El juguete rabioso

Un escritor argentino insoslayable si pensamos en el cruce entre literatura y delito es Roberto Arlt. En Los siete locos y Los lanzallamas, hace referencia a la necesidad de una revolución, y la instalación de un Estado financiado a partir de una red de prostíbulos. En El juguete rabioso, su primera novela, la secuencia del robo a la biblioteca es el clásico que en Libro de arena elegimos compartir en el día de hoy.


El juguete rabioso (Fragmento del Capítulo 1: “Los ladrones”)


“Próximamente a las doce de la noche me reuní en un café con Enrique y Lucio a ultimar los detalles de un robo que pensábamos efectuar. 

Escogiendo el rincón más solitario, ocupamos una mesa junto a una vidriera. 

Menuda lluvia picoteaba el cristal en tanto la orquesta desgarraba la postrera brama de un tango carcelario. 

—¿Estás seguro, Lucio, de que los porteros no están? 

—Segurísimo. Ahora hay vacaciones y cada uno tira por su lado. 

Tratábamos nada menos que de despojar la biblioteca de una escuela. 

Enrique, pensativo, apoyó la mejilla en una mano. La visera de la gorra le sombreaba los ojos. Yo estaba inquieto. 

Lucio miraba en torno con la satisfacción de un hombre para quien la vida es amable. Para convencerme de que no existía ningún peligro, frunció los superciliares y confidencialmente me comunicó por décima vez:

—Yo sé el camino. ¿Qué te preocupás? No hay más que saltar la verja que da a la calle y al patio. Los porteros duermen en una sala separada del tercer piso. La biblioteca está en el segundo y al lado opuesto. 

—El asunto es fácil, eso es de cajón —dijo Enrique—, el negocio sería bonito si uno pudiera llevarse el Diccionario Enciclopédico. 

—¿Y en qué llevamos veintiocho tomos? Estás loco vos… a menos que llames a un carro de mudanzas.

Pasaron algunos coches con la capota desplegada y la alta claridad de los arcos voltaicos, cayendo sobre los árboles, proyectaba en el afirmado largas manchas temblorosas. El mozo nos sirvió café. Continuaban desocupadas las mesas en redor, los músicos charlaban en el palco, y del salón de billares llegaba el ruido de tacos con que algunos entusiastas aplaudían una carambola complicadísima.

 —¿Vamos a jugar un tute arrastrado? 

—Dejáte de tute, hombre. 

—Parece que llueve. 

—Mejor —dijo Enrique— estas noches agradaban a Montparnasse y a Tenardhier. Tenardhier decía: Más hizo Juan Jacobo Rousseau. Era un ranún el Tenardhier ése, y esa parte del caló es formidable.

—¿Llueve todavía? 

Volví los ojos a la plazoleta. 

El agua caía oblicuamente, y entre dos hileras de árboles el viento la ondulaba en un cortinado gris. 

Mirando el verdor de los ramojos y follajes iluminados por la claridad de plata de los arcos voltaicos, sentí, tuve una visión en parques estremecidos en una noche de verano, por el rumor de las fiestas plebeyas y de los cohetes rojos reventando en lo azul. Esa evocación inconsciente me entristeció.

 De aquella última noche azarosa conservo lúcida memoria. 

Los músicos desgarraron una pieza que en la pizarra tenía el nombre de «Kiss-me» 

En el ambiente vulgar, la melodía onduló en ritmo trágico y lejano. Diría que era la voz de un coro de emigrantes pobres en la sentina de un trasatlántico mientras el sol se hundía en las pesadas aguas verdes. 

Recuerdo cómo me llamó la atención el perfil de un violinista de cabeza socrática y calva resplandeciente. En su nariz cabalgaban anteojos de cristales ahumados y se reconocía el esfuerzo de aquellos ojos cubiertos, por la forzada inclinación del cuello sobre el atril. 

Lucio me preguntó: 

—¿Seguís con Eleonora? 

—No, ya cortamos. No quiere ser más mi novia. 

—¿Por qué? 

—Porque sí. 

La imagen adunada al langor de los violines me penetró con violencia. Era un llamado de mi otra voz, a la mirada de su rostro sereno y dulce. ¡Oh! cuánto me había extasiado de pena su sonrisa ahora distante, y desde la mesa, con palabras de espíritu le hablé de esta manera, mientras gozaba una amargura más sabrosa que una voluptuosidad.

—¡Ah! si yo hubiera podido decirte lo que te quería, así con la música del «Kiss-me»… disuadirte con este llanto… entonces quizá… pero ella me ha querido también… ¿no es verdad que me quisiste, Eleonora? 

—Dejó de llover… salgamos. 

—Vamos. Enrique arrojó unas monedas en la mesa. Me preguntó: 

_¿Tenés el revólver? 

—Sí. 

—¿No fallará? 

—El otro día lo probé. La bala atravesó dos tablones de albañil. 

Irzubeta agregó: 

—Si va bien en ésta me compro una Browning; pero por las dudas traje un puño de fierro. 

—¿Está despuntado? 

—No, tiene cada púa que da miedo.

(…)

Sobre las lanzas de hierro, Lucio asomó la cabeza. Apoyó el pie en un travesaño y se dejó caer con tal sutileza que en el mosaico apenas crujió la suela de su calzado. 

—¿Quién pasó, che? 

—Un Oficial Inspector y un vigilante. Yo me hice el que esperaba el «bondi». 

—Pongámonos los guantes, che. 

—Cierto, con la emoción se me olvidaba.

—Y ahora, ¿adónde se va? Esto es más oscuro que… 

—Por aquí… 

Lucio ofició de guía, yo desenfundé el revólver y los tres nos dirigimos hacia el patio cubierto por la terraza del segundo piso. 

En la oscuridad se distinguía inciertamente una columnata.

(…)

Encendí un cigarrillo, y al resplandor de la cerilla descubrí una escalera de mármol. 

Nos lanzamos escalera arriba. 

Llegando al pasadizo, Lucio con su linterna eléctrica iluminó el lugar, un paralelogramo restringido, prolongado a un costado por oscuro pasillo. Clavada al marco de madera de la puerta, había una chapa esmaltada cuyos caracteres rezaban: BIBLIOTECA. 

Nos aproximamos a reconocerla. Era antigua y sus altas hojas, pintadas de verde, dejaban el intersticio de una pulgada entre los zócalos y el pavimento. 

Por medio de una palanca se podía hacer saltar la cerradura de sus tornillos. 

(…)

Enrique abrió cautelosamente la puerta de la biblioteca. 

Se pobló la atmósfera de olor a papel viejo, y a la luz de la linterna vimos huir una araña por el piso encerado. 

Altas estanterías barnizadas de rojo tocaban el cielo raso, y la cónica rueda de luz se movía en las oscuras librerías, iluminando estantes cargados de libros. Majestuosas vitrinas añadían un decoro severo a lo sombrío, y tras de los cristales, en los lomos de cuero, de tela y de pasta, relucían las guardas arabescas y títulos dorados de los tejuelos.

Irzubeta se aproximó a los cristales. 

Al soslayo le iluminaba la claridad refleja y como un bajorrelieve era su perfil de mejilla rechupada, con la pupila inmóvil y el cabello negro redondeando armoniosamente el cráneo hasta perderse en declive en los tendones de la nuca. 

Al volver a mí sus ojos, dijo sonriendo: 

—¿Sabés que hay buenos libros? 

—Sí, y de fácil venta. 

—¿Cuánto hará que estamos? 

—Más o menos media hora. 

Me senté en el ángulo de un escritorio distante pocos pasos de la puerta, en el centro de la biblioteca, y Enrique me imitó. 

Estábamos fatigados. El silencio del salón oscuro penetraba nuestros espíritus, desplegándolos para los grandes espacios de recuerdo e inquietud. 

—Decíme, ¿por qué rompiste con Eleonora? 

—Qué sé yo. ¿Te acordás? Me regalaba flores. 

—¿Y? 

—Después me escribió unas cartas. Cosa rara. Cuando dos se quieren parece adivinarse el pensamiento. Una tarde de domingo salió a dar vuelta a la cuadra. No sé por qué yo hice lo mismo, pero en dirección contraria y cuando nos encontramos, sin mirarme alargó el brazo y me dio una carta. Tenía un vestido rosa té, y me acuerdo que muchos pájaros cantaban en lo verde. 

—Qué te decía? 

—Cosas tan sencillas. Que esperara… ¿te das cuenta? Que esperara a ser más grande. 

—Discreta. 

—¡Y qué seriedad, che Enrique! Si vos supieras. Yo estaba allí, contra el fierro de la verja. Anochecía. Ella callaba… a momentos me miraba de una forma… y yo sentía ganas de llorar… y no nos decíamos nada… ¿qué nos íbamos a decir?

Así es la vida —dijo Enrique—, pero vamos a ver los libros. ¿Y el Lucio ése? A veces me da rabia. ¡Qué tipo vago! 

—¿Dónde estarán las llaves? 

—Seguramente en el cajón de la mesa. 

Registramos el escritorio, y en una caja de plumas las hallamos. Rechinó una cerradura y comenzamos a investigar. Sacando los volúmenes los hojeábamos, y Enrique que era algo sabedor de precios decía: 

—«No vale nada», o «vale». 

—Las Montañas del Oro. 

—Es un libro agotado. Diez pesos te lo dan en cualquier parte. 

—Evolución de la Materia, de Lebón. Tiene fotografías. 

—Me la reservo para mí —dijo Enrique. 

—Rouquete .Química Orgánica e Inorgánica. 

—Ponélo acá con los otros. —Cálculo Infinitesimal. 

—Eso es matemática superior. Debe ser caro.

—¿Y esto? 

—¿Cómo se llama? 

—Charles Baudelaire. Su vida. 

—A ver, alcanzá. 

—Parece una biografía. No vale nada. Al azar entreabría el volumen. 

—Son versos. 

—¿Qué dicen? 

Leí en voz alta:


Yo te adoro al igual de la bóveda nocturna 

¡oh!, vaso de tristezas, ¡oh!, blanca taciturna,


Eleonora —pensé—. Eleonora.  


 y vamos a los asaltos, vamos, 

como frente a un cadáver, un coro de gitanos 


—Che, ¿sabés que esto es hermosísimo? Me lo llevo para casa. —

Bueno, mirá, en tanto que yo empaqueto libros, vos arregláte las bombas. 

—¿Y la luz? 

—Traétela aquí. 

Seguí la indicación de Enrique. Trajinábamos silenciosos, y nuestras sombras agigantadas movíanse en el cielo raso y sobre el piso de la habitación, desmesuradas por la penumbra que ensombrecía los ángulos. Familiarizado con la situación de peligro, ninguna inquietud entorpecía mi destreza.

Enrique en el escritorio acomodaba los volúmenes y echaba un vistazo a sus páginas. Yo con amaño había terminado de envolver las lámparas, cuando en el pasillo reconocimos los pasos de Lucio.”




El juguete rabioso
Roberto Arlt
Editorial BARENHAUS, 2016.




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