Los exámenes del maestro
Un derrotero lleno de pruebas, de instancias de evaluación de lo más disímiles, aguarda impasible a quien decide el rumbo de la docencia. Ardua y a la vez reconfortante tarea es la de acompañar a otros en el desafío de adquirir nuevos saberes y habilidades, que obligan a repensarse a uno mismo en cada oportunidad. En el día del maestro Libro de arena rinde homenaje a todos aquellos que han elegido ese camino con un bello texto que recuerda obstáculos y logros de esta labor.
Por Mario Méndez
Soy
maestro, y de esa frase, que me pinta de cuerpo entero, estoy muy orgulloso. Pero
no fue fácil llegar a serlo, claro que no. Como Hércules (pero sin sus
músculos) he trabajado en una docena de trabajos diferentes. En todos ellos,
algo aprendí. Pero en ninguno, ni de cerca, aprendí tanto como dando clase. Antes
de ser maestro fui lavacopas, cartero, vendedor de vino, de figuritas, chapista,
pintor de brocha gorda, repartidor de volantes, vendedor de rifas, quiosquero, librero,
oficinista. Antes de decidirme por el Magisterio, estudié Letras, carrera que
dejé tres veces. Cuando la dejé por tercera vez tenía veintidós años y no sabía
qué hacer con mi vida. Sentado en un café frente a la Facultad me puse a pensar
qué haría: alguna vez había dado clases de apoyo, con un grupo de militantes
juveniles, y me había gustado. Podía probar con eso, me dije, quizás fuera lo
mío. Tenía mis dudas, pero era joven, la vida recién comenzaba. Sabía que con
la docencia se ganaba poco, pero no me importó. Suponía que, como maestro, la
vida se me haría más rica, y eso no tenía nada que ver con la plata. No me
equivoqué.
Empecé
a estudiar en el Mariano Acosta, profesorado insigne de Buenos Aires, por donde
había pasado, entre otros, nada menos que Julio Cortázar. Estudiando allí me
sentí mejor que nunca, me convencí –aunque eso aún estaba por probarse– que sí,
que había acertado, que la docencia era lo mío. No sabía aún que para ser
maestro todavía tenía que pasar muchos exámenes, que iban bastante más allá de
los que me tomaban en el profesorado: los exámenes que me instalarían de lleno
en la docencia y que me cambiarían la vida. No fueron doce, como las pruebas de
Hércules, pero a mí me resultaron tanto o más difíciles que limpiar los
establos de Gerión, o capturar al can Cerbero.
El
primero de los exámenes lo afronté cuando debuté en una escuela, antes de
recibirme. En el Acosta se había corrido la voz de que en Moreno, en el lejano
Oeste del Gran Buenos Aires, tomaban estudiantes para cubrir suplencias. Yo no
tenía trabajo, era una oportunidad. Cierto es que vivía en Temperley, en la
otra punta del mundo, pero me alentó la posibilidad de probarme que esta vez no
me había equivocado de carrera. Y me sumó ganas el que mi novia de entonces viviera
en Castelar, que quedaba de camino. Me instalé por unos días en la casa de un
primo, en Ituzaingó, y conseguí mi primer cargo en el cruce Derqui, en las
afueras de Moreno. Para llegar tomaba un colectivo hasta Padua, de ahí el tren
hasta Moreno, y luego otro colectivo que pasaba cada tanto: dos horas de viaje,
que el primer día hice con mucho entusiasmo. Sin embargo, ese primer día fue un
desastre: los pibes de séptimo, muchos de ellos vendedores ambulantes del tren Sarmiento, o peones de las
fábricas de ladrillo del cruce, me tiraron con todo, literalmente. La primera
vez que me di vuelta para anotar algo en el pizarrón una tiza explotó al lado
de mi cara. No conseguí que me escucharan más que con una resignada, o burlona,
indiferencia. Esa tarde volví al Acosta completamente deprimido. Había fallado.
Una sola jornada real, al frente del aula, me había convencido de que no tenía
pasta para ser maestro. Los amigos del profesorado prácticamente me obligaron a
volver al otro día. Si el primer día había ido con entusiasmo, y bastantes
nervios, esta segunda vez iba aterrado. No quería afrontar el rechazo de los
pibes, ni sufrir su indiferencia, que era mucho peor. Sin embargo, a pesar de
los temores, me fue un poco mejor. Leí un cuento de Horacio Quiroga, me dejé
llevar, me entusiasmé con la lectura y
de pronto percibí que los pibes me estaban escuchando, con ganas. A partir de
ahí me fui consolidando. Al otro día me fue un poco mejor todavía, y hacia el
fin de la semana ya jugaba al fútbol con los pibes en el recreo y daba las
clases con cierto aplomo. La suplencia terminó, en la casa de mi primo no me
podía eternizar y el sueldito no alcanzaba ni para cubrir los dos colectivos y
el pasaje del tren, así que no volví a Moreno. Pero una vez que me recibí ya no
dejé la tiza. Había encontrado el camino, eso era seguro. Aunque los exámenes
seguirían.
Cuando
me recibí los listados de la municipalidad estaban cerrados. Con mi amigo
Gustavo decidimos dejar nuestros magros curriculums en cuanto colegio privado
se nos cruzaba por el camino. En uno de Palermo nos atendió el coordinador, un tipo
autoritario que aunque se creía simpático aterraba a los chicos. Nos tomó de
inmediato, como talleristas, a la espera de que surgiera un cargo frente al
aula: nos aseguró que él “nos iba a formar”. Ese fue el segundo examen: como en
mi curriculum figuraba mi paso por Letras y que había publicado algunos cuentos
en revistas estudiantiles, el coordinador me propuso que diera, en los sextos y
séptimos, un taller literario. Yo no tenía ni idea de cómo hacerlo. Me sentía
examinado por triplicado: mis examinadores serían esos ciento ochenta chicos
que verían en mí a un maestro que todavía estaba verde, el coordinador que nos
pretendía formar a su imagen y semejanza y la maestra de Lengua, una alemana
grandota cuya mayor preocupación era la ortografía y que, por la lectura
placentera y la escritura creativa tenía un interés casi nulo. Ella también me
vería como un maestro aún verde, y yo no tenía ni idea de cómo empezar con mis
talleres. La tarde anterior al comienzo encontré en la desaparecida editorial
Plus Ultra un libro maravilloso, de Gloria Pampillo, que se llamaba,
justamente, El taller literario en la escuela. Ese libro me estaba esperando.
Lo leí en esa tarde, tomé nota de algunos consejos ineludibles (que muy poco
tenían que ver con cómo se enseñaba Lengua en esa escuela) y me planté frente a
los chicos, a proponerles que escribieran. Ese segundo examen me trajo la
primera gran riqueza que la docencia me produciría: encontré mi propia voz, como
maestro y, de a poco, como escritor. Todavía no podía saberlo, pero si unos
años después publiqué mi primera novela, de literatura infantil, y hoy tengo
construida cierta trayectoria en ese campo, el germen estuvo en los talleres
que empecé a dar aquella mañana. Los talleres se terminaron a mitad de año, y
el coordinador, que se dio cuenta que nunca seríamos como él quería que
fuéramos, nos echó sin miramientos. Pero el examen estaba aprobado.
Mientras
tanto, hice un curso en el Plan de
Alfabetización, y cuando quedé sin trabajo conseguí un puesto de alfabetizador en
la Villa 20. El taller funcionaba en el comedor “Piluso”, que por las tardes
estaba vacío. Allí me instalé con mis primeros alumnos, que en principio eran sólo
dos. Yo nunca había trabajado en la Villa, no conocía los códigos del barrio y
mis alumnos, una señora de unos cuarenta años, que tenía varios hijos y una hermosa sonrisa de
pocos dientes, y Roberto, un cincuentón fenomenal que había trabajado como
travesti en cabarets de todo el país y de Bolivia y Ecuador, y era uno de los
peluqueros domiciliarios de la villa, eran gente grande que me centuplicaban
–por lo menos– en experiencia de vida. Sin embargo, me trataban de usted, con
un respeto casi reverencial: para ellos yo era “el profesor”. Muchos años
trabajé en la villa, y esos años cambiaron mi vida, mis formas de mirar la
realidad. Tuve alumnos niños, adolescentes y adultos. Conocí desde adentro
realidades que no había leído en ningún libro, derribé mis prejuicios, alguna
vez me enamoré, otras me desenamoré, disfruté y sufrí. Transitando esos
pasillos conviví con la realidad de la miseria y la violencia, claro que sí,
pero también viví el compromiso, el gesto fraternal y la alegría. Mis años de
docencia fueron allí un examen casi permanente.
Durante
los años de maestro en la villa trabajé, también, como docente en escuelas
municipales y privadas. Aprendí mucho en ellas, desde luego. Pero el último
examen fuerte lo afronté en el CAINA, un centro de día para atención de chicos
en situación de calle. Ese, de todos los trabajos que hice como docente, fue
quizás el más fuerte, el que más me conmovió, tal vez el que más me enseñó. Empecé
a dar clases allí casi con los mismos temores que en mi primera escuela, la de
las afueras de Moreno. Cambiaba la villa, de donde me había retirado un par de
años antes, por algo completamente diferente. Cuando llegué al Centro venía de
un colegio privado, donde me bastaba una mirada seria, o a veces levantar la
voz, para que los chicos me escucharan atentos. Y en el taller escolar con los
pibes de la calle todo era radicalmente distinto. A esos chicos que venían sin
dormir, que tenían restos de poxirrán en la ropa, que querían, antes que nada,
comer, bañarse, cambiarse de ropa, había que tratarlos de otra manera, a la vez
que aceptarles, muchas veces, el destrato. En la primera semana de trabajo en
“la escuelita” del CAINA uno de los pibes, el Pelado de la ranchada de Lavalle,
se enojó conmigo porque no supe explicarle cómo dividir, y cuando le insistí,
con tonito de maestro, me tiró un cuaderno que pasó de canto al lado de mi
nariz. Se fue dando un portazo, y un rato después, un amigo de la ranchada, que
llegó más tarde, preguntó qué pasaba con el Pelado, que estaba enojado, y decía
que “tenía problemas con la tabla del siete”. Sonreí con la anécdota, claro. Y
comprendí que mis prácticas y experiencias anteriores no servían de mucho, que
debía reacomodarme, que debía aprender de nuevo cosas nuevas, que tenía que
trabajar de otra manera. Porque eso, después de todo, era la docencia: ser
capaz de entender cómo llegar al que está enfrente, cómo alentar su deseo de
aprender junto con uno. Ese mismo Pelado, años después, en uno de sus tantos
regresos, me gritó, burlón pero cariñoso, “eh, qué dice, el amigo de todos los
niños”. Y su grito fue como una medalla. Once años trabajé con chicos en
situación de calle. Todavía lo extraño.
Hoy,
veinticinco años después de comenzada mi carrera de docente, ya no trabajo en
grado, ni en los talleres de Puentes Escolares, con los pibes de la calle.
Escribo, y también edito. Sin embargo, sigo dando clase. Cuando me paro frente
a mis alumnos adultos, en los talleres que coordino en el Programa Bibliotecas
para Armar, o frente a los estudiantes de la carrera de Edición, en un aula de la
Facultad, siento, siempre, que estoy por aprender algo. Y cada vez que parto
una tiza, antes de anotar algo en el pizarrón, ratifico que es ese mi lugar en
el mundo.
Grande, maestro! Con qué gusto leí tu historia!!
ResponderBorrarEmocionantes las vivencias. Maria Isabel del taller de Lij
ResponderBorrarQuerido maestro Mario, estas estampas te pintan de cuerpo entero. Me hablan de vos como nunca supe acabadamente acerca de tu camino, en los años que tuve el privilegio de asistir a tus inolvidables talleres en la SHA. La fuerza de esa musculatura que advertís no es la de Hércules, la tenés con abundancia en otro espacio: el de la mente, la conciencia, el corazón y el cerebro.
ResponderBorrarEn mí dejaste la impronta de tu enseñanza.
Con fuerte abrazo, Rubén D. Hojman.