Un cielo a trasluz de la metonimia y la hipálage
Ni fantástico, ni
maravilloso, ni siquiera extraño. Ninguna de esas clases corresponde al
impresionante cuento “Cielo de claraboyas” que Silvina Ocampo escribió en 1937, publicado en el libro Viaje olvidado. El relato crea una atmósfera única, inquietante, y finalmetne
siniestra. Organizado por un narrador que construye toda su visión de los
acontecimientos a partir de un desplazamiento permanente en la atribución de
las acciones a los personajes, este breve cuento corre la mirada de su centro. Todos
aparecen presentados y representados por sus cualidades o por su hacer, como
una extensión que los determina. Después de todo, Celestina bien podría ser la
suerte de habitar el cielo de cristales que dejan traslucir su desgracia. Para
cerrar la semana dedicada a Silvina
Ocampo Libro de
arena comparte con sus lectores “Cielo de
claraboyas”, un texto diferente, en donde la autora hace gala de su maestría en
el dominio del lenguaje poético.
La reja del ascensor tenía flores con cáliz dorado y follajes
rizados de fierro negro, donde se enganchan los ojos cuando uno está triste
viendo desenvolverse, hipnotizados por las grandes serpientes, los cables del
ascensor.
Era la casa de mi tía más vieja adonde me llevaban los sábados de
visita. Encima del hall de esa casa con cielo de claraboyas había otra casa
misteriosa en donde se veía vivir a través de los vidrios una familia de pies
aureolados como santos. Leves sombras subían sobre el resto de los cuerpos
dueños de aquellos pies, sombras achatadas como las manos vistas a través del
agua de un baño. Había dos pies chiquitos, y tres pares de pies grandes, dos
con tacos altos y finos de pasos cortos. Viajaban baúles con ruido de tormenta,
pero la familia no viajaba nunca y seguía sentada en el mismo cuarto desnudo,
desplegando diarios con músicas que brotaban incesantes de una pianola que se
atrancaba siempre en la misma nota. De tarde en tarde, había voces que
rebotaban como pelotas sobre el piso de abajo y se acallaban contra la
alfombra.
Una noche de invierno anunciaba las nueve en un reloj muy alto de
madera, que crecía como un árbol a la hora de acostarse; por entre las rendijas
de las ventanas pesadas de cortinas, siempre con olor a naftalina, entraban
chiflones helados que movían la sombra tropical de una planta en forma de
palmera. La calle estaba llena de vendedores de diarios y de frutas, tristes
como despedidas en la noche. No había nadie ese día en la casa de arriba, salvo
el llanto pequeño de una chica (a quien acababan de darle un beso para que se
durmiera,) que no quería dormirse, y la sombra de una pollera disfrazada de
tía, como un diablo negro con los pies embotinados de institutriz perversa. Una
voz de cejas fruncidas y de pelo de alambre que gritaba "¡Celestina,
Celestina!", haciendo de aquel nombre un abismo muy oscuro. Y después que
el llanto disminuyó despacito... aparecieron dos piecitos desnudos saltando a
la cuerda, y una risa y otra risa caían de los pies desnudos de Celestina en
camisón, saltando con un caramelo guardado en la boca. Su camisón tenía forma
de nube sobre los vidrios cuadriculados y verdes. La voz de los pies
embotinados crecía: "¡Celestina, Celestina!". Las risas le
contestaban cada vez más claras, cada vez más altas. Los pies desnudos saltaban
siempre sobre la cuerda ovalada bailando mientras cantaba una caja de música
con una muñeca encima.
Se oyeron pasos endemoniados de botines muy negros, atados con
cordones que al desatarse provocan accesos mortales de rabia. La falda con alas
de demonio volvió a revolotear sobre los vidrios; los pies desnudos dejaron de
saltar; los pies corrían en rondas sin alcanzarse; la falda corría detrás de
los piecitos desnudos, alargando los brazos con las garras abiertas, y un
mechón de pelo quedó suspendido, prendido de las manos de la falda negra, y
brotaban gritos de pelo tironeado.
El cordón de un zapato negro se desató, y
fue una zancadilla sobre otro pie de la falda furiosa. Y de nuevo surgió una
risa de pelo suelto, y la voz negra gritó, haciendo un pozo oscuro sobre el
suelo: "¡Voy a matarte!". Y como un trueno que rompe un vidrio, se
oyó el ruido de jarra de loza que se cae al suelo, volcando todo su contenido,
derramándose densamente, lentamente, en silencio, un silencio profundo, como el
que precede al llanto de un chico golpeado.
Despacito fue dibujándose en el vidrio
una cabeza partida en dos, una cabeza donde florecían rulos de sangre atados
con moños. La mancha se agrandaba. De una rotura del vidrio empezaron a caer
anchas y espesas gotas petrificadas como soldaditos de lluvia sobre las
baldosas del patio. Había un silencio inmenso; parecía que la casa entera se
había trasladado al campo; los sillones hacían ruedas de silencio alrededor de
las visitas del día anterior.
La falda volvió a volar en torno de la
cabeza muerta: "¡Celestina, Celestina!", y un fierro golpeaba con
ritmo de saltar a la cuerda.
Las puertas se abrían con largos quejidos
y todos los pies que entraron se transformaron en rodillas. La claraboya era de
ese verde de los frascos de colonia en donde nadaban las faldas abrazadas. Ya
no se veía ningún pie y la falda negra se había vuelto santa, más arrodillada
que ninguna sobre el vidrio.
Celestina cantaba
Les Cloches de Corneville, corriendo con Leonor detrás de los árboles de la
plaza, alrededor de la estatua de San Martín. Tenía un vestido marinero y un
miedo horrible de morirse al cruzar las calles.
FIN
Silvina Ocampo
Viaje olvidado
Buenos Aires, Sur, 1937
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