El libro
Por iniciativa de la Unesco, hoy es el Día Internacional del Libro. Se eligió la fecha debido a una aparente coincidencia entre las muertes de Miguel de Cervantes y William Shakespeare, El sábado pasado, además, se cumplieron cuarenta años de la muerte de Manuel Mujica Láinez. Libro de arena publica un comentario de María Pía Chiesino sobre el homenaje que el narrador porteño le hace a Cervantes, en un cuento de Misteriosa Buenos Aires, que gira alrededor de la llegada a la ciudad del primer ejemplar del Quijote.
Por María Pía Chiesino
En Misteriosa Buenos Aires, Mujica Láinez nos presenta una suerte de recorrido histórico por la ciudad, que comienza con “El hambre”, tremendo relato que transcurre en 1536, y que cuenta los primeros infortunios padecidos por los hombres que llegaron al Río de la Plata con Pedro de Mendoza.
En “El Libro”, la acción se ubica en
1605, cuando el puerto de Buenos Aires empezaba a constituirse como estratégico
para los contrabandistas.
A ese puerto llega el primer ejemplar
de Don Quijote de la Mancha. El pulpero es quien lo encuentra y lo
deja a un costado. Es lector de novelas de caballerías, y no tiene interés en
leer nada nuevo. Es así como el libro llega a manos de Lope, el adolescente a
quien llaman “escritor”. Y escritor querría ser, escribir las historias que
surgen de su imaginación, y no limitarse a inventariar las cosas que llegan
escondidas en las cajas de los contrabandistas (telas, pantuflas, armas). Lope
se sabe escribiente, y se desea escritor. Y se lleva ese libro que a nadie
interesa.
Cervantes “atrapa” al muchacho, que por
la noche lee la historia en la soledad de su cuarto, se ríe solo, y olvida su
cita amorosa de esa noche con la hija del pulpero.
Como todo buen lector, necesitado de
buenas historias, cuando Lope se sumerge en la lectura de las andanzas de
Alonso Quijano, el mundo deja de existir, y él se ríe, “a mil leguas de Buenos
Aires”.
Pero no está solo. Su amante,
despechada por el abandono de esa noche, espía esa situación amorosa paralela,
que la excluye, y que es ese acto de lectura que el protagonista necesita y
elige.
Esa lectura que absorbe a Lope esa
noche, no podemos separarla de otra muy anterior: la avidez de Don Quijote
por los libros de caballerías. También podemos comparar las consecuencias: en
un caso, la sobrina y la criada de Don Alonso Quijano hacen una inmensa pira
con esos libros que él leía y releía, y que le trazan esa ruta que va a
llevarlo a recorrer La Mancha, para hacer justicia y ayudar a los desvalidos.
En el otro caso, el libro es
arrancado de las manos de ese lector incipiente y ávido, (en una acción
imperdonable de vanidad y despecho), por esa muchacha que va a usar las
páginas de Cervantes para rizarse el pelo.
Esto no va a hacerla más bella: el
narrador se referirá a ella comparándola con una caricatura de Medusa.
Tampoco va a conseguir que su amante
pase la noche con ella. Lope no va a poder leer la belleza de Cervantes esa
noche, y quizás nunca más en la vida tenga la oportunidad de hacerlo. Y ella se
habrá hecho los bucles con páginas de una de las más hermosas historias que jamás
se hayan escrito, para llorar sola en su cuarto.
Cuando se ama la literatura, es muy
difícil compartir ese amor con quien no siente algo parecido. Cervantes amó la
literatura. Mujica Láinez también lo hizo. Y le dedicó a ese maestro de todos
aquellos que escriben en español, este hermoso cuento, con ese entrañable
pequeño lector, al que le arrancan de las manos el Quijote, antes
de que pueda reírse con la mitad de sus andanzas, y amarlo como debería.
El libro (1965)
-¡Un par de pantuflos de terciopelo
negro!
El pulpero los alza, como dos grandes
escarabajos, para que el sol destaque su lujo.
Bajo el alero, los cuatro jugadores
miran hacia él. Queda el escribano con el naipe en alto y exclama:
-Si gano, los compraré.
Y la hija del pulpero, con su voz
melindrosa:
-Son dignos del pie del señor
escribano.
Éste le guiña un ojo y el juego
continúa, porque el flamenco que hace las veces de banquero les llama al orden.
– ¡Doce varas de tela de Holanda!
¡Dos sobrecamas guarnecidas, con sus flocaduras!
A la sombra del parral, Lope asienta
lo que le dictan, dibujando la bella letra redonda.
Están en el patio de tierra
apisonada. A un lado, en torno de una mesa que resguarda el alerillo, cuatro
hombres -el molinero flamenco, el escribano, un dominico y un soldado- prueban
la suerte al lansquenete, el juego inventado en Alemania en tiempos de Carlos V
o antes aun, cuando reinaba su abuelo Maximiliano de Habsburgo, el juego que
las tropas llevaron de un extremo al otro de los dominios imperiales. Más acá,
cerca de la parra, la hija del pulpero se ha ubicado en una silla de respaldo,
entre dos tinajones. Es una muchacha que sería bonita si suprimiera la capa de
bermellón y de albayalde con los cuales pretende realzar su encanto. Entre
tanta pintura ordinaria, brillan sus ojos húmedos. Viste una falda amplísima,
un verdugado, cuyos pliegues alisa con las uñas de ribete negro. Sobre el
pecho, bajo la gorguera, tiemblan los vidrios de colores de una joya falsa. Su
padre, arremangado, sudoroso, trajina en mitad del patio. Un negro le ayuda a
desclavar las barricas y las cajas, de donde va sacando las mercaderías que
sigilosamente desembarcaron la noche anterior. Son fardos de contrabando
venidos de Porto Bello, en el otro extremo de América. Se los envió Pedro
González Refolio, un sevillano. Buenos Aires contrabandea del gobernador abajo,
pues es la única forma de que subsista el comercio, así que el tendero apenas
recata el tono cuando dicta:
– ¡Arcabuces! ¡Siete arcabuces!
El soldado gira hacia él. Se le
escapan los ojos tras las armas de mecha y las horquillas. Protesta el
banquero:
– ¡A jugar, señores!
Y baraja los naipes cuyo as de oros
se envanece con el escudo de Castilla y de León y el águila bicéfala.
– ¡Una alfombra fina, de tres ruedas!
¡Cuatro sábanas de Ruán!
Lope sigue apuntando en su cuaderno.
Ni el pulpero ni su hija saben escribir, de modo que el mocito tiene a su cargo
la tarea de cuentas y copias. Se hastía terriblemente. La muchacha lo advierte;
abandona por un momento el empaque y, con mil artificios de coquetería, se
acerca a él. Le sirve un vaso de vino:
-Para el escritor.
El escritor suspira y lo bebe de un
golpe. ¡Escritor! Eso quisiera ser él y no un escribiente miserable. La niña le
come con los ojos. Se inclina para recoger el vaso y murmura:
-¿Vendrás esta noche?
El adolescente no tiene tiempo de
responder, pues ya está diciendo el pulpero:
-Aquí terminamos. Una… dos… tres…
cinco varas de raso blanco para casullas…
Las ha desplegado mientras las medía
y ahora emerge, más transpirado y feo que nunca, entre tanta frágil pureza que
desborda sobre las barricas.
-Y esto, ¿qué es?
Levanta en la diestra un libro que se
escondía en lo hondo de la caja. Azárase el mercader:
-¿Cómo diablos se metió esto entre
los géneros?
Lo abre torpemente y como las letras
nada le transmiten, lo lanza por los aires, hacia los jugadores. El escribano lo
caza al vuelo. Conserva los naipes en una mano y con la otra
lo hojea.
-Es una obra publicada este año.
Miren sus mercedes: Madrid, 1605.
Se impacienta el banquero, a quien
acosan los mosquitos:
-¿Qué se hace aquí? ¿Se lee o se
juega?
Por su izquierda, hace cortar al
dominico la baraja.
El fraile toma a su vez el libro (no
es mucho lo que contiene: algo más de trescientas páginas), y declara,
doctoral:
-Acaso sea un peligroso viajero y
convenga someterlo al Santo Oficio.
-Nada de eso -arguye el dueño de la
pulpería-. Luego se meterían en averiguaciones de cómo llegó a mis manos.
Y el soldado: -No puede ser cosa
mala, pues está dedicado al Duque de Béjar.
El escribano se limpia los anteojos y
resopla:
-Para mí no hay más duque que el
Duque de Lerma.
Allí se echan todos a discutir. Bastó
que se nombrara al favorito para que la tranquilidad del patio se rompiera como
si en él hubieran entrado cien avispas. Por instantes el tono desciende y los
personajes atisban alrededor. Es que el pulpero, irritado, ha dicho que el
señor Felipe III es el esclavo del duque y que ese hombre altivo gobierna
España a su antojo. Sobre las voces distintas, crece la del molinero:
-¿Jugamos? ¿Jugamos, pues?
La niña palmotea desde su silla dura
y aprovecha la confusión para dirigir a Lope miradas de incendio.
– ¡Haya paz, caballeros! -ruega el
dominico-. He estado recorriendo el comienzo de este libro y no me parece que
merezca tanta alharaca. Es un libro de burlas.
Menea la cabeza el escribano:
-¿Adónde iremos a parar con las
sandeces que agora se estampan? Déme su merced algo como aquellos libros que
leíamos de muchachos y nos deleitaban. Las Sergas de Esplandián…
-Lisuarte de Grecia…
-Palmerín de Oliva…
Los jugadores han quedado en
silencio, pues la evocación repentina les ha devuelto a su juventud y a las novelas
que les hacían soñar en la España remota, en la quietud de los caseríos
distantes, de los aposentos provincianos donde, a la luz de la lumbre, los
guerreros fantásticos se aparecían, con una dama en la grupa del caballo,
pronunciando maravillosos discursos en el estruendo de las armas de oro.
Sólo el molinero de Flandes, que
nunca ha leído nada, insiste con su protesta:
-Si no se juega, me voy. Sosiéganse
los demás.
-Mejor será que lo demos a Lope
-resume el escribano-. A nosotros ya nada nuevo nos puede atraer, pues hemos
sido educados en el oficio de las buenas letras. Señores, se pierde la raza.
Empieza la época de la estupidez y de la blandura.
¡Ay, don Duardos de Bretaña, don
Clarisel, don Usuarte!
El pulpero suelta una carcajada gorda
y alinea los arcabuces bajo la parra.
-¡Otra vuelta de vino de Guadalcanal!
Y el libro, casi desencuadernado por los tirones, aletea una vez más por el
aire, hacia el muchacho meditabundo que afila su pluma.
Ahora la casa duerme, negra de
sombras, blanca de estrellas infinitas. La muchacha, cansada de aguardar a su
desganado amante, cruza el patio de puntillas, hacia su habitación. Espía por
la puerta y le ve, echado de bruces en el lecho. A la claridad de un velón,
está leyendo el libro, el maldito libro de tapas color de manteca. Ríe,
ensimismado, a mil leguas de Buenos Aires, del tendero, del olor a frutas y
ajos que inunda la casa.
No lo puede tolerar el orgullo de la
hija del pulpero. Entra y le recrimina por lo bajo, con bisbiseo afanoso, de
miedo de que su padre la oiga:
-¡Mala entraña! ¿Por qué no has
venido?
Lope quiere replicarle, pero tampoco
se atreve a levantar la voz. Sucédese así un diálogo ahogado, entre la niña
cuyos rubores pugnan por aparecer bajo la máscara de bermellón, y el mocito que
se defiende con el volumen, como si espantara moscas.
Por fin, ella le quita el libro, con
tal fiereza que deja en sus manos las tapas de pergamino. Y huye con él
apretado contra el seno, rabiosa, hacia su cuarto.
Allí, frente al espejo, la presencia
familiar de las alhajas groseras, de los botes de ungüento y de los peines de
asta y de concha, la serena un poco, aunque no aplaca la fiebre de su
desengaño. Comienza a peinarse el cabello rubio. El libro permanece abandonado
entre las vasijas. Habla sola, haciendo muecas, apreciando la gracia de sus
hoyuelos, de su perfil. Le enrostra al amante ausente su indiferencia, su
desamor. Sus ojos verdes, que enturbian las lágrimas, se posan sobre el libro
abandonado, y su cólera renace. Voltea las páginas, nerviosa. Al principio hay
algunas en que las líneas no cubren el total del folio. Ignora que son versos.
Quisiera saber qué dicen, qué encierran esas misteriosas letras enemigas, tan
atrayentes que su seducción pudo más que los encantos de los cuales sólo goza
el espejo impasible.
Entonces, con deliberada lentitud,
rasga las hojas al azar, las retuerce, las enrosca en tirabuzón y las anuda en
susrizos dorados. Se acuesta, transformada su cabellera en la de una medusa
caricaturesca, entre cuyos bucles absurdos asoman, aquí y allá, los arrancados
fragmentos de Don Quijote de la Mancha. Y llora.
Manuel Mujica Láinez
Buenos Aires, Sudamericana, 1986.
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