Revelaciones de un cronopio
El lunes pasado se cumplieron cuarenta años de la muerte de Julio Cortázar. En 1987, la Editorial Contrapunto publicó Revelaciones de un cronopio- Conversaciones con Cortázar, de Ernesto González Bermejo. Las charlas entre el escritor y el periodista uruguayo habían tenido lugar diez años antes. Libro de arena comparte un fragmento en el que hablan sobre los inicios en la escritura, las coincidencias y diferencias entre la poesía y la prosa, y la importancia que tuvo para el estilo de Cortázar, el ejercicio sistemático de la traducción. Agregamos también, el audio en el que el autor lee el Capítulo 7 de Rayuela.
Revelaciones de un cronopio (fragmento)
-Quisiera proponerte una “peregrinación a las fuentes”; indagar, contigo dónde nace ese escritor. Tu intención inicial fue la poesía, ¿no es así?
-Es conocido: uno repite individualmente el proceso de la especie humana. Su historia. Las primeras obras de la humanidad fueron poéticas. Los primeros textos filosóficos son poemas. Los presocráticos, por ejemplo, los grandes metafísicos; Parménides es un poeta, Platón puede ser considerado un poeta; los grandes textos cosmogónicos son poemas.
A la prosa se llega después, un poco, supongo, porque en el principio, tanto en el niño como en el hombre primitivo, la inteligencia funciona sobre todo en base a analogías, a mecanismos mágicos, a principios animistas. Hay mucha más sensibilidad que inteligencia razonante; la razón es una maquinaria que entra en acción después. En el caso de los griegos, entra de manera definitiva y organizada con Platón y con Sócrates. Anteriormente están las grandes intuiciones, los grandes deslumbramientos que eran ya poesía.
Y el niño es igual, en fin, ciertos niños. Ya hago mal en restringir, quizá todos los niños, si no existieran las maestras. Las pobrecitas no tienen la culpa: si no existiera la maldita instrucción primaria que ellas tienen que aplicar. Cocteau decía: “todos los niños son poetas, menos Minou Drouet”, que era aquel monstruito que había escrito un libro de poemas a los ocho años, un poco prefabricado por la madre, y que toda Francia admiraba.
Es verdad que si a los niños los dejasen solos con sus juegos, sin forzarlos, harían maravillas. Vos viste cómo empiezan a dibujar y a pintar; después los obligan a dibujar la manzana y el ranchito y el árbol y se acabó el pibe.
Con la escritura es exactamente igual. Las primeras cosas que cuenta un niño, o que le gusta que le cuenten, son pura poesía; el niño vive en un mundo de metáforas, de aceptaciones, de permeabilidad.
-Creo que, aunque vos pases de la poesía a la prosa, esa visión poética se prolonga a lo largo de tu obra.
-También yo lo creo. Incluso textos escritos con la voluntad de comunicar algo como es “Prosa del Observatorio”, yo lo entiendo como un poema. Y dentro de mis novelas hay largos capítulos que cumplen un movimiento de poema, aunque no entren en la categoría ortodoxa de la poesía. El funcionamiento se hace por analogía; hay un sistema de imágenes y de metáforas y de símbolos y, en definitiva, la estructura de un poema.
Llegué con dificultad a la prosa. A los ocho años yo ya escribía poemas y, como siempre tuve obediencia a los ritmos, al sonido ritmado de las palabras y de las cosas, esos poemas, espantosos como contenido, perfectamente cursis, inocentes, y sin ninguna importancia, estaban perfectamente medidos y perfectamente rimados. Sin saber que un endecasílabo era un verso de once sílabas, escribía sonetos en endecasílabos, absolutamente infalibles como ritmo y rima.
Te lo puedo asegurar porque mi madre guardó un famoso cuaderno con esos poemas que nunca me quiso dar pero que me dejó mirar hace como quince años y pude comprobar lo que te digo: contenido totalmente nulo de un niño de nueve años que se enamoró de una compañerita de juegos, soneto al cumpleaños de su tía, descripción del patio de la casa…Pero desde el punto de vista de la versificación, perfectos. Es decir que había una captación muy evidente del ritmo.
Por eso la prosa, al principio, me presentaba dificultades y me tranqué; no podía avanzar. Escribir en prosa me resultaba, ¿cómo decirte? grosero, no encontraba el balanceo del verso. Yo tenía que escribir- con toda la ingenuidad que pudiera tener aquella novela- : “el carruaje se detuvo a la puerta del castillo, coma, y fulanita de tal descendió, punto.” Y eso era duro, no tenía el ritmo del verso.
-¿Cómo se produce ese pasaje a la prosa?
-Con dificultad, como te decía. En la adolescencia hubo una especie de paridad: la prosa empezó a aumentar en volumen y, al mismo tiempo, seguía escribiendo poemas.
Y como sucede siempre, uno se hace con el trabajo: la literatura se hace haciendo literatura. Alcancé cierto dominio formal y descubrí lo que me faltaba descubrir: que la prosa tiene un ritmo propio, que no son ni endecasílabos ni décimas, ni nada que se le parezca. Desde ese momento me encontré escribiendo la prosa con fluidez.
Pienso también que lo que me ayudó fue el aprendizaje muy temprano, de lenguas extranjeras y el hecho de que la traducción, desde un comienzo, me fascinó. Lo fui, y lo soy todavía a veces, para la Unesco.
La traducción me resulta fascinante como trabajo paraliterario o literario en segundo grado. Cuando uno traduce, es decir, cuando no tiene la responsabilidad del contenido del original, su problema no son las ideas del autor, porque él ya las puso allí; lo que uno tiene que hacer es trasladarlas y, entonces, los valores formales y los valores rítmicos, que está sintiendo latir en el original, pasan a un primer plano. Su responsabilidad es trasladarlos, de un sistema a otro. Es un ejercicio extraordinario desde el punto de vista rítmico.
Yo le aconsejaría a cualquier escritor joven que tiene dificultades de escritura, si fuese amigo de dar consejos, que deje de escribir un tiempo por su cuenta y que haga traducciones; que traduzca buena literatura, y un día ese va a dar cuenta de que él puede escribir con una soltura que no tenía antes.
-¿Cómo definís un buen estilo?
-Creo que una escritura lograda formalmente (y cuando está lograda en el plano formal, lo está en los otros) requiere no tanto la presencia como la ausencia de cosas inútiles y negativas.
Cuando yo corrijo, una vez en cien agrego algo, completo una frase que me parece insuficiente o agrego una frase porque veo que falta un puente. Las otras noventa y nueve veces corregir consiste en suprimir. Cualquiera que vea un borrador mío puede comprobarlo: muy pocos agregados y enormes supresiones.
Porque al escribir, especialmente como escribo yo, rápido y dejándome llevar, hay una tendencia a la repetición inútil, se me escapan cosas (sobre todo cuando se trabaja con máquina eléctrica). Hay que eliminarlas implacablemente.
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