Más que poesía

La lectura y la escritura abren lugares de ensueño y de realidades que se confunden y superponen. En todo caso, los sitios que marcan a un sujeto dejan huellas indelebles en él, como la palabra poética con que la mente los evoca. Libro de arena publica un fragmento de “Cara” de Alice Munro, cuento incluido en Demasiada felicidad.



Cuando oí unas pisadas en mi habitación supe que eran de una mujer, y me pareció que no era una enfermera. Sin embargo, cuando dijo: "Está despierto. Bien. Vengo a leerle”, pensé que me había equivocado, que sí era enfermera. Estiré un brazo, creyendo que iba a leerme las llamadas constantes vitales.
-No, no-dijo ella con su firme vocecita-. He venido a leerle un libro, si le apetece. A algunas personas les gusta. Se aburren de estar tumbadas con los ojos cerrados.
-¿Quién elige? ¿Ellas o usted?
-Ellas, pero a veces yo les recuerdo algo. Intento recordarles alguna historia de la Biblia, alguna parte de la Biblia de la que se acuerden. O algún cuento de cuando eran pequeños. Siempre traigo un montón de cosas.
-A mí me gusta la poesía.
-No parece demasiado entusiasmado.
Me di cuenta de que era verdad, y sabía por qué. He leído poesía en voz alta, por la radio. Y he escuchado leer a otras voces educadas, y hay algunas formas de leer con las que me siento cómodo y otras que detesto.
-Entonces podríamos jugar a un juego-dijo ella como si yo se lo hubiese explicado, cosa que no había hecho-. Yo le leo un poco de versos, me callo y vemos si usted puede recitar el siguiente. ¿Le parece bien?
Pensé que a lo mejor era una chica muy joven, deseosa de despertar interés, de tener éxito en ese trabajo.
Le contesté que me parecía bien, pero que nada en inglés antiguo.
-“Estaba el rey en Dunfermline…” -empezó a decir, como esperando respuesta.
-“Bebiendo vino del color de la sangre…”-continué, y seguíamos de buena gana. Ella leía bastante bien, aunque a una velocidad infantil, como para lucirse. Empezó a gustarme el sonido de mi voz, y de vez en cuando me permitía una pequeña floritura teatral.
-Qué bonito-dijo ella.
-Te mostraré dónde crecen los lirios/en las riberas de Italia…”
-¿Es “crecen” o “nacen”?-dijo. No tengo ningún libro donde salga ese poema. Pero debería acordarme. Da igual; es precioso. Siempre me gustó su voz por la radio.
-¿En serio? ¿Me escuchabas?
-Claro. Y mucha gente.
Dejó de apuntarme versos y yo tomé la delantera. Ya se pueden imaginar. “La playa de Dover”, “Kubla Khan”, “Viento del oeste”, “Los cisnes salvajes” y “Juventud condenada”. Bueno, quizá no todos, no enteros.
-Está usted sofocado-dijo. Su pequeña mano se posó rápidamente en mi boca. Y después su cara, un lado de su cara, en la mía-. Tengo que irme. Solo otro antes de marcharme. Se lo voy a poner más difícil, porque no voy a empezar por en principio.
-“Nadie largo tiempo te llorará/por ti rezará, te extrañará./ Tu lugar ha quedado libre…”
-No lo había oído nunca-dije.
-¿Seguro?
-Seguro. Usted gana.
Yo había empezado a sospechar algo. Ella parecía distraída, un poco molesta. Oí el reclamo de los gansos que sobrevolaban el hospital. En esta época del año hacen prácticas de vuelo, y después los vuelos se prolongan cada vez más hasta que un día los gansos se marchan. Estaba despertándome con esa sensación de sorpresa e indignación que sigue a un sueño convincente. Quería dar marcha atrás y que ella pusiera su cara contra la mía. Su mejilla en la mía. Pero los sueños no son tan complacientes.


Cuando recuperé la vista y volví a casa busqué los versos con los que ella me había dejado en mi sueño. Repasé un par de antologías y no los encontré. Empecé a sospechar que los versos no eran de ningún poema de verdad, sino que habían sido inventados en el sueño, para confundirme.
¿Inventados por quién?
Pero más entrado el otoño, un día que estaba preparando unos libros viejos para donarlos a una venta benéfica, se me cayó un papel pardusco con unos versos escritos a lápiz. No era la letra de mi mano, y difícilmente podría haber sido la de mi padre. Entonces, ¿de quién? Quienquiera que fuera había escrito el nombre del autor al final. Walter de la Mare. Sin título. No conozco demasiado bien las obras de este autor, pero era probable que hubiera visto el poema en algún momento, quizá no en ese manuscrito, sino en un libro de texto, y hubiese enterrado las palabras en las profundidades de mi cerebro. ¿Y por qué? ¿Sólo para que me incordiaran, o que me incordiara el fantasma de una audaz mujer-niña en un sueño?

          No hay pesar
         que el tiempo no cure
         pérdida ni traición
         irremediable.
         Bálsamo para el alma
         aun si la tumba
         cercena
         al amante del amado
         y  cuanto comparten.
         Mira, brilla el sol,
         pasado el aguacero
         las flores lucen su belleza
        ¡qué hermoso día!
        Que el amor y el deber
        no te inquieten.
        Los amigos largo tiempo olvidados
        quizá  te esperen allí donde
        vida y muerte
        todo igualan.
        Nadie largo tiempo te llorará,
        por ti rezará, te extrañará.
       Tu lugar ha quedado libre,
       tu ya no estás.

El poema no me deprimió. Parecía corroborar de una forma extraña la decisión que ya había tomado de no vender la casa y quedarme.
Algo había ocurrido allí. En la vida tienes unos cuantos sitios, o quizá uno solo, donde ocurrió algo, y después están todos los demás sitios.


"Cara", en Demasiada felicidad
Alice Munro
Buenos Aires, Lumen, 2010

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