Sísifo o el reconocimiento
Los claroscuros del Sísifo de Tiziano ya pintan de antemano la situación: el hombre se mueve en un mundo en tensión entre opuestos, la plenitud de sentido y su ausencia absoluta. Camus, considerado precursor de la filosofía del absurdo, reescribe el mito griego interesado ante todo en plantear la situación por la cual el castigo impartido por los dioses se convierte en tragedia para Sísifo. Y es el reconocimiento que sus trabajos tortuosos y absurdos, por su destino futil, le hacen adquirir acerca de la necesidad de adoptar la actitud de quien sabiéndose condenado a ese sin sentido logra superar su condición a través de la liberación de su conciencia. Libro de arena publica un fragmento del texto como parte de la semana de homenaje a este autor.
Los dioses habían condenado a Sísifo a subir sin cesar una roca
hasta la cima de
una montaña desde donde la piedra volvía a caer por su propio
peso. Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que
el trabajo inútil y sin esperanza. Si se ha de creer a Homero, Sísifo era el
más sabio y prudente de los mortales. No obstante, según otra tradición, se
inclinaba al oficio de bandido. No veo en ello contradicción. Difieren las
opiniones sobre los motivos que lo llevaron a convertirse en el trabajador
inútil de los infiernos. Se le reprocha, ante todo, alguna ligereza con los
dioses. Reveló los secretos de éstos. Egina, hija de Asopo, fue raptada por Júpiter.
Al padre le asombró esa desaparición y se quejó a Sísifo. Este, que conocía el
rapto, se ofreció a informar sobre él a Asopo con la condición de que diese
agua a la ciudadela de Corinto. Prefirió la bendición del agua a los rayos
celestiales. Por ello lo castigaron enviándolo al infierno. Homero nos cuenta
también que Sísifo había encadenado a la Muerte. Plutón no pudo soportar el
espectáculo de su; imperio desierto y silencioso. Envió al dios de la guerra,
quien liberó a la Muerte de las manos de su vencedor. Se dice también que
Sísifo, cuando estaba a punto de morir, quiso imprudentemente poner a prueba el
amor de su esposa. Le ordenó que arrojara su cuerpo insepulto en medio de la
plaza pública. Sísifo se encontró en los infiernos y allí, irritado por una
obediencia tan contraria al amor humano, obtuvo de Plutón el permiso para
volver a la tierra con objeto de castigar a su esposa. Pero cuando volvió a ver
el rostro de este mundo, a gustar del agua y del sol, de las piedras cálidas y
del mar, ya no quiso volver a la oscuridad infernal. Los llamamientos, las iras
y las advertencias no sirvieron de nada. Vivió muchos años más ante la curva
del golfo, la mar brillante y las sonrisas de la tierra. Fue necesario un
decreto de los dioses. Mercurio bajó a la tierra a coger al audaz por el
cuello, le apartó de sus goces y le llevó por la fuerza a los infiernos, donde
estaba ya preparada su roca.
Se ha comprendido ya que Sísifo es el héroe absurdo. Lo es tanto
por sus
pasiones como por su tormento. Su desprecio de los dioses, su odio
a la muerte y su
apasionamiento por la vida le valieron ese suplicio indecible en
el que todo el ser se
dedica a no acabar nada. Es el precio que hay que pagar por las
pasiones de esta
tierra. No se nos dice nada sobre Sísifo en los infiernos. Los
mitos están hechos para
que la imaginación los anime. Con respecto a éste, lo único que se
ve es todo el
esfuerzo de un cuerpo tenso para levantar la enorme piedra,
hacerla rodar y ayudarla a subir una pendiente cien veces recorrida; se ve el
rostro crispado, la mejilla pegada
a la piedra, la ayuda de un hombro que recibe la masa cubierta de
arcilla, de un pie
que la calza, la tensión de los brazos, la seguridad enteramente
humana de dos manos llenas de tierra. Al final de ese largo esfuerzo, medido
por el espacio sin cielo y el tiempo sin profundidad, se alcanza la meta.
Sísifo ve entonces cómo la piedra
desciende en algunos instantes hacia ese mundo inferior desde el
que habrá de volver a subirla hasta las cimas, y baja de nuevo a la llanura.
Sísifo me interesa durante ese regreso, esa pausa. Un rostro que
sufre tan cerca
de las piedras es ya él mismo piedra. Veo a ese hombre volver a
bajar con paso lento
pero igual hacia el tormento cuyo fin no conocerá jamás. Esta hora
que es como una
respiración y que vuelve tan seguramente como su desdicha, es la
hora de la
conciencia. En cada uno de los instantes en que abandona las cimas
y se hunde poco
a poco en las guaridas de los dioses, es superior a su destino. Es
más fuerte que su
roca a subir una pendiente cien veces recorrida; se ve el rostro
crispado, la mejilla pegada a la piedra, la ayuda de un hombro que recibe la
masa cubierta de arcilla, de un pie que la calza, la tensión de los brazos, la
seguridad enteramente humana de dos manos llenas de tierra. Al final de ese
largo esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el tiempo sin profundidad, se
alcanza la meta. Sísifo ve entonces cómo la piedra desciende en algunos
instantes hacia ese mundo inferior desde el que habrá de volver a subirla hasta
las cimas, y baja de nuevo a la llanura.
Sísifo me interesa durante ese regreso, esa pausa. Un rostro que
sufre tan cerca
de las piedras es ya él mismo piedra. Veo a ese hombre volver a
bajar con paso lento
pero igual hacia el tormento cuyo fin no conocerá jamás. Esta hora
que es como una
respiración y que vuelve tan seguramente como su desdicha, es la
hora de la
conciencia. En cada uno de los instantes en que abandona las cimas
y se hunde poco
a poco en las guaridas de los dioses, es superior a su destino. Es
más fuerte que su
roca.
Si este mito es trágico lo es porque su protagonista tiene
conciencia. ¿En qué
consistiría, en efecto, su castigo si a cada paso lo sostuviera la
esperanza de
conseguir su propósito? El obrero actual trabaja durante todos los
días de su vida en
las mismas tareas y ese destino no es menos absurdo. Pero no es
trágico sino en los
raros momentos en que se hace consciente. Sísifo, proletario de
los dioses, impotente y rebelde, conoce toda la magnitud de su miserable
condición: en ella piensa durante su descenso. La clarividencia que debía
constituir su tormento consuma al mismo tiempo su victoria. No hay destino que
no se venza con el desprecio.
Fragmento de:
El Mito de Sísifo
Albert Camus
Buenos Aires, Losada, 1985
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