Inés Garland: "Los chicos tienen que leer lo que quieran."

La libertad es la tierra de la literatura y su enemigo más temido la censura, o mejor aun, la autocensura. No se llevan bien con los relatos y la escritura el andar perdiendo la espontaneidad para decir, cosa que los chicos saben muy bien apreciar. Cuando la segmentación del público que el mercado editorial impone restringe en lugar de guiar y ayudar en la búsqueda de lecturas, lo que seguro está presente es la contaminación de la mirada adulta, que imagina a los chicos menos tolerantes y capaces de lidiar con temas duros de lo que realmente son. Esto sostiene Inés Garland, que en la charla con Mario Méndez realizó un repaso minucioso por su obra. Libro de arena presenta la entrevista a Inés Garland, que se dio en La Nube como cierre del ciclo "Encuentros con escritores de LIJ" correspondiente a la primera parte de 2015, el 29 de junio, y cuya segunda parte publicará el viernes próximo.

Mario Méndez: Buenas tardes. ¿Cómo están? Es un placer terminar este ciclo que empezó hace ya tres meses o más, con una gran invitada que es Inés Garland. Hemos disfrutado mucho, yo leyendo prácticamente todo lo que está publicado, y la gente que nos acompaña los lunes, todo lo que ha podido. El lunes pasado estuvimos charlando y leyendo fragmentos, algún cuento… Es una alegría tenerte acá, así que muchas gracias.

Inés Garland: No, gracias a ustedes. Hola.

MM: Siempre empiezo leyendo la biografía. Me gusta esta de la contratapa de El jefe de la manada. Inés trabajó como profesora de gimnasia, moza, niñera, mucama, recepcionista de un club nocturno… Perdoname algunas interrupciones, la de niñera aparece en el cuento del chico que vuelve veinte años después… ¿Cómo se llama?

IG: Se llama Los dulces sueños están hechos de esto. Es un título robado a una canción de Euriythmics.

MM: Bien. Productora de televisión… Algo hay en El rey de los centauros. Con el tiempo empezó a enfocarse en trabajos relacionados con la escritura. Fue editora de la revista Metrópolis, y colaboradora free lance de diferentes publicaciones. Escribió biografías privadas, libros por encargo y guiones. Después de años de tener sus escritos guardados en un cajón, decidió mostrarlos. La primera sorprendida fue ella, cuando en 1997, le premiaron un cuento en un concurso. ¿Está publicado?

IG: Sí, está en Una reina perfecta, “El remolino”. Me lo premiaron Sylvia Iparraguirre, Juan Forn y no me acuerdo quién más. Pero cuando la vi a Sylvia y me dijo que le parecía un muy buen cuento, ya fue como... “ya está”.

MM: Es buenísimo. Además en ese cuento hay como una Alma diferente…

IG: Porque tiene la geografía de la isla, geografía amada por mí…

MM: Sí, de eso también vamos a hablar, pero no solo la geografía. Entonces, le premiaron “El remolino”, que está en Una reina perfecta, que deberíamos hacer fuerza para que se publique nuevamente. Es una lástima que este libro no se consiga. A mí me lo prestó una de las chicas que vienen siempre, y si no viene se lo voy  a robar.

IG: Y lo peor es que no se agotó… volvió a pulpa. Ojalá se hubiera agotado. A lo mejor se transformó en libros buenísimos. Todo se transforma.

MM: En 2003 fue finalista del Premio Planeta con una novela que después reescribió, y Alfaguara publicó con el título El rey de los centauros. ¿Se llamaba…?

IG: El dios de Le Mans. Porque en el original, él era corredor de autos.

MM: Eso fue en 2006, y también es muy difícil de conseguir. Es una novela excelente. Una reina perfecta, libro de cuentos que fue galardonado en 2005 por el Fondo Nacional de las Artes, salió en 2008, también bajo el sello Alfaguara. En 2009 fue publicado Piedra, papel o tijera, libro para jóvenes que fue premiado con el galardón  Deutscher Jugendliteraturpreis, que es un premio alemán de literatura juvenil. En 2014 publicó La arquitectura del océano, mientras sigue escribiendo, hace traducciones y coordina talleres literarios. Y por supuesto El jefe de la manada, que se editó también en 2014. Vamos a empezar por el lado de las clasificaciones. Cuentos para adultos, para chicos, para jóvenes… Piedra, papel o tijera me parece un ejemplo maravilloso para ponerse a discutir qué es literatura juvenil, si es o no una clasificación editorial… y lo primero que te preguntaría es cómo llegó a estar publicado.

IG: Lo escribí para adultos. Nunca se me ocurrió que podía ser un libro para jóvenes, ni mucho menos. Y hasta el día de hoy me sorprende que a chicos de catorce o quince años les guste tanto. Pero también descubrí que hay diferentes maneras de entrar a un libro. Y que los chicos de esa edad, no entran de la misma manera que los más grandes. Yo lo pensaba mucho para chicos de “veintialgo”, lo pensé para adultos. Y hay algunas cosas que se les escapan a los chicos. Que ni siquiera quieren entenderlas, porque el final de la novela es muy triste. Pero tengo un “amiguito”, a quien me gusta mucho leerle, o prestarle libros porque es un gran lector, y tiene nueve años. Hace poco leyó uno de Morabito, el de las panteras. Y le pregunté si lo había entendido, porque es complejo y me dijo que no, pero como diciendo que no tiene la menor importancia el no entender todo el libro. Y me parece que eso responde a esto; donde yo sí me paro que es que los jóvenes, los niños y los adolescentes para mí son un enorme misterio. Nunca se sabe qué es lo que los va a enganchar o no. Podría decir que lo que los engancha seguro es lo que pasa cuando uno está con ellos. La presencia del otro, algo que se parece a la verdad. Alguien que no está tratando de embaucarlos ni de llevarlos para cierto lugar. Ellos tienen un detector de mentiras muy agudizado. Pero en lo de las categorías… mi editora me dijo que iba a darle esta novela a María Fernanda Maquieira, que estaba en Alfaguara Juvenil. Por qué se dio cuenta, no lo sé. Yo no lo había pensado. Me pareció una novela muy fuerte para jóvenes. Pero resultó. No se la daría a leer a un chico de once años, pero me ha pasado que lo lean y que vengan (como la hija del quiosquero de enfrente de donde yo trabajaba) y me pregunten qué le pasó a Marito. Y les tengo que explicar. En este caso, le escribí una carta, y se la di al padre para que la leyera si le iba. Me dijo que la habían leído en el comedor, para toda la familia. Yo le expliqué qué le había pasado a Marito, cómo fue esa época, cómo era el contexto histórico. Depende mucho también de qué adulto esté cerca para guiarlos. Para contestar todas las preguntas que surgen de un libro, que no solo surgen en los libros para niños sino de cualquier libro, me parece.

MM: Sí, es lo que uno espera. Que haya preguntas.

IG: Entonces, no sé lo de las categorías. Uno de los libros del año pasado que más me gustó es La mirada del lobo, de Daniel Pennac, que es un libro para chicos. Se lo di a este chico que tiene nueve, y quedó totalmente fascinado. Él le regala a su maestra todo lo que le gusta, así que se lo llevó para que lo lean en la escuela. Lo mismo hizo con El jefe de la manada, y lo están leyendo ahora con sus compañeros. El tema de si es para niños o no… es como si me preguntaran por qué yo leo literatura para niños o para jóvenes. Porque un libro bueno, es un libro bueno. Entiendo que para los jóvenes, este tema de ir a una librería y encontrar una sección que está destinada a ellos está bien aunque seguramente sea una movida comercial. Porque les están dirigiendo un producto. No solamente libros: música, ropa, cine, lo que sea. Y en una oferta tan inmensa como la que hay hoy en día me parece que ayuda en el momento de ver por dónde se empieza a buscar. Para los padres, los chicos, los maestros… Yo lo veo más por ese lado. Me parece que los chicos tienen que leer lo que quieran. Puede gustarles, no gustarles, enojarse con el libro y dejarlo, engancharse, y hay que estar preparados para eso.



MM: Los derechos del lector. Ahora, en El jefe de la manada, me llamó la atención la dedicatoria. Se lo dedicás, entre otros, a María Fernanda Maquieira y a Violeta Noetinger, que intuyo que colaboraron en ayudarte en tu trabajo de escritora para chicos, para que esto no se saliera. Vos me dirás si es así o no…

IG: No. El jefe de la manada se llamaba El corazón de las rosas, y era una novela en la que Nina y Milo iban al Rosedal y jugaban con las rosas. Se aprendían todos los nombres de las rosas, armaban juegos, por ejemplo que Charles Aznavour venía a buscar a la Comptesse du Barry, que son nombres de rosas. Y cruzaba el océano con un regalo no sé quién. Todo así. Jugaban a hacer historias con eso. Y pasaba lo de los perros. Y lo que ellas me dijeron fue que había dos líneas narrativas, y que las dos eran fuertes. Porque con lo de las rosas, en un momento había un concurso, y aparecía gente de esa que hace las cosas en serio, y ellos estaban en el jurado del concurso y tenían que elegir la mejor rosa. Esto se mezclaba con lo de los perros. Y ellas me dijeron que la línea narrativa de las rosas era más idílica, y que tenía que elegir una, porque era confuso, pero no para los chicos, sino narrativamente confuso. Era una corrección que podrían haberle hecho a una novela de adultos. Vi que ellas tenían razón, entonces elegí la historia de los perros. No tengo idea de si algún día escribiré la historia de las rosas, si la armaré de vuelta. En esa historia, el chico de negro rompía todas las rosas un día antes de que el jurado se expidiera, en un acto de vandalismo que fue verdadero, en el Rosedal. Aparecieron todas las rosas decapitadas. Yo lo leí en el diario, y eso me llevó a escribir la novela. Y se metieron los perros, yo que sé por qué. Apareció mi amor por los perros y cómo quería a un perro cuando era chica, y se me fue narrativamente de las manos. No era que no fuera un tema comprensible para chicos. Ellas nunca me dijeron que el asunto no daba o que no era para chicos. Me pueden haber dicho en algún momento que en un capítulo la voz me patinaba. Pero se los agradezco, porque son lectoras muy profundas y sagaces. Yo entiendo lo que me dice María Fernanda cuando me corrige si hay algo que está mal. Y en general, he estado de acuerdo. Algunas cosas discuto…

MM: ¿Sabés por qué mi prejuicio, y está buenísimo que lo aclaraste? Porque una de las cosas que le veía como lector a Piedra, papel o tijera, y además con mi deformación como editor, y como autor de literatura infantil, es que se nota claramente que en ningún momento pensaste que te estabas dirigiendo a un lector joven. Por eso pensaba eso de El jefe de la manada.

IG: No. De Piedra, papel o tijera, no tocaron nada. De El jefe la manada me hicieron esa observación. Y del que acabo de terminar, que se llama Los ojos de la noche y sale el año que viene, probablemente, al contrario: me mandaron a meterme en algo más oscuro todavía. Como que había quedado debiendo, probablemente, ahí fui yo la que se autocensuró porque era una novela para jóvenes. De eso sí tengo miedo que me pase a veces. Que me digan que es para jóvenes y que eso me condicione en algún sentido. Cuando escribía esto, nunca tuve cuestionamientos ni sobre la sexualidad, ni sobre las famosas “malas palabras”, pero me parece que es algo que más me puede pasar a mí que a María Fernanda, o ahora a Lucía Aguirre. Como editoras jamás me dijeron algo que tenga que ver con achicarlo, o hacerlo más tolerable. Al contrario.

MM: Muy interesante esto que decís acerca del miedo que te da perder esa especie de pureza, porque muchos de los que tenemos esta deformación, lidiamos todo el tiempo con la autocensura. Sabemos a quién se va a dirigir la editorial, quiénes van a ser los posibles lectores.

IG: Con El jefe de la manada, por ejemplo, me asustaba que la parte oscura de la novela, fuera muy oscura para un chico. Y tuve que hacer todo un trabajo conmigo, para decir que eso era lo que me pedía el relato. Yo sé que la escena en la guarida del chico de negro es densa. Yo voy. Después me dirán. Y la verdad es que una vez que veo que el relato está bien narrativamente, y la mirada tiene que ver con que los lectores son chicos, no les haría caso. No lo publiques para chicos, publicalo para más grandes. Fijate. Y si dicen que todo el libro es para más chicos pero que “esta escena, no”, la verdad es que los chicos tienen una tolerancia que muchas de las personas que creen que los cuidan no tienen. Como El pato y la muerte, que no sé si la conocés. Un librazo. Dicen que cómo le van a leer eso a un hijo, si tiene que ver con la muerte. Y el chico no tiene problemas con la muerte. Somos nosotros.

MM: En Piedra, papel o tijera, por ejemplo, la escena de sexo, que es fuerte. El lunes pasado al final no la leímos. Esa escena me parece una de las más logradas del libro, porque lo que muestra (vos corregime), es la inocencia de una adolescente de fines de los sesenta o los setenta. No es todavía una adolescente.

IG: Cuando la espían por la ventana. No han visto todavía eso en la tele, que ahora se ve.

MM: Exacto. Están sabiendo que ven algo que no deberían estar mirando. Pero sin entender. Y eso está muy bien relatado. Me parece un punto altísimo.

IG: Yo creo que es igual ahora. Creo que lo ven en la tele y tampoco entienden nada. Los adolescentes tienen esa mezcla de que se las saben todas porque vieron o leyeron algo y no saben nada. Tengo una hija de veintiuno, que no quería que le hablara del tema, pero yo me di cuenta de que estaba casi tan en bolas como yo a esa edad. Salvo que están bombardeados por imágenes, pero la imagen no te explica nada. Te da algo que vos no podés procesar, pero de ahí a saber de qué se trata, a entender, hay una distancia inmensa.

MM: ¿Y vos has probado esto cuando vas a las escuelas? Además de tu hija, ¿se sienten identificados con esa mirada azorada?

IG: Sí. Cuando uno escribe, ni sabe lo que va a hacer. Y Marito también tiene algo. Muchas de las mujeres se enamoran, me preguntan por qué lo hice así… ¿Y yo qué sé? (Risas). Me preguntan muchas cosas, y me pregunto muchas veces qué fue lo que los enganchó tanto de la novela. Es muy difícil como escritor, saber qué le pasa a un lector. A menos que te lo cuente.

MM: ¿Y con el corte? Porque hay un corte abrupto. Hay casi dos novelas juntas.  No dos novelas, pero dos historias muy fuertes. La isla en el Tigre,  la infancia, el deslumbramiento con Marito, la traición a Carmen,  que la leíamos el otro día, son puntos altísimos de la novela, pero después aparece toda la década de los años de plomo, y las muertes y todo lo demás. ¿Cómo lo viven ellos? ¿Y cómo lo viviste vos al escribir esas cosas tan fuertes?

IG: Cuando llegué al final de la primera parte estuve parada bastantes meses, muy angustiada, tenía miedo de meterme en esa segunda parte que intuía para dónde iba. Yo no planeo nada. Hasta que no termino no sé qué va a pasar. Después, corrijo, agrego cosas que sean necesarias para que tengan coherencia. Pero yo escribo de una manera extraña, se van abriendo cosas que no sé de dónde vienen, y yo me entrego y sigo. Cuando termino,  veo lo que quise decir. Pero en ese período leí el Nunca más… En realidad me pasó algo que es un poco largo, pero es tan impresionante que lo quiero contar. Yo empecé a escribir Piedra, papel o tijera, y era un cuento sobre dos amigas. Una que se va los fines de semana al Tigre, y otra que viven en Tigre con su abuela. La idea era: dos chicas que en la adolescencia descubren la diferencia de posibilidades por la extracción social. Era lo que quería hacer originalmente. Una idea para empezar a escribir. Me apareció la imagen de la inundación, las empiezo a seguir, se encuentran con la abuela, aparece la escena de las tortas fritas, y apareció Marito con el huevo en la mano… ¿Qué hacés vos acá? Marito no estaba en mis planes. Apareció en el ojo de mi mente, tenía un huevo en la mano, y cuando lo vi, Marito iba a aprender a tocar la guitarra en Santiago del Estero a los doce años, y también iba a militar en los setenta. Ahí me di cuenta de que eso no era un cuento, era una novela. Me mandé. A las dos semanas fui a hacer un documental sobre la Pachamama. Fui a la casa de un señor que me presentaron (yo hacía documentales, los escribía). Me lo presentaron como el Negro Arias. Y después de la ceremonia él estaba tocando la guitarra, había una mesa muy larga. Y yo pensaba “si Marito llegara a la edad del Negro, sería igual a él”. Cuando me fui, me regaló un libro de una amiga de él, poeta, y cuando lo abro estaba dedicado a Mario Arias y su familia. Entonces le escribí y le dije. Y me contesta, diciéndome que él había aprendido a tocar la guitarra a los doce años en Santiago y que había militado en los setenta. Me quedé helada y dije: “Esta la escribo, no tengo idea de lo que significa, pero la escribo”. Así fue como se convirtió en novela, pero cuando llegué a la segunda parte realmente no tenía ganas de entrar ahí. Primero, por la tristeza. Segundo, me daba pudor, porque sentía que cómo iba a meterme a contar algo que a mí no me había pasado directamente. Me preocupaba qué podían decir personas que sí habían estado, a las que sí les habían desaparecido personas cercanas. Me empezó a agarrar un miedo a meter la pata. Fue una crisis grande. Y finalmente decidí no contar todo lo que investigué. Contar apenas lo que le pasaba a Marito, metiéndome poco. Vieron que es un racconto del padre que está medio borracho, y el vecino que tampoco está del todo consciente. Con el tiempo, me di cuenta de que esa decisión había hecho que la novela terminara siendo un reflejo mucho más real de lo que le pasó a mucha gente: que es que nunca más supo qué les pasó a sus seres queridos. Y para mí, al final fue mucho más verdadero que entrar a contar si lo buscaban, adónde iban, qué hacían, si se enteraban de qué le había pasado. Esto indigna a los jóvenes. Esto de no saber qué le pasó a Marito. Y esto le pasa a muchísima gente que no sabe qué pasó exactamente con sus queridos hijos. Esa decisión me costó, pero me parece que tiene el espejo de la  desesperación que me da esa parte de la historia de nuestro país.

MM: Valía la pena toda la historia. En una parte, (lo marqué porque me llamó la atención y acabás de repetirlo), en El rey de los centauros, cuando la protagonista y narradora decide que va a escribir la novela dice: “De pronto la idea de explicar cada decisión que tomó le parece inabordable. ¿Cómo va a decirle a Teo que cuando ella escribe ve las cosas con una claridad que no puede ignorar?”. Eso es así. Vos ves las cosas así, claramente.

IG: Ahora, porque empecé a ir a entrevistas y empecé a contestar preguntas, y cuando doy clases además, tengo que pensar por qué tomo decisiones. Yo hablo mucho de la verdad del relato. Y muchas veces me pregunto qué significa eso. Siento que hay una búsqueda de algo muy profundo que es más verdadero aún que las cosas en las que puede estar basada la novela. Inclusive cuando son cosas autobiográficas. Hay algo que es más verdadero que la realidad. No sé decirte qué. No sé si es una lógica rara, o como si fuese lo más profundo que puede decirse de algo. De una situación, de una relación, me parece que eso es lo que me termina llamando. En el caso de que te desaparezca un ser querido es eso. No saber dónde está. Lo más profundo, lo más doloroso, lo más incomprensible, eso es lo que busco cada vez. Como cuando corrijo a mis alumnos y los llevo a buscar más adentro de lo que quisieron decir. A no quedarse en algo que quizás es satisfactorio pero no es lo que está más en el fondo de lo que quieren decir. Me pasa muchas veces que se llevan algo y cuando vuelven dicen: “Ahora sí”. Pero eso es casi palabra por palabra, como si hubiese una temperatura, o una cosa que es más acertada que otra.

MM: En una de las entrevistas que estuve leyendo hablás de la temperatura de las palabras. Ese concepto es sorprendente y es interesante.

IG: Para mí, hay algo muy material en el lenguaje. Muy físico. Querés una palabra que corte, y tenés que buscar la que más corta. Y la que más corta dentro de un universo de palabras que es el que estás usando, que es el nivel del lenguaje. Y la que más corta para vos, verdaderamente, adentro tuyo. No la que más corta para la tradición literaria. Y esa es la búsqueda, una especie de esgrima con el lenguaje, es un baile, junto con una lucha. Es un cuerpo a cuerpo con el lenguaje.

MM: Es muy físico.

IG: Es muy físico, sí. Totalmente.

MM: Recién mencionaste a tus alumnos. Y he leído en algunas dedicatorias que tenés una relación muy fuerte con alumnos de los talleres. Sos tallerista, fuiste concurrente y coordinás talleres. ¿Cuál es tu opinión sobre los talleres? ¿De qué te han servido? ¿De qué pensás que les sirven a tus alumnos?

IG: Bueno, viste que yo hice de todo y mostré mis cosas muy tarde, a los treinta y seis años, en gran medida porque me parecían malas. Me parecía que no tenía ningún talento, que mejor me dedicaba a otra cosa. Y alguien que me guió mucho fue Liliana Heker. Fue como si alguien escuchara y supiera lo que yo quería decir. Y me ayudara a encontrar la manera, con un enorme conocimiento del oficio. Pero además, encontrarme con mis compañeros que eran Pablo Ramos, Alejandra Laurencich, Gerardo Quirós… era un grupo  en el que todos terminamos editando. Era encontrarme con otros que estaban en la misma. Con mayores o menores certezas o seguridades. Pero todos con la misma angustia de escribir, y de ver cómo hacer, si mostrar, si no mostrar, si estaba bien o no… Fue un lugar donde encontré gente que hablaba mi mismo idioma, en el sentido de estar buscando algo que yo también buscaba. Amantes, todos, de la literatura, lo que ya generaba algo muy lindo y muy fuerte. Viste que en literatura decís el nombre de un autor y si todos lo leyeron te ahorraste ochenta horas de conversación. Era eso, y la guía de lectura de Liliana. Yo pretendo hacer lo mismo, que los que vienen a mi taller descubran qué es lo que realmente quieren. Aparecen los que quieren escribir con un bagaje de “lo que debe ser”, que a veces no tiene nada que ver con lo que ellos quieren decir o con lo que es el universo personal. Ahí podés guiarlos para que descubran qué es. Cuál es su particularidad. Porque escribir para escribir como otros… ¿para qué? Los temas son los mismos, pero tu mirada es única. Nadie más ve las cosas como cada uno de nosotros. Y pasan otras cosas, se tratan entre ellos, se contienen, se llaman por teléfono, se leen, se ayudan, se envidian, compiten, todo lo que pasa en un grupo de gente que quiere escribir. Me parece que el taller excede el tema de lo que puedo dar conscientemente. Lo que quiero dar, es viento en las velas. Después, seguramente, doy otras cosas que no sé.

MM: ¿Y es lo que sentís que te dio Liliana Heker?

IG: Sí. Viento en las velas, totalmente. Y eso que es una persona de la que muchos dicen que los mató porque es muy exigente. A mí, me funcionó que me criticara. Y tenía como un scanner de errores, o de qué por qué a lo mejor las cosas no eran por ahí, que a mí me funcionó. Lo adopté totalmente, además. Tengo el mismo rigor, hoy en día, que tenía ella. Es muy rigurosa. Si esperás que le dé lo mismo que pongas esto o aquello, olvidate. A mí, eso me gustó.

MM: Hablando de la mirada del mismo tema de cada uno, y ya que mencionás a Liliana, el lunes pasado, cuando comentábamos la escena de la traición de Alma a Carmen, les comentaba del cuento “La fiesta ajena”, que me parece que es parecido. La nena está en la fiesta, y después se entera de que estaba ayudando.

IG: La traición profunda. Sí, lo que pasa es que en ese cuento la traición no es de un par. Es de la mamá de la nena que cumple años. Acá es la consciencia de haber traicionado a una amiga. Por supuesto que lo escribí porque tiene que ver conmigo. Es una escena que, en Alemania, por ejemplo, había una chica que estaba sentada al lado mío cuando me preguntaron, y tenía los ojos llenos de lágrimas. La traición es un tema universal. O eso de la adolescencia de querer formar parte de un grupo, que te lleva a traicionar convicciones propias, profundas, o por ahí, a un amigo, para no quedarte afuera. Y a la vez, quedarte afuera. Esa lucha adolescente entre pertenecer y no pertenecer. Hacer lo que hacen todos pero recortarte de manera original es un infierno. Y me doy cuenta de que haber puesto eso ahí, pega. Yo conté cosas de mi emoción más profunda de esa época. Las cosas de las que más me acordaba, o cuando fueron apareciendo.

MM: Vos obviamente, viviste algo de la casa del Tigre.

IG: Desde que nací hasta los veintiocho años. Siempre.

MM: Leí en la biografía que eras deportista, pero no dice qué deporte.

IG: Era atleta. Hacía cien metros con vallas. Fui subcampeona nacional. Me ganó una cordobesa así de chiquitita. (Risas). Que empujaba las vallas. Yo iba atrás, toda desparramada porque era muy alta. Y tratando de no tirar la valla. Me ganó por una milésima de segundo. En el podio, yo era más alta que ella. (Risas). Y en el colegio después entrené un año. Hacía Pentatlón, era atleta. Después me dijeron que si quería seguir tenía que tomar anabólicos y hacer gimnasia, y empecé Letras. Y había un problema. Me quedaba la cabeza hecha un ñoqui. Porque estaba la necesidad de estudiar, y además estaba agotada físicamente. Entonces elegí, y dejé.

MM: Otra de las cuestiones autobiográficas que aparecen mucho en El rey de los centauros, y en muchos de los relatos de los dos libros de cuentos, en la familia de Alma  e incluso en los cuentos en los que llevás los personajes al campo,  es que hay una cosa como aristocrática. Hay algo de eso.

IG: No sé si aristocrático. Sí, de la alta burguesía, de una clase social que yo critico mucho, que me ha dado mucho trabajo. Porque marca pautas que no me quedaron bien nunca. Desde muy chica. Entonces, era muy complicado salir. Me costó mucho en el mundo literario. Era también mi complejo. Me acuerdo de que María Teresa Andruetto, cuando fuimos hace dos años al Salón de París, me dijo que yo tenía que ver eso como una ventaja, porque eso me permitía narrar un mundo que muchos escritores no pueden narrar. Y hay muy poca gente que sale de ese mundo a la que le interese narrar. Eso es cierto y ahí empezó un cambio, porque yo renegué mucho, no me gustaba. Además es una clase social muy cuestionada con toda razón por su egoísmo. Yo soy muy dura y crítica… pero a la vez, eso es criticar un lado en el que mamaste. Es un lugar que también te da opciones limitadas, “La pobre niña rica”, tampoco. Yo viví una infancia y una adolescencia muy glamorosas, con los mismos temas que puede tener cualquier persona de cualquier lado. Sin la parte, que no es poca cosa, de tener hambre o problemas económicos serios. Mi viejo era un tipo que se fundía cada dos minutos, pero teníamos una abuela, la madre de mi mamá, que bancaba. Entonces, siempre había una sensación de respaldo, que reconozco que es distinta a la de las personas que se sienten totalmente a la intemperie. Y no estoy hablando de lo más elemental, sino de otras personas que la luchan. Y es una clase social que estaba metida en una burbuja. Cuestionar todo eso es doloroso y a la vez necesario. Me trajo muchos problemas. Hoy en día, puedo decir que me salí dos veces ya. Porque me casé con un hombre muy rico también. Y me fui. Me fui. Entonces, está bien, esto también me hace la que soy. Haber podido elegir qué cosas no, porque eran una prisión para mi pensamiento.

MM: Es fuerte lo que contás, y está muy reflejado en tu literatura.

IG: Sí, porque siempre pongo esos padres tipo “gran Gatsby”, que están como exagerados, pero muchas de las frases que dicen y las maneras de mirar, son así. Viste que en Piedra, papel o tijera hay un momento en el que Marito le pide plata, y hay una incomprensión que es verdadera.

MM: A mí, particularmente, la mamá de Alma, y su rechazo de la ayuda, me pareció más de “señora gorda”, que de alta burguesía. Más de clase media, de medio pelo.

IG: Es que sí, puede ser. A mí lo que me interesaba era plantear eso de por qué no podemos ayudar… que es algo que en  los jóvenes y en los chicos es otra cosa, porque tienen un sentido de la justicia muy diferente. No es un pensamiento de la alta burguesía solamente, sino de cualquiera que tiene unos mangos, y viene alguien a pedirle. Y ahí, salvo que seas muy altruista…

MM: Es tan desagradable la mamá de Alma, pobre…

IG: Todas las madres, horribles. (Risas). Liliana siempre me dice, jorobando: “Madres como las tuyas, no hay”. (Risas).

MM: Hay tres cuentos muy fuertes. Dos en los que está claramente el tema de la niñez desprotegida, en manos de una niñera terrible, ahora no me acuerdo los títulos.

IG: Son especulares…

MM: Y en “Oscar” también hay algo de eso, porque está la niñera a la que se le caen encima con el olor a crema… ¿De dónde surge esa idea de los niños desprotegidos?

IG: Eso, por supuesto que no la resolución, pero sí el planteo, es totalmente autobiográfico. “La penitencia” es un cuento que es autobiográfico, salvo por el hecho de que no empujé a nadie a ningún pozo. Me llevó como cuatro meses resolverlo, porque lo que planteé fue la situación emocional de sometimiento de esa niña, que es autobiográfica. Ramona es una señora que nos cuidó desde que yo tenía cinco hasta los nueve o diez años. Y era terrible. Lo que puse es poco. Era de un nivel de sadismo muy impresionante. Y la exorcicé mucho con los cuentos, porque me metí a fondo en ese sentimiento, y en los dos cuentos la protagonista logra liberarse de algún modo. La de “La penitencia” no tanto, porque se queda con la pesadilla para siempre. Pero en la de “Lo que me hiciste”, me pasó algo que me sorprendió a mí misma, porque tiene que ver con algo que yo puedo haber elaborado, a lo largo del tiempo, que es el tema del amo y el esclavo, cuando el esclavo es el que cambia las reglas del juego. Porque el amo nunca va a querer sacar la pata de la cabeza del esclavo, entonces el que puede hacer un cambio en el lugar de poder, es el esclavo, en realidad. Pero la convierte a ella en cruel. Y eso me pareció interesante. Que el lugar de poder es algo que puede ser intercambiable. Ojo. Porque estar sometido y quejarse, y sufrir, existe. Las víctimas, existen, yo no estoy culpabilizando para nada a las víctimas, pero me parece que una víctima puede considerar que la que se tiene que mover es ella porque el victimario no se mueve. Pero si se mueve la víctima, se queda sin trabajo. El movimiento para salir del lugar de víctima, a veces, es  mínimo. Sobre todo en estas cuestiones que son más psicológicas. Obviamente, si te tienen atada y te están torturando, no hay manera. Quizá haya una manera mental de salir, pero no la conozco. Pero en la tortura psicológica, en la violencia doméstica, en el abuso verbal que muchas veces hay en la vida de las personas, el que puede moverse es el que acepta, porque hay algo ahí muy unido entre la figura del victimario y la víctima. Es un entretejido muy difícil de desarmar. Y es entre los dos. No se hace de un solo lado. No es solo el victimario,  la víctima hace su parte que es el pensamiento de que el poder lo tiene el otro.



MM: Hay un juego brillante en El rey de los centauros, con el poder y el abuso de un poderoso que está cuadripléjico, y que sin embargo somete a Julia, que es la empleada… un abuso emocional, a la vez, porque Julia termina enamorándose de este personaje tan particular. ¿Cómo trabajás con un personaje tan siniestro como Teo, que a la vez es tan seductor? ¿Qué es lo que te engancha?

IG: Y, eso. Es psicopatón… son personajes que conozco bien. Empezando por Ramona, tengo una lista de personajes así. Me acuerdo de que cuando escribí El rey de los centauros, fuimos con Claudia Piñeiro a un shopping en Adrogué, a presentar los libros. Ella estaba con Las viudas de los jueves. Y dos señoras se trenzaron, pero que se tiraban cosas por la cabeza.  Porque una decía que  Teo le había parecido el hombre más atractivo de los libros que había leído en mucho tiempo, y la otra decía que era un asco. Se empezaron a pelear y fue la cosa más entretenida que me pasó. Que se pelearan por si el personaje que yo había inventado, era atractivo o no. Era para hacer un sketch. Me sigue pasando eso. Antes decía que si a mí me metías en un cuarto con cien tipos y había un psicópata, a ese iba yo. Derecho, derecho. Hoy en día estoy un poco más avivada pero no tanto. Desde la infancia tengo un olfato, (o justamente por la infancia), para la gente que psicológicamente ejerce cierto tipo de tortura sobre los demás. Los pesco. Es un tema entre desagradable y seductor. No sé si alguno habrá visto, porque es muy vieja.  Portero de noche, que es una película de Liliana Cavani, en la que ella, que es Charlotte Rampling se enamora de uno de los guardias del campo de concentración, un nazi. Y muchos años después, en Francia, ella está casada, feliz, y llega a un hotel y él está de portero de noche. Esa dialéctica, para mí, es interesantísima. Me tocó en la vida que no pueda liberarme de ella , por eso aparece mucho. Porque el chico de negro, en versión doce años, tiene lo suyo. Tiene que ver con eso también, con la crueldad, con el miedo, con lo siniestro… 

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