Bolaño bien de cerca
De lleno en la prosa de Bolaño, Libro de arena publica en esta entrega, referida a la semana de homenaje al escritor chileno, un fragmento de la novela Estrella distante acompañado de una impresión de lectura. El capítulo noveno de la novela, una de las más reconocidas del autor, trata sobre cómo el narrador descubre, por las huellas de la escritura, por el estilo, que tras la autoría del ensayo-poema que propugna la revolución literaria se encuentra el inefable Carlos Wieder, alias Alberto Ruiz-Tagle.
Por
María Virginia Hernández*
Hace
muchos años leí un libro de Bolaño que me fascinó y del que hoy guardo algunos
recuerdos fugaces. Ese libro está entre mis libros favoritos, esos libros
a los que uno sabe que tarde o temprano va a volver, como a un gran amor, del que
nos separamos solamente por un tiempo para al regresar sentir la emoción
renovada que generan los amores que han dejado una marca. Y esa marca vieja que
invita a volver está en Estrella distante,
de Bolaño. De Estrella… seduce todo,
la prosa arrolladora que atrapa al lector que no quiere perderse ni por un
segundo el hilo que desenrolla la intriga, el ritmo narrativo con que se va
organizando el relato, el juego de identidades apócrifas que se suceden como máscaras
que se solapan. Toda la serie de desboblamientos
y multiplicaciones de las identidades que se conjugan con la mirada paranoica
del narrador que casi se diría desconfía de su propia sombra y hacen recordar
un poco en el tono a otros relatos y a otros narradores, que estamos todo el
tiempo tentados de evocar, como Borges o Nabocov. Sobre todo por cómo juegan el
juego. Por cómo hacen al lector jugar el juego, bien cercano, bien lejos de
proponerse distante. Porque nos pide que nuestro deseo de saber sea tan intenso
como el del narrador y que lleguemos junto con él a la encrucijada final en que,
si es que ocurre, todo sea finalmente desnudado. Por eso Estrella distante, porque festeja el deseo de leer.
“Esta es mi última transmisión
desde el planeta de los monstruos. En adelante escribiré mis poemas con
humildad y trabajaré. No me sumergiré nunca más en el mar de mierda de la
literatura para no morirme de hambre y no intentaré publicar.
De la colección de
revistas que fui amontonando en mi mesa había dos que llamaron mi atención. Con
las otras era posible hacer un muestrario variopinto de psicópatas y
esquizofrénicos, pero sólo esas dos tenían el élan, la singularidad de empresa
que atraía a Carlos Wieder. Ambas eran francesas: el número 1 de La Gaceta
Literaria de Evreaux y el número 3 de la Revista de los Vigilantes Nocturnos de
Arras. En cada una de ellas encontré un trabajo crítico de un tal Jules Defoe,
aunque en La Gaceta adoptaba la forma, puramente circunstancial, del verso.
Pero antes debo hablar de Raoul Delorme y de la secta de los escritores
bárbaros.
Nacido en 1935, Raoul
Delorme fue soldado y vendedor del mercado de abastos antes de encontrar una
colocación fija (y más acorde con una ligera enfermedad en las vértebras
contraída en la Legión) como portero de un edificio del centro de París. En
1968, mientras los estudiantes levantaban barricadas y los futuros novelistas
de Francia rompían a ladrillazos las ventanas de sus Liceos o hacían el amor
por primera vez, decidió fundar la secta o el movimiento de los Escritores
Bárbaros. Así que, mientras unos intelectuales salían a tomar las calles, el
antiguo legionario se encerró en su minúscula portería de la rue Des Eaux y
comenzó a dar forma a su nueva literatura. El aprendizaje consistía en dos
pasos aparentemente sencillos. El encierro y la lectura. Para el primer paso
había que comprar víveres suficientes para una semana o ayunar. También era
necesario, para evitar las visitas inoportunas, avisar que uno no estaba
disponible para nadie o que salía de viaje por una semana o que había contraído
una enfermedad contagiosa. El segundo paso era más complicado. Según Delorme,
había que fundirse con las obras maestras. Esto se conseguía de una manera
harto curiosa: defecando sobre las páginas de Stendhal, sonándose los mocos con
las páginas de Víctor Hugo, masturbándose y desparramando el semen sobre las
páginas de Gautier o Banville, vomitando sobre las páginas de Daudet,
orinándose sobre las páginas de Lamartine, haciéndose cortes con hojas de
afeitar y salpicando de sangre las páginas de Balzac o Maupassant, sometiendo,
en fin, a los libros a un proceso de degradación que Delorme llamaba
humanización. El resultado, tras una semana de ritual bárbaro, era un
departamento o una habitación llena de libros destrozados, suciedad y mal olor
en donde el aprendiz de literato boqueaba a sus anchas, desnudo o vestido con shorts,
sucio y convulso como un recién nacido o más apropiadamente como el primer pez
que decidió dar el salto y vivir fuera del agua. Según Delorme, el escritor
bárbaro salía
fortalecido de la
experiencia y, lo que era verdaderamente importante, salía con una cierta
instrucción en el arte de la escritura, una sapiencia adquirida mediante la
«cercanía real», la «asimilación real» (como la llamaba Delorme) de los
clásicos, una cercanía corporal que rompía todas las barreras impuestas por la
cultura, la academia y la técnica.
No se sabe cómo pero no
tardó en tener algunos seguidores. Eran gente como él, sin estudios y de
condición social baja y a partir de mayo del 68 dos veces al año se encerraban,
solos o en grupos de dos, tres y hasta cuatro personas, en buhardillas
minúsculas, porterías, cuartos de hotel, casitas de los suburbios, trastiendas
y reboticas y preparaban el advenimiento de la nueva literatura, una literatura
que podía ser de todos, según Delorme, pero que en la práctica sólo sería de
aquellos capaces de cruzar el puente de fuego. Mientras tanto, se contentaban
con publicar fanzines que vendían ellos mismos en precarios tenderetes
instalados en cualquier espacio de los innumerables mercadillos de libros
usados y revistas que pululaban por las calles y plazas de Francia. La mayoría
de los bárbaros, por supuesto, eran poetas aunque algunos escribían cuentos y
otros se atrevían con pequeñas piezas de teatro. Sus revistas tenían nombres
anodinos o fantásticos (en La Gaceta Literaria de Evreaux se daba una lista de
publicaciones del movimiento): Los Mares Interiores, El Boletín Literario
Provenzal, La Revista de las Artes y las Letras de Tolón, La Nueva Escuela
Literaria, etc. En la Revista de los Vigilantes Nocturnos de Arras (publicada,
en efecto, por una corporación de vigilantes nocturnos de Arras) venía una
antología bárbara bastante ilustrativa y meticulosa; bajo el subtítulo «Cuando
la afición deviene profesión» aparecían poemas de Delorme, Sabrina Martin, Use
Kraunitz, M. Poul, Antoine Dubacq y Antoine Madrid; cada uno estaba
representado con un solo poema salvo Delorme y Dubacq, con tres y dos
respectivamente. Como para subrayar el grado de afición de los poetas, debajo
de sus nombres y al lado de unas curiosas fotos tipo carnet, entre paréntesis, se
informaba al lector de su ocupación diaria y así uno podía saber que la
Kraunitz era auxiliar de enfermera en un geriátrico de Estrasburgo, que Sabrina
Martin hacía labores domésticas en varias casas de París, que M. Poul era
carnicero y que Antoine Madrid y Antoine Dubacq se ganaban los francos como
quiosqueros en sendos puestos de periódicos de un céntrico bulevar parisino.
Las fotos de Delorme y de su pandilla tenían algo que imperceptiblemente
llamaba la atención: primero, todos miraban fijamente a la cámara y por tanto a
los ojos del lector como si estuvieran comprometidos en un infantil (o al menos
vano) intento de hipnosis; segundo, todos, sin excepción, parecían confiados y
seguros, sobre todo seguros, en las antípodas del ridículo y de la duda, algo
que, bien pensado, tal vez no fuera poco corriente tratándose de literatos
franceses. La diferencia de edades era notoria, lo que eliminaba una afinidad
generacional entre los Escritores Bárbaros. Entre Delorme, que había cumplido
(aunque no los aparentaba) sesenta años y Antoine Madrid, que seguramente aún
no tenía veintidós, mediaban al menos dos generaciones. Los textos, tanto en
una como en otra revista, venían precedidos por una «Historia de la Escritura
Barbara», de un tal Xavier Rouberg y por una suerte de manifiesto del propio
Delorme titulado «La afición a escribir». En ambos se informaba, más bien con
pedantería y torpeza en el texto de Delorme pero, sorprendentemente, con
agilidad y elegancia en el de Rouberg (al que una pequeña nota biobibliográfica,
probablemente redactada por él mismo, presentaba como ex surrealista, ex
comunista, ex fascista, autor de un libro sobre «su amigo» Salvador Dalí
titulado Dalí en contra y a favor de la Ópera del Mundo, y actualmente retirado
en el Poitou), de la génesis de la escritura bárbara y de algunos hitos que
marcaban su subterránea y no siempre tranquila singladura. Sin las notas de
Rouberg y Delorme hubiera sido fácil tomarlos por miembros activos (o tal vez
más voluntariosos que activos) de un taller de literatura de algún barrio
obrero de los suburbios. Sus rostros eran vulgares: Sabrina Martin parecía
rondar la treintena y la tristeza, Antoine Madrid tenía un airecillo de chulo
reservado y discreto, de aquellos que suelen guardar las distancias, Antoine
Dubacq era calvo, miope y cuarentón, la Kraunitz, tras una apariencia de
oficinista de edad indefinida, parecía ocultar un enorme caudal de energía
inestable, M. Poul era una calavera, con el rostro fusiforme, el pelo cortado
al cepillo, nariz larga y huesuda, orejas pegadas al cráneo, nuez prominente,
de unos cincuenta años, y Delorme, el jefe, parecía exactamente lo que era, un
ex legionario y un tipo con una gran voluntad. (¿Pero cómo se le pudo ocurrir a
e se hombre que profanando libros se podía mejorar el francés hablado y
escrito? ¿En qué momento de su vida definió las líneas maestras de su ritual?)
Junto a los textos de Rouberg (a quien el editor de la Revista de los
Vigilantes Nocturnos de Arras llamaba el Juan Bautista del nuevo movimiento
literario) se encontraban los textos de Jules Defoe. En la Revista era un
ensayo y en La Gaceta era un poema. En el primero se propugnaba, en un estilo
entrecortado y feroz, una literatura escrita por gente ajena a la literatura
(de igual forma que la política, tal como estaba ocurriendo y el autor se
felicitaba por ello, debía hacerla gente ajena a la política). La revolución
pendiente de la literatura, venía a decir Defoe, será de alguna manera su
abolición. Cuando la Poesía la hagan los no-poetas y la lean los no-lectores.
Podía haberlo escrito cualquiera, pensé, incluso el mismo Rouberg (pero su
estilo estaba en las antípodas, Rouberg, se notaba, era viejo, era irónico, era
venenoso, había sido elegante, era europeo, la literatura, para él, tenía la
forma de un río navegable, de cauce azaroso, sin duda, pero un río y no un
huracán contemplado en la lejanía inmensa de la Tierra) o el propio Delorme
(suponiendo que éste tras destripar cientos de libros de literatura francesa
del XIX hubiera aprendido por fin a escribir en prosa, lo cual era mucho
suponer), cualquiera con ganas de quemar el mundo, pero tuve la corazonada de
que aquel adalid del ex portero parisino era Carlos Wieder.
Del poema (un poema
narrativo que me recordó, Dios me perdone, trozos del diario poético de John
Cage mezclado con versos que sonaban a Julián del Casal o Magallanes Moure
traducidos al francés por un japonés rabioso) hay poco que decir. Era el humor
terminal de Carlos Wieder. Era la seriedad de Carlos Wieder.”
*María Virginia Hernández vive actualmente en Esquel donde trabaja como economista en planes de
reforestación para el gobierno provincial. En sus ratos libres desarrolla una
de sus tantas pasiones, la lectura y disfruta de hacer talleres y escribir
algunos artículos.
Roberto Bolaño
Estrella distante
Barcelona, Anagrama, 2001
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