Discurso completo de Liliana Heker en la apertura de la Feria del Libro
La escritora pronunció un potente alegato social, político y cultural en la inauguración oficial de la 48° edición del encuentro literario de Buenos Aires. “Es necesario que demos testimonio de nuestra realidad y de nuestra historia”, afirmó en un tramo central de su alocución.
Quiero celebrar de manera muy especial esta Feria
y, en particular, al objeto impar que la convoca: el libro. En cierto modo,
siento algo similar a lo que, medio siglo atrás, experimenté en mi primera
feria. Y no se preocupen por hacer cuentas: tengo muy claro que esta, tal como
se la conoce nacional e internacionalmente, es la Feria del Libro
Número 48. Pero les cuento a quienes no lo vivieron que hubo ensayos
anteriores – lo investigué hace poco para apuntalar mi recuerdo—, ferias más o
menos callejeras organizadas por la Sociedad Argentina de Escritores.
Esa de hace medio siglo fue para mi historia personal una Feria del Libro con
todas las de la ley y la viví con una intensidad irrepetible. Me recuerdo,
radiante de felicidad, recorriendo los stands junto a mucha gente que parecía
tan entusiasmada como yo, y vendiendo números atrasados de El
escarabajo de oro en un pequeño puesto de editores independientes que
nos habían cedido un espacio, y hasta firmando a una lectora desconocida un
ejemplar de mi libro Acuario, publicado gracias a ese
emprendimiento cultural extraordinario que fue el Centro Editor de América
Latina, arrasado pocos años después por la dictadura cívico-militar. Esa Feria
fue singular para mí porque fue la primera. Y siento que esta también lo es,
aunque por otros motivos.
Presumo que muchos de ustedes se estarán
preguntando algo similar a lo que, durante los últimos tres meses, me estuve
preguntando yo: ¿tiene sentido celebrar esta nueva emisión de la Feria del
Libro en un país en el que día a día crecen la pobreza y la indigencia, hay
millares de despidos sin fundamento, la salud y la educación pública están en
emergencia, la obra pública fue cancelada, nuestras universidades son
desfinanciadas al punto de correr el riesgo de cerrar sus puertas, la
investigación científica y tecnológica y el ejercicio de la ciencia y la
tecnología están siendo devastados, toda institución o medio que favorece el
desarrollo y la difusión de la cultura ha sido desvirtuado o borrado, se
entregan nuestras riquezas naturales y el Estado parece ausente aun en caso de
epidemia? Confieso que más de una vez una noticia de último momento hizo
tambalear este texto mío aun antes de que empezara a darle forma. Y sin embargo
acá estoy, celebrando, como hace medio siglo en mi primera Feria, el estar
rodeada de libros y de una concurrencia que, sospecho, en buena medida viene
acá porque anda buscando algo preciso o tal vez difuso que espera encontrar en
un libro.
Ahí está el punto: creo que el libro
adquiere una significación muy especial en estos momentos. Por la
inagotable diversidad de posibilidades que implica, y por ser el exponente de
un amplísimo registro del conocimiento y del arte, me parece atinado instalarlo
como un justo representante de todo lo que hoy es atacado en el campo de la
cultura. Reivindicarlo entonces se me hace una cuestión imperiosa. Y no como
autora, aunque la escritura sea el trabajo que amo: no es ese trabajo mío y
privado el que corre riesgo. Aun durante la dictadura, dentro del pequeño
ámbito de libertad de las cuatro paredes de mi pieza seguí escribiendo y ese
trabajo y nuestra revista me sostuvieron en esa época de brutalidad inédita. Y
estoy convencida de que, quienes nos dedicamos al trabajo creador, seguiremos
encontrando también ahora nuevas motivaciones y nuevas formas de expresarnos y
de estar presentes. Teatro Abierto fue una presencia muy
fuerte durante la dictadura, y el Teatro Comunitario, una expresión
luminosa en la crisis del 2001; no vamos a resignarnos al silencio, de eso no
me cabe duda. Pero lo que quiero reivindicar hoy es una actividad aún más
hermosa y democrática que la creación: quiero reivindicar la lectura.
En primer lugar, la lectura de ficciones, esa
aventura maravillosa que algunos tuvimos la fortuna de experimentar desde
chicos; la posibilidad de que se nos amplíe infinitamente el campo de nuestra
experiencia, de que mundos desconocidos, o aun puramente imaginados o soñados o
temidos se abran ante nosotros; de que todo sentimiento humano, por elevado o
miserable que sea, -el heroísmo, el crimen, la demencia, la belleza, el dolor,
la pérdida, el disparate, el absurdo, el miedo, el horror, la muerte-, se nos
revelen en crudo de tal modo que nos ayudan a conocer a otros y a conocernos, a
conmovernos con el dolor ajeno, a indignarnos con la injusticia y a apreciar
hasta límites inesperados la belleza; a entablar, en suma, ese diálogo privado
con un poema, con un cuento, con una novela, que nos permite interpretar e
interpelar al texto, ambiguo e inagotable por su propia naturaleza, e ir
descubriéndole sus distintas capas de significación. Y hago extensiva esta
lectura múltiple a quien asiste a la puesta de una obra de teatro y a la
exhibición de una obra cinematográfica, y también a quien observa una obra
pictórica o una escultura o una fotografía artística. La obra de arte,
en suma, nos convierte en espectadores-lectores agudos. Nos enseña y nos
conmina a leer, no solo cada obra en sí; a leer cualquier dato de la realidad,
por encubierto o indeseado que ese dato sea.
Y cuando hablo de leer no aludo solo a la creación
ficcional o artística. El acto de leer permite un diálogo libre y personal con
cada cuestión en la que un lector elige sumergirse. Me refiero a la ciencia, a
la filosofía, a la historia, a las religiones, al análisis político o económico
o jurídico, al humor, a la mitología, al testimonio, a la biografía. Por eso,
al referirme al libro estoy aludiendo a todo el amplio arco de la cultura. Y,
en particular, a una condición asociada a la lectura, e irreemplazable: saber
leer.
No me refiero a “saber leer” en su significación
primaria. Aunque también, ya que descifrar letras y palabras, estar
alfabetizado, es la base sin la cual no se puede hablar de democracia plena.
Hace muy poco, cuando se conmemoraron los cuarenta años de democracia, me
pidieron una opinión al respecto. Escribí entonces: “Democracia plena,
según lo entiendo, implica un pueblo soberano. Pero para que un pueblo sea
realmente soberano tiene que estar en condiciones de elegir libremente, no solo
a sus gobernantes, también su destino. Y para que cada uno pueda elegir su
propio destino se necesita, ante todo, igualdad de oportunidades. Que cada
habitante del país haya recibido y reciba una alimentación completa y
nutritiva, que pueda acceder a una excelente educación en todos los niveles,
que su salud esté protegida, que pueda conseguir un trabajo que cubra sus
necesidades, que tenga una vivienda decente. ¿Hemos alcanzado en los últimos
cuarenta años esa meta mínima? Basta mirar un poco a nuestro alrededor para
saber que no. Hay mucha miseria en nuestro país, y eso implica que parte del
pueblo no es soberano, que no actúa por elección sino por desesperación”.
"¿Por qué esta intención manifiesta, por parte del gobierno, de
menoscabar o suprimir toda institución o medio de comunicación que favorezca o
divulgue el conocimiento?"
Creo que en esa meta mínima que señalé reside la
condición imprescindible para que una persona sepa leer en el sentido amplio al
que me referí hace un momento. No se trataría solo de interpretar un texto y
extraer de él un conocimiento nuevo o alguna capa profunda de su significación.
También de tener la capacidad de leer señales, descifrar gestos, desentrañar intenciones
no evidentes, investigar datos; quien sabe leer es capaz de interpretar la
realidad más allá de su apariencia más visible, o de la figura que le quieren
imponer, o aun de la imagen que él mismo querría que tuviera.
Y acá voy acercándome a una cuestión que me importa
indagar: por qué esta intención manifiesta, por parte del gobierno, de
menoscabar o suprimir toda institución o medio de comunicación que favorezca o
divulgue el conocimiento, el desarrollo científico, la creación artística y la
formación universitaria. Un intento de explicación que circuló cuando
empezó a conocerse parte de estas medidas fue que habrían sido propuestas como
una forma de distracción; para que pasaran a segundo plano otras medidas más
pesadas, como podría ser la venta de nuestras riquezas naturales y empresas
estatales, o la destrucción de la industria nacional y de las pymes en favor de
los grandes monopolios. Sin duda una explicación tan ingenua solo podía estar
provocada por la perplejidad inicial. O tal vez fue una manera de eludir toda
asociación con la frase tan temible que se le atribuye a Joseph
Goebbels: “Cuando escucho la palabra ‘cultura’ desenfundo la
pistola”.
En cuanto al argumento que se utilizó desde
distintas áreas del gobierno de que estas instituciones y medios culturales se
llevaban los recursos que deberían estar destinados a los niños hambrientos, me
pareció por lo menos sospechoso. Por dos motivos. El primero: con solo explorar
mínimamente el modo en que se financia buena parte de estas instituciones se
podría advertir que eliminarlas no va siquiera a atenuar el problema del
hambre. El segundo porque, de acuerdo a las políticas que se están llevando a
cabo, el hambre en sectores cada vez amplios de nuestra sociedad no parece ser
una cuestión de interés para el gobierno. El haber dejado de enviar recursos
para los comedores comunitarios resulta una prueba bastante nítida, aunque no
es la única. A propósito: vi la interminable cola que se formó para acceder a
una ración de alimentos al día siguiente de que se anunciara, de manera algo
demencial, que cada necesitado debería solicitar por las suyas su ración
al Ministerio de Capital Humano. Veinte cuadras tenía la cola, supe
después. Y también supe que nunca se atendió a nadie. Antes de que llegara a
destino el primer solicitante de la fila, la ventanilla se cerró y a otra cosa
mariposa. Semejante crueldad es difícil de concebir, pero ocurrió. Y yo me
pregunté: ¿cómo se puede no reaccionar ante una falta tan evidente del más
mínimo respeto por un semejante? Y entendí dos cosas: Una: para la funcionaria
o funcionario que ordenó cerrar la ventanilla, los que estaban haciendo esa
cola no eran sus semejantes. Otra: resistirse a ver la realidad como es puede
ser una salida cuando no se ve otra salida. Los que inútilmente estuvieron
haciendo cola se negaban, al menos en ese momento, a ver lo que realmente
acababa de pasarles.
De lo que podría desprenderse algo como esto: que
los argentinos no analicemos los mensajes, que no sepamos leer, puede ser a
nivel gubernamental un buen modo de evitarse problemas. Y sugiere una
explicación probable para el ataque que se viene haciendo a toda institución o
medio que favorezca el aprendizaje, el conocimiento, la reflexión, y la
actividad cultural en general. El objetivo de ese ataque, conjeturé, sería
reducir al máximo el número de los que saben leer: apocar, diríamos, al
adversario potencial.
Y ya que utilicé un verbo tan borgeano como
“conjeturar” voy a recurrir a Borges para tratar de
explicarme. En su asombrosa y desopilante nota “El arte de injuriar” reproduce
este episodio citado por de Quincey: “A un caballero, en
una discusión teológica o literaria, le arrojaron en la cara un vaso de vino.
El agredido no se inmutó y dijo al ofensor: ‘Esto, señor, es una digresión,
espero su argumento’”. Saber leer, creo, es advertir que, pese a lo
extravagante del impacto, un vaso de vino en la cara carece de argumento. Y,
para el estilo de comunicación que viene eligiendo el gobierno, implica una
posibilidad riesgosa: que se advierta la falta o la falla de los argumentos. Si
cada argentino tuviera la capacidad de saber leer –si contara con los elementos
para adquirirla- ¿qué pasaría con los pronunciamientos o exabruptos que se
suelen lanzar? ¿Estarían en riesgo de perder su eficacia?
Como anticipo pongo un ejemplo: las dos promesas de
un bienestar inefable que nos va a compensar de lo mal que lo estamos pasando
en la actualidad. La primera: dentro de treinta y cinco años este va a ser un
país poderoso; la segunda: Argentina va a volver a ser ese gran país que fue a
comienzos del siglo veinte. En cuanto a la primera promesa, el aparente rigor
científico que confiere una cifra tan exacta lleva a preguntarse: ¿dónde están
los estudios que explican por qué vamos a alcanzar ese estado de bienestar
exactamente dentro de treinta y cinco años? Dejando de lado que como consuelo
es un poco pobre ya que buena parte de los beneficiarios vamos a estar muertos:
de vejez, de hambre, o por falta de medicamentos, lo de los treinta y cinco
años me trae a la memoria una expresión que se usaba cuando yo era chica: el
año verde. Cuando alguien trataba de acallar algún reclamo nuestro
prometiéndonos que lo deseado iba a ocurrir, pero en un futuro que veíamos
altamente improbable, decíamos: Sí, esto va a pasar el año verde.
En cuanto a la segunda promesa: llegar a ser tan
prósperos como un siglo y pico atrás, dejando de lado que, ya de por sí, un
retroceso histórico de más de un siglo parece un poco dudoso como ideal, me
gustaría saber si quienes se dejaron seducir por esa promesa de prosperidad se
preguntaron cómo era realmente el país a comienzos del siglo veinte. ¿Tienen
alguna idea de que en esa época había un grupo minoritario al que la sabiduría
popular denominó “los de la vaca atada” porque viajaban habitualmente a Europa,
y con su propia vaca para que, a sus niños, en el barco, no les faltara la
saludable leche nacional, mientras que, en general, el pueblo se moría de
hambre? Creo de verdad que quienes promocionan esa meta de retroceder al año
1900 no mienten cuando dicen que ese es el país al que aspiran, pero fuera de
estos nuevos representantes de la vaca atada, ¿serán muchos los que quieren
vivir según ese modelo? ¿O simplemente no creyeron necesario, o no tuvieron los
recursos, para indagar en su significado?
Es razonable suponer que sería la confianza en que, por razones diversas, un buen número de argentinos no analiza los mensajes lo que le permite al gobierno largar al ruedo cifras inverificables: una hipotética futura inflación del 15.000 por ciento, pongamos por caso, que no se explica cómo ni cuándo se habría alcanzado pero que –se nos comunica con alegría—no vamos a alcanzar gracias a un plan económico exitoso: celebremos. “La gente está contenta”, le escuché decir al ministro de economía y me pregunté: ¿de qué gente está hablando? ¿Con qué elementos construyó una generalización tan categórica? ¿Caminó alguna vez por la calle?, ¿vio a los que duermen en las veredas?, ¿trató al menos de imaginarse la desesperación de alguien que va a un comedor comunitario para calmar su hambre y ni siquiera allá encuentra comida? ¿Habló con alguno de los que, sin justificación, acaba de ser despedido? ¿O simplemente la frase le pareció simpática y la largó sin mucho problema? Debo decir que en algunos casos la irresponsabilidad verbal es tan desembozada que más bien se parece a un chiste: es el caso del vocero presidencial cuando aclaró que no era cierto que a los jubilados un aumento prometido se les iba a pagar en dos cuotas; no: simplemente se lo haría “en dos momentos distintos”.
Si a esta pequeña antología de sinsentidos se le
suman ciertos exabruptos al estilo de “El Estado es una organización criminal”
o “La justicia social es un concepto aberrante”, se podrá sospechar que muy
difícilmente el discurso –o no-discurso— oficial resistiría una lectura
mínimamente atenta. En cuanto a la crueldad manifiesta que puede advertirse,
por ejemplo, en la explicación de la canciller: ya que los jubilados se van a
morir, qué sentido tendría darles préstamos; o en el razonamiento de un
diputado: si un padre necesita a su hijo en el taller, es libre de no mandarlo
a la escuela; pienso que para entender lo inhumano de estas “propuestas” basta
con una mínima sensibilidad ante el sufrimiento, la injusticia y la impiedad.
¿Cómo protegerse de cuestionamientos que parecen
casi inevitables? Un camino sería cercenar las posibilidades de acceso a una
lectura analítica o sensible de la realidad y, si fuera factible, a la lectura
en general. No conocer la historia, no tener elementos para cotejar el contexto
actual con otros contextos o para delinear un futuro deseado. Una “sorpresa”
del doctor Martín Menem ilustra con bastante nitidez esta
intención. Después de la manifestación multitudinaria del 24 de marzo dijo con
cierta alarma que no se explicaba el motivo por el cual habían asistido jóvenes
de dieciocho años a esa manifestación ¿Cómo?, parece expresar con su
perplejidad, ¿así que hay jóvenes enterados de que ese día hubo un golpe
cívico-militar que instauró un régimen que asesinó, torturó, hizo desaparecer a
30000 personas entre quienes había viejos, adolescentes, monjas, curas, y que
además robó bebes recién nacidos?
Y al parecer no solo están enterados, doctor Menem;
hasta dio la impresión de que les importan esos crímenes, que tienen la
capacidad de entenderlos en carne propia, que saben que hubo mujeres heroicas
que hicieron historia luchando por la aparición de sus hijos desaparecidos y de
sus nietos robados y que hoy siguen luchando; esos adolescentes deben alguna
información sobre nuestra historia reciente porque vivaron a las madres y a las
abuelas de Plaza de Mayo y se manifestaron con tanta emoción y con tanto
compromiso como todos los otros millares de personas de todas las edades que
estábamos allí. Algo está fallando en el programa, sin duda: pese al
empeño gubernamental no se ha podido conseguir, hasta el momento, una nueva y
completa generación de ignorantes.
Según se desprende de la perplejidad del doctor
Menem, ese parecería el propósito que se está buscando. Porque si no, ¿de qué
se asombraría? ¿No fueron jóvenes los que hicieron la reforma universitaria de
1918? ¿No fueron estudiantes secundarios y universitarios quienes defendieron
en 1958 la ley de enseñanza laica, gratuita y obligatoria? Los jóvenes en
nuestro país siempre estuvieron a la vanguardia en las luchas. Y no pretendo
dar un único signo a esas luchas. Fueron jóvenes universitarios quienes se
opusieron al general Perón durante su primer gobierno y también fueron jóvenes,
universitarios o no, quienes lucharon por que volviera años después. Fueron
jóvenes universitarios, junto con los obreros, los que protagonizaron el
Cordobazo en 1968, y dieron el gran puntapié inicial para acabar con la
dictadura militar iniciada en el 66. Desde distintas posiciones, encararon una
lucha y parecían saber por qué estaban luchando.
Ahora, lo que en apariencia se busca es que los jóvenes, y los no tan jóvenes, carezcan de la oportunidad de acceder a la historia y de los recursos para actual en busca de un destino elegido, que sean incapaces incluso de desentrañar qué destino están construyendo otros para ellos. Lo que se intenta, en suma, desfinanciando las universidades, desprestigiando el trabajo docente, cancelando un programa que auspiciosamente se llamaba “leer aprendiendo” y estaba destinado a los chicos de las escuelas, cerrando centros de investigación de enorme prestigio (y podría seguir con un largo y doloroso etcétera) lo que se intenta, decía, es negarles a estos jóvenes, negarnos a los argentinos, la libertad de elegir. Que estemos desinformados, que nos adormezcamos bajo el arrullo de invectivas, anuncios inconsistentes, insultos a mansalva y “verdades sagradas” que no admiten réplica.
No es descabellado conjeturar que la ignorancia
puede tener un considerable peso estratégico. Mirando a mi alrededor y
animándome, yo sí, a ver lo que no me gusta ver, debo admitir que no parece un
objetivo inalcanzable de conseguir que muchos desesperados no entiendan
-necesiten no entender- que debajo de tanto exabrupto tal vez haya propósitos
que van en contra de sus intereses. Y, sobre todo, advertir que unos cuantos no
desesperados se sienten cómodos entre tanto grito, tanto insulto y tanta teoría
express, al punto de que no miden o no les importan las consecuencias.
Sin embargo, me animo a arriesgar que, como
objetivo, esto de “ignorancia para todos” no va a llegar muy lejos.
Ante todo, porque en momentos difíciles como el actual termina imponiéndose una
lectura irrefutable de la realidad que no necesita de estudios previos: es la
inducida por el hambre, y por la angustia de haber sido despedido del trabajo
sin razón, y por cualquier otra injusticia que duele de cerca. Lecturas que –la
historia universal y nuestra propia historia lo demuestran-- encuentran su
expresión en la calle. La calle que, pese a la intención oficial de
demonizarla, es la voz de los que no tienen voz. Y de los que no son escuchados.
Y de los que queremos que, junto a todos los demás, se nos escuche.
La marchas multitudinarias y altamente conmovedoras y comprometidas que ocurrieron este martes en Buenos Aires y en todo el país son una prueba muy clara de lo que digo. Solo leer los carteles que llevaban los estudiantes, la agudeza y la profundidad de lo que expresaban, fue una comprobación nítida de que el conocimiento y la sensibilidad son más valiosos que los insultos. Confieso que pocas veces canté el himno con tanta emoción y sintiéndome tan acompañada como ese día en Plaza de Mayo. Pero no voy a detenerme en esas expresiones ya que no son mi tema hoy.
Mi tema hoy es la voz de los que sí tenemos voz.
Los que tuvimos la oportunidad, y tenemos la decisión, de saber leer. Los que
creemos que los argumentos y la solidaridad construyen más que los agravios y
el odio; los que, al menos a grandes trazos, nos proponemos un país en el que
las ideas, los análisis, las discusiones, prevalezcan sobre el vaso de vino
arrojado en la cara.
Pienso que, más allá de nuestra tarea específica, o
a través de esa tarea, es necesario que demos testimonio de nuestra
realidad y de nuestra historia. No solo en relación a nuestra
actualidad; también respecto de lo que nos ocurrió en nuestro pasado reciente,
ya que, así como se necesitan años de buena alimentación y enseñanza de calidad
para crear un lector, inversamente, para producir semianalfabetos entre los
sectores más sumergidos y vulnerables se requiere no solo años de pobreza;
también muchas veces negligencia en las políticas sociales. En síntesis, el
deterioro que vino sufriendo nuestro país sin duda tiene causas diversas pero
desembocó unívocamente en la situación actual. Pienso que nos toca a nosotros
analizarlo y dar cuenta de todo esto.
En realidad, ese testimonio múltiple ya está
empezando a ocurrir. Con lucidez y con pasión se están manifestando expertos de
los sectores más diversos. Científicos, politólogos, economistas,
universitarios, gente del teatro, del cine, de la literatura, gremialistas,
juristas, docentes, trabajadores de diferentes áreas, pequeños empresarios, jubilados,
periodistas, están haciendo oír su voz cada vez con más frecuencia y con más
claridad. Es el principio de un camino, pienso. Estar bien despiertos y
presentes. Porque no hay marcha atrás. Estamos en una situación nueva
y tenemos que animarnos a verla, a decidir qué país queremos y a movernos en
consecuencia.
Ante todo, ponernos de acuerdo en algo muy básico: quiénes integramos este país. ¿La gente de bien? (escuché más de una vez desde representantes del oficialismo esta expresión poco confiable y me recordó a un humorista excepcional, Landrú, que irónicamente y para aludir a una clase que se consideraba encumbrada, dividía a los argentinos entre los mersas y “la gente como uno”). ¿Es esa “gente de bien” nuestro país o lo integramos todos los que lo habitamos? Porque en este último caso tendremos que admitir que a todos nos corresponden los mismos derechos. Para ser muy básicos: una buena alimentación, una educación de calidad, una salud protegida, acceso a una vida digna. Ahora, no dentro de treinta y cinco años: la vida que se pierde hoy ya no se recupera. Entre tanto podremos protagonizar todos los debates ideológicos que hagan falta. Es necesario que ocurran. Pero pienso que, cuando las papas queman, lo primordial es que encontremos los carriles de coincidir en lo esencial.
El nuestro es un país que vale la pena. Esta Feria
que desde hace casi medio siglo se viene llevando a cabo va a constituir mi
primer ejemplo. Les cuento que, salvo una vez en que estaba de viaje, vine
todos los años. Y que siempre la sentí como un espacio singular. No solo por el
objeto impar que la convoca, también por la gente que la recorre. Y atención,
porque a partir de acá, sin desentenderme del panorama sombrío que emergió
hasta ahora, voy a mostrar mi hilacha optimista. Estuve en algunas Ferias de
otros países, tan importantes o más que la nuestra. Vi libros de todas las
editoriales, asistí a eventos, conocí celebridades. Pero casi no vi gente. Y en
esta Feria nuestra, desde su primera emisión y aun en circunstancias históricas
muy difíciles, el público viene, recorre los stands, busca o encuentra
determinado libro, compra lo que puede, asiste a los actos culturales, habla
con algún escritor, se encuentra con un amigo que hace tiempo no veía. Siente
que este es un lugar que le pertenece.
En nuestro país, en suma, el libro importa. Y ese es un dato nada desdeñable acerca de cómo somos. O de cuáles son nuestras posibilidades. Y no es el único dato. El movimiento teatral argentino es excepcional, nuestro cine es valorado acá y en el exterior, nuestros científicos son requeridos y admirados en todo el mundo, hay una literatura notable y, doy fe, siguen apareciendo año tras año nuevos y valiosos escritores, nuestros humoristas son de primer nivel, tenemos músicos y letristas admirables, numerosas editoriales y revistas independientes que se hacen a pulmón, y que, en las buenas y en las malas, publican un material de primer nivel. Pero no solo eso: es notable el sentido del humor popular, que se puede palpar en cualquier calle o en cualquier colectivo, y que muchas veces nos salva de la desesperación; milagrosamente persiste el hábito de encontrarnos en un café solo para conversar, seguimos manejándonos para arreglar lo que haga falta con un alambrecito.
Y todo eso también es cultura, nuestra cultura, la
que tenemos que preservar. No se asusten: no tengo la intención de
idealizarnos: no es mi costumbre. Unos cuantos y bien bravos defectos debemos
tener para que estemos como estamos. Pero contamos con un hermoso capital
humano –esto y no otra cosa, según lo entiendo, es el capital humano—, un
capital valioso para empezar a soñar con el país que queremos. No vamos a
permitir que ese capital sea arrasado. Al contrario; tenemos que luchar para
que se multiplique. Una buena alimentación y una buena educación, para todos,
es la base (y no crean que es traída de los pelos una referencia a la
alimentación cuando se habla de cultura; sin una buena nutrición en la
infancia, no hay posibilidad de aprendizaje, no hay para nuestro futuro cultura
posible). A partir de esa base imprescindible se abren los caminos. Seguramente
estos libros que nos están rodeando, con sus diversos puntos de vista, con sus
innumerables visiones de la realidad, tendrán algo que indicarnos.
Ahora, para terminar como corresponde estas
palabras (por algo soy cuentista) brindo porque, en un futuro muy cercano,
nuestra amada Universidad Pública esté funcionando a pleno y cada vez con más
estudiantes, porque nuestras instituciones y medios culturales puedan trabajar
por entero y con todo su personal para el desarrollo y la difusión de nuestra
cultura; porque siga existiendo a través de los años, cada vez más pujante y
más popular, esta Feria del Libro, y porque haya muchas otras Ferias del Libro
a lo largo y a lo ancho de nuestro país. Cada vez con más concurrencia, cada
vez con más creatividad, cada vez con más lectores.
Buenos Aires, 25 de abril de 2024
Magistral!
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