde, leemos las novelas de  Jane Austen, podemos preguntarnos qué era aquello que se empeñaba en esconder. ¿Qué aspectos de la vida de su época, y puntualmente de la vida de las mujeres, se negaba a compartir con las visitas?

Las novelas de Jane Austen están atravesadas por su mirada acerca de la institución matrimonial. Presentan los primeros cuestionamientos al casamiento fundado en la conveniencia económica, y no en el amor. Por tratarse de los primeros textos en los que se da cuenta de esa incipiente objeción al casamiento, en estas novelas, en la mirada de la autora que se representa en los personajes,  nos encontramos con visiones contradictorias sobre ese asunto.

Podemos afirmar que al no haberse casado, Jane Austen sostuvo con su propia vida, de manera coherente, muchos de aquellos cuestionamientos que aparecían en sus novelas.
Quizá por tratarse de las primeras obras literarias que dan cuenta de esa polémica, se entienden estas contradicciones, encarnadas en sus heroínas.

En Sentido y sensibilidad, cuando recorremos la historia de Elinor y Marianne Dashwood, podemos afirmar que la autora desdobló  esa confusión  profunda en los  dos personajes. No solo nos enfrentamos a la oposición entre lo racional y lo pasional, que se expone en la personalidad de  cada una de las hermanas. Yendo más allá del carácter de los personajes, tan marcados por cierto, hay algo a lo que ninguna de las dos puede sustraerse: toda la vida y las reflexiones de ambas, giran alrededor de la posibilidad de  casarse.

Aun cuando  se cuestionan los motivos económicos que subyacen al matrimonio, la expectativa de conseguir un marido sigue siendo el norte de las hermanas Dashwood y de su madre.

Elinor, que encarna la racionalidad, tiene la inmensa suerte de que Edward Ferrars, el hombre que ama, abandone su compromiso previo con otra mujer, y vaya a buscarla para pedirle matrimonio. Más allá de la mesura que la caracteriza a lo largo de toda la novela, cuando se entera de que Ferrars no se ha casado con otra, y ha vuelto a buscarla, se nos cuenta que Elinor: “Abandonó la estancia, y cuando se vio sola estalló en un torrente de lágrimas de alegría…”. En el casamiento de Elinor y Edward, el dinero queda claramente a un costado.

No podemos decir lo mismo de Marianne, quien se resigna a haber perdido a Willoughby  e incluso planifica la vida sin él: “Pienso levantarme lo más tarde a las seis, y repartir las horas hasta el mediodía entre la música y la lectura. Tengo ya proyectos y estoy decidida a emprender los estudios con seriedad y constancia” dice, convencida. Ese proyecto no incluye en absoluto la administración de una casa matrimonial.

Esta manera de encarar el futuro, se contrapone con el deseo de su madre: “…su deseo de un enlace entre Marianne y el coronel Brandon era más profundo que el de John. Constituía ahora el objetivo de su vida.”

Cuando no faltan ni tres carillas para que finalice la novela, nos enteramos de la realización de esta  boda. Sabemos que se trata de un buen hombre, que siempre estuvo enamorado de ella, (aun cuando lo ignoraba para fijarse en el hombre que la abandonó y se casó con una mujer de fortuna). Se nos dice además que en el futuro, Marianne Dashwood: “…iba encontrando su propia felicidad en la encantadora tarea de crear la de su marido.”

Como proyecto de felicidad y plenitud personal podemos afirmar que es, por lo menos, insuficiente.
Es legítimo que nos preguntemos si una mujer apasionada como Marianne no está resignando una felicidad que podría encontrar en el estudio y en el arte, para no verse forzada a  engrosar el grupo de  las “solteronas”, condición que iba de la mano de la idea de una vida de amargura, y que se consideraba incompatible con la realización plena para las  mujeres de la época.

Esta lectura  no implica una crítica a la manera en la que las heroínas de las novelas de Jane Austen resuelven su vida. Pedirles una postura más radicalizada a mujeres sencillas, de pocos recursos económicos y afincadas con su madre en la campiña inglesa, sería exigirles que no fueran exponentes verosímiles del momento histórico y social  que les tocaba atravesar.

Apenas habían aparecido los textos de Mary Wollstonecraft, que Austen leyó y con los que estaba de acuerdo.

Pero como en todo comienzo, se trata de los primeros cuestionamientos a la institución matrimonial que se hacían explícitos en la narrativa inglesa. En ese sentido, y por tratarse además de una escritora, son comprensibles los sentimientos encontrados e incluso contradictorios que se advierten en su materia narrativa y en la vida de sus personajes.

Lo mismo sucede en Orgullo y Prejuicio, en la que compadecemos a Elizabeth Bennet  que soporta lo mejor que puede, la presión patológica de esa madre que parece tener como única misión en la vida, casar a sus cinco hijas.

Los Bennet no son una familia rica. La misma  casa en la que viven, cuando muera el padre será heredada por el párroco Collins, un primo que se acerca a la familia con la “generosa” oferta de casarse con una de las hermanas y resolver de esa manera el tema económico y habitacional en el futuro. “Si bien Collins no era un hombre muy agradable, era de todas formas un marido”, leemos. La madre “elige” que sea Elizabeth la que protagonice esa boda de la que depende la tranquilidad de toda la familia. Pero la joven la enfrenta y cuando Collins le pide matrimonio, lo rechaza.

Durante toda la novela, Lizzy sostiene lo inaceptable que le resulta la idea de un matrimonio sin amor. Incluso se enfrenta con Mr. Darcy, al enterarse de que aconsejó a su amigo Bingley que se alejara de Jane Bennet, la mayor de las hermanas, por el abismo económico entre ambas familias. Le reprocha abiertamente haberse opuesto a la unión de dos personas jóvenes y libres que se amaban, y funda en esto su rechazo, cuando Darcy le dice que la ama: “…usted es el último hombre del mundo con el que me casaría”. En su concepción de lo que debe ser el matrimonio, el eje es el amor y no el dinero.

De todas formas, cuando reconoce que su propia familia,  y sobre todo su madre, tienen su parte de responsabilidad en la mirada  crítica que Darcy tiene sobre el asunto, Lizzy comienza a mirarlo con mayor indulgencia.

A esto se agrega la visita a la casa del joven, en la que advierte que “no era excesivo ni extravagante”, a pesar de ser hombre de fortuna. E inmediatamente reflexiona: “¡Podría haber sido la señora de este lugar”, pensó Elizabeth. “Estas habitaciones me serían familiares en lugar de visitarlas como una extraña, y, en ellas recibiría a los visitantes…”.

En el personaje de Elizabeth Bennet, se hacen presentes nuevamente las contradicciones que atraviesan la narrativa de Austen. Poco a poco sus prevenciones contra Darcy van cayendo, y desde luego, el enfrentamiento y la tensión que marcan el vínculo entre ambos durante toda la novela, terminan en un casamiento en el que el amor y la tranquilidad económica van de la mano.

A mediados del siglo XlX, Charlotte Brönte leyó, y criticó fuertemente las novelas de Austen, por considerar que en ellas la pasión estaba ausente. No podemos exigirle benevolencia a una de las mayores representantes del gótico inglés, a la hora de opinar sobre novelas románticas.

Pero lo que sí podemos afirmar, a doscientos años de la muerte de Jane Austen, es que el romanticismo que atravesó su literatura, no fue parte de su vida cotidiana: recibió una propuesta matrimonial que aceptó inicialmente pero que decidió rechazar antes de que se realizara. Por esta razón, dependió económicamente de su familia hasta el día de su muerte.

Acaso esa soledad voluntaria, esa decisión que no le impuso un marido al que atender, haya sido lo que le permitió dedicarse de lleno a esas novelas que, por ser mujer,  siempre tuvo que publicar con un seudónimo.

En los últimos años del siglo XVlll, cuando la soltería se vivía como un estigma, semejante decisión no es un dato menor. Y ayuda a entender y disfrutar las contradicciones que atravesaron a esas mujeres que habitan su universo narrativo, y para las que Jane Austen eligió un futuro mucho más acompañado que el que eligió para su propia vida. 

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