En el filo del lenguaje

¿Cómo trasponer el límite de la muerte? ¿Qué secreto poder tiene la palabra para sortear lo imposible? Silvina Ocampo cuenta qué hace una narración para jugar a quebrar los límites en "Autobiografía de Irene", cuento que corresponde al libro homónimo que fuera publicado por primera vez en 1948. A veinte años de la muerte de una de las más agudas narradoras argentinas, dueña de un fino dominio sobre la palabra, Libro de arena dedica una selección de textos y comentarios sobre su obra que serán publicados durante toda la semana. Porque no hay mejor forma de festejar la literatura que leyendo. 





Una tarde de enero, yo estaba sentada junto a la fuente de la plaza, en un banco. Recuerdo el calor sofocante del día y la frescura inusitada que trajo la puesta del sol. En alguna parte, seguramente había llovido. Tenía la cabeza reclinada en mi mano; tenía en la mano un pañuelo: actitud melancólica, que a veces inspira el calor, y que en aquel momento parecía inspirada por la tristeza. Alguien se sentó a mi lado. Me habló una voz suave de mujer. Éste fue nuestro diálogo:–Perdone mi atrevimiento. Por falta de tiempo desdeño los preámbulos de la amistad. Yo no vivo en este pueblo; la casualidad me trae de vez en cuando. Aunque vuelva a sentarme en esta plaza, no es probable que nuestra entrevista se repita. Tal vez no vuelva a verla, ni en el balcón de una casa, ni en una tienda, ni en el andén de la estación, ni en la calle.–Me llamo Irene –repuse–, Irene Andrade.–¿Usted ha nacido aquí?–Sí, he nacido y moriré en el pueblo.–Nunca se me ocurrió la idea de morir en un lugar determinado, por triste o por encantador que fuera. Nunca pensé en mi muerte como cosa posible.–Yo no he elegido este pueblo para morir en él. El destino designa lugares y fechas, sin consultarnos.–El destino resuelve las cosas y no las participa. ¿Cómo sabe usted que va a morir en este pueblo? Usted es joven y no parece enferma. Uno piensa en la muerte cuando uno está triste. ¿Por qué está triste?–No estoy triste. No tengo miedo de morir y nunca me ha defraudado el destino. Éstas son mis últimas tardes, estas nubes rosadas serán las últimas, con sus formas de santos, de casas, de leones. Su cara será la última cara nueva; su voz, la última que oigo.–¿Qué le ha sucedido?–Nada me ha sucedido y felizmente pocas cosas han de sucederme. No tengo curiosidades. No quiero conocer su nombre, no quiero mirarla: las cosas nuevas me perturban, retardan mi muerte.–¿Nunca ha sido feliz? ¿No son esperanzas ciertos recuerdos?–No tengo recuerdos. Los ángeles me traerán todos mis recuerdos el día de mi muerte. Los querubines me traerán las formas de los rostros. Me traerán todos los peinados y las cintas, todas las posturas de los brazos, las formas de las manos del pasado. Los serafines me traerán el sabor, la sonoridad y la fragancia, las flores regaladas, los paisajes. Los arcángeles me traerán los diálogos y las despedidas, la luz, el silencio conciliador.–¡Irene, me parece que la conozco desde hace mucho tiempo! He visto su rostro en alguna parte, tal vez en una fotografía, con un peinado alto, con cintas de terciopelo y un sombrero con guindas. ¿No existe una fotografía suya, con un fondo melancólico de árboles? ¿Su padre no vendía plantas hace tiempo? ¿Por qué quiere morirse? No baje los ojos. ¿No admite la belleza del mundo? Usted desea morir porque en las despedidas todo se vuelve más definitivo y hermoso.–Para mí la muerte será una llegada y no una despedida.–Llegar no es tan agradable. Hay personas que ni al cielo llegarían con alegría. Hay que habituarse a los rostros, a los lugares más deseados. Hay que acostumbrarse a las voces, a los sueños, a la dulzura del campo.–A ningún lugar llegaría por primera vez. Yo reconozco todo. Hasta el cielo a veces me inspira temor. ¡El temor de sus imágenes, el temor de reconocerlo!–Irene Andrade, yo quisiera escribir su vida.–¡Ah! Si usted me ayudase a defraudar el destino no escribiendo mi vida, qué favor me haría. Pero la escribirá. Ya veo las páginas, la letra clara, y mi triste destino. Comenzará así: Ni a las iluminaciones del veinticinco de mayo, en Buenos Aires, con bombitas de luz en las fuentes y en los escudos, ni a las liquidaciones de las grandes tiendas con serpentinas verdes, ni al día de mi cumpleaños, ansié llegar con tanto fervor como a este momento de dicha sobrenatural. Desde mi infancia fui pálida como ahora...

(Versión completa: aquí)



Por Cecilia Galiñanes


Si hay un acontecimiento increíble, además de insoportable de pensar, de sostener en el pensamiento, de tolerar, es la muerte. Increíble no tanto por lo insólito que caracterizaría a un evento maravilloso, pero más bien  increíble  porque nos rehusamos a creer en él, a creer no sólo en su aplastante efectividad sino incluso en su mera posibilidad. Esto que es increíble, la muerte, puede convertirse en fantástico. Pero entonces ocurre otro acontecimiento. Como abolir la muerte es tarea de éxito improbable, el ser humano hace pensables otros finales. El final de “Autobiografía de Irene” crea un cuento fantástico allí adonde hasta entonces no lo había. El cuento no es fantástico por todas las proezas de las que se considera capaz a la protagonista. Todo ese conjunto es una enumeración de datos mágicos, que asombran porque no parecen de este mundo. Porque escapan a las sencillas habilidades humanas: predecir el futuro, la adivinación del más ínfimo detalle, la certeza de ya haber vivido la escena, la clarividencia... hasta ahí tenemos un relato maravilloso en donde ocurren cosas increíbles al estilo de la muerte, aunque quizá no tan indeseables. Lo realmente fantástico se precipita en el final en que todo lo anterior cobra un nuevo sentido cuando Irene se cruza consigo misma para encontrar un destino alternativo a su inminente extinción en el relato que a su otro yo le propone hacer de “sí misma”. En ese instante el cuento nos deja saber que toda la historia anterior se torna obvia a la luz de esta posibilidad propia de los textos fantásticos que nos obligan a pensar en eventos no mágicos, sino imposibles. Hacernos aceptar que ocurran hechos que se autoexcluyen, que se niegan entre sí, es una de sus vocaciones. El principio ya anunciaba el final, aunque aún no lo imagináramos; el final se toca con el inicio de la historia, lo dobla, lo repite, lo hace previsible; por eso es razonable que Irene no se sorprenda de los eventos que le ocurren. La aceptación lacónica de su trágico destino por fin tiene sentido, ya conoce de antemano los detalles de su porvenir, pero esto no es mágico o maravilloso, es fantástico. La diferencia para el lector es que ahora entiende por qué. Tiempo y espacio confluyen lo mismo que la narradora cuando se encuentra consigo misma. Todo termina siendo un artilugio verbal, una modulación del discurso. Pero lo inaudito es que ocurra lo único que no puede ser dicho por uno. Todo puede ser contado excepto la propia muerte. La autobiografía tiene un final prefijado: la muerte. Hasta ella se puede contar, ese es su límite ¿cómo podría una autobiografía comenzar después? Es por eso que Irene siente que comenzará a vivir, vivirá en la letra, en el relato; allí, en ese lugar todo está por iniciarse, en un tiempo interminable, eterno en el que cada final señale nuevamente su comienzo, como en cada ritual de escritura.
 La habilidad de la narración consiste en darle forma a esta imposibilidad y obligar el lector a pensarla, que es lo que Silvina Ocampo logra tan bien. Acaso aceptar que lo imposible también tiene un lugar haga más tolerable la muerte.


Autobiografía de Irene


Silvina Ocampo


Buenos Aires, Sudamericana, 1948

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