El arte de la novela

Esta mañana nos enteramos en Libro de arena del fallecimiento del gran Milan Kundera y lo recordamos con un fragmento de El arte de la novela.

Segunda parte 

Diálogo sobre el arte de la novela

Quiero dedicar esta conversación a la estética de sus novelas. Pero ¿por dónde empezar? 

Por la afirmación: mis novelas no son psicológicas. Más exactamente: van más allá de la estética de la novela que suele llamarse psicológica. 

¿Pero no son todas las novelas necesariamente psicológicas, es decir, orientadas hacia el enigma de la psiquis? 

Seamos más precisos. Todas las novelas de todos los tiempos se orientan hacia el enigma del yo. En cuanto se crea un ser imaginario, un personaje, se enfrenta uno automáticamente a la pregunta siguiente: ¿qué es el yo? ¿Mediante qué puede aprehenderse el yo? Esta es una de las cuestiones fundamentales en las que se basa la novela en sí. Según las diferentes respuestas a esta pregunta, si usted quisiera, podría distinguir las diferentes tendencias y, probablemente, los diferentes períodos en la historia de la novela. Los primeros narradores europeos no conocen el enfoque psicológico. Bocaccio nos cuenta simplemente acciones y aventuras. Sin embargo, detrás de todas esas historias divertidas, se nota una convicción: mediante la acción sale el hombre del mundo repetitivo de lo cotidiano en el cual todos se parecen a todos, mediante la acción se distingue de los demás y se convierte en individuo. Dante lo dijo: "En todo acto la primera intención de quien lo realiza es revelar su propia imagen". Al comienzo la acción es comprendida como el autorretrato de quien actúa. Cuatro siglos después de Bocaccio, Diderot se muestra más escéptico: su Jacques el Fatalista seduce -a la novia de su amigo, se emborracha de felicidad, su padre le da una paliza, un regimiento pasa por allí, se alista por despecho, en la primera batalla le alcanza una bala en la rodilla y se queda cojo para el resto de su vida. Creía empezar una aventura amorosa cuando, en realidad, avanzaba hacia su iuvalidez. Nunca podrá reconocerse en su acto. Entre el acto y él se abrirá una fisura. El hombre quiere revelar mediante la acción su propia imagen, pero ésta no se le parece. El carácter paradójico del acto es uno de los grandes descubrimientos de la novela. Pero si el yo no es aprehensible en la acción, ¿dónde y cómo se lo puede aprehender? Llegó entonces el momento en que la novela, en su búsqueda del yo, tuvo que desviarse del mundo visible de la acción y orientarse hacia el invisible de la vida interior. A mediados del siglo XVIII Richardson descubre la forma de la novela por medio de cartas en las que los personjes confiesan sus pensamientos y sentimientos. 

¿Es éste el nacimiento de la novela psicológica?

El término es, por supuesto, inexacto y aproximativo. Evitémoslo y utilicemos una perífrasis: Richardson puso la novela en el camino de la exploración de la vida interior del hombre. Conocemos a grandes continuadores: el Goethe de Werther, Laclos, Constant, luego Stendhal y los escritores de su época son sus continuadores. El apogeo de esta evolución se encuentra, a mi juicio, en Proust y en Joyce. Joyce analiza algo aún más inalcanzable qué "el tiempo perdido" de Proust: el momento presente. No hay aparentemente nada más evidente, más tangible y palpable, que el momento presente. Y sin embargo se nos escapa completamente. Toda la tristeza de la vida radica en eso. Durante un solo segundo, nuestra vida, nuestro oído, nuestro olfato, perciben (a sabiendas o sin saberlo) un montón de acontecimientos y, por nuestro cerebro, desfila toda una retahíla de sensaciones e ideas. Cada instante representa un pequeño universo, irremediablemente olvidado al instante siguiente. Ahora bien, el gran microscopio de Joyce logra detener, aprehender ese instante fugitivo y enseñárnoslo. Pero la búsqueda del yo concluye, una vez más, con una paradoja: cuanto mayor es la lente del microscopio que observa al yo, más se nos escapan el yo y su unicidad: bajo la gran lente joyciana que descompone en átomos el alma, todos somos. Pero si el yo y su carácter único no son aprehensibles en la vida interior del hombre, ¿dónde y cómo se los puede aprehender?

¿Y se los puede aprehender?

Por supuesto que no. La búsqueda del yo siempre ha terminado y siempre terminará en una paradójica insaciabilidad. No digo fracaso. Porque la novela no puede franquear los límites de sus propias posibilidades, y la revelación de estos límites es ya un gran descubrimiento, una gran hazaña cognoscitiva. Ello no impide que tras tocar el fondo que implica la exploración detallada de la vida interior del yo, los grandes novelistas hayan comenzado a buscar, consciente o inconscientemente, una nueva orientación. Siempre se habla de la trinidad sagrada de la novela moderna: Proust, Joyce, Kafka. A mi juicio, esta trinidad no existe. En mi historia personal de la novela, es Kafka quien inaugura la nueva orientación: la orientación postproustiana. La forma en que él concibe el yo es totalmente inesperada. ¿Por qué K. es definido como un ser único? No es gracias a su aspecto físico (del que no se sabe nada), ni gracias a su biografía (nadie la conoce), ni gracias a su nombre (no lo tiene), ni a sus recuerdos, ni a sus inclinaciones ni a sus complejos. ¿Acaso gracias a su comportamiento? El campo libre de sus actos es lamentablemente limitado. ¿Gracias a su pensamiento interior? Sí, Kafka sigue continuamente las reflexiones de K., pero éstas apuntan exclusivamente a la situación presente: ¿qué hay que hacer ahí, en lo inmediato? ¿Ir hacia el interrogatorio o esquivarlo? ¿Obedecer a la llamada del sacerdote o no? Toda la vida interior de K. está absorbida por la situación en que se encuentra atrapado, y nada de lo que pudiera superar esta situación (los recuerdos de K., sus reflexiones metafísicas, sus consideraciones sobre los demás) nos es revelado. Para Proust, el universo interior del hombre constituía un milagro, un infinito que no dejaba de asombrarnos. Pero no es éste el asombro de Kafka. No se pregunta cuáles son las motivaciones interiores que determinan el comportamiento del hombre. Plantea una cuestión radicalmente diferente: ¿cuáles son aún las posibilidades del hombre en un mundo en el que los condicionamientos exteriores se han vuelto tan demoledores que los móviles interiores ya no pesan nada? Efectivamente, ¿en qué hubiera podido cambiar esto el destino y la actitud de K. si hubiera tenido pulsiones homosexuales o una dolorosa historia de amor? En nada.

Esto es lo que usted dice en La insoportable levedad del ser: "La novela no es una confesión del autor, sino una exploración de lo que es la vida humana en la trampa en que hoy se ha convertido el mundo". Pero ¿qué quiere decir trampa?

Que la vida es una trampa lo hemos sabido siempre: nacemos sin haberlo pedido, encerrados en un cuerpo que no hemos elegido y destinados a morir. En compensación, el espacio del mundo ofrecía una permanente posibilidad de evasión. Un soldado podía desertar del ejército y comenzar otra vida en un país vecino. En nuestro siglo, de pronto, el mundo se estrecha a nuestro alrededor. El acontecimiento decisivo de esta transformación del mundo en trampa ha sido sin duda la guerra de 1914, llamada (y por primera vez en la Historia) guerra mundial. Falsamente mundial. Sólo afectó a Europa, y ni siquiera a toda Europa. Pero el adjetivo "mundial" expresa aún más elocuentemente la sensación de horror ante el hecho de que, de ahora en adelante, nada de lo que ocurra en el planeta será ya asunto local, que todas las catástrofes conciernen al mundo entero y que, por lo tanto, estamos cada vez más determinados desde el exterior, por situaciones de las que nadie puede evadirse y que, cáda vez más, hacen que nos parezcamos los unos a los otros.

Pero entiéndame bien. Si me sitúo más allá de la novela llamada psicológica, no significa que quiera privar a mis personajes de vida interior. Significa solamente que son otros los enigmas, otras las cuestiones que persiguen prioritariamente mis novelas. Tampoco significa que rechace las novelas fascinadas por la psicología. El cambio de situación a partir de Proust me llena más bien de nostalgia. Con Proust una inmensa belleza se aleja lentamente de nosotros. Y para siempre y sin retorno. Gombrowicz tuvo una idea tan chusca como genial. El peso de nuestro yo depende, según él, de la cantidad de población del planeta. Así Demócrito representaba una cuatrocientos-millonésima parte de la humanidad; Brahms, una mil-millonésima; el mismo Gombrowicz, una dosmil-millonésima. Desde el punto de vista de esta aritmética, el peso del infinito proustiano, el peso de un yo, de la vida interior de un yo, se hace cada vez más leve. Y en esta carrera hacia la levedad, hemos franqueado un límite fatal.


El arte de la novela
Milan Kundera
Tusquets, 1989.

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