En el sur
Lecturas dentro de lecturas mueven los hilos de la escritura y remiten a bibliotecas y libros que hacen que los textos se carguen de una densidad nueva. Libro de arena publica como parte de las ficciones
sobre la lectura y la escritura, el capítulo 4 de El año del verano que nunca llegó, de William Ospina.
El tema se apoderó de mí en Buenos Aires,
a mediados de septiembre. Yo estaba invitado a dar una conferencia en el teatro
Gran Rex, y la víspera, después de almorzar con Freya Quitana en el barrio San
Telmo, mientras revisaba el texto que leería ante tres mil personas, hubo una
tempestad que oscureció de pronto mi ventana, en el piso décimo del hotel,
cerca de la avenida 9 de julio.
Recuerdo que pensaba salir a encontrarme
con Juan Eduardo Fleming, quien en vano me había invitado meses atrás a un
simposio sobre Jorge Luis Borges y Franz Kafka, organizado en alianza por la
Sociedad Borges de Buenos Aires y la Fundación Kafka de Praga. Quería
disculparme con Juan Eduardo por no haber podido atender su invitación al
simposio, cuyo tema era “El gólem y la literatura”, y quería aprovechar para
conocerlo, después de un año de espaciados correos electrónicos.
Retenido por la lluvia, que arreciaba con
furia casi tropical y que borró los barrios dilatados del puerto, aproveché
para consultar en internet si tenía bien escrito el apellido de Mary
Wollstonecraft, a quien había citado en el texto de mi conferencia.
El apellido estaba bien, pero la
biografía de la escritora me demoró mientras duró la lluvia, y allí encontré un
relato detallado de algo que yo había leído en La vida de Byron, de André Maurois, y también en Ariel, el libro que el mismo autor
escribió sobre Shelley. Curiosamente, Maurois, en esos libros admirables, no se
había detenido a contar lo que ahora me intrigaba: cuáles fueron las
circunstancias del encuentro entre los dos poetas, en Ginebra, en el falso
verano de 1816, y cómo en esos tres días oscuros como una sola noche, nacieron
algunas de las pesadillas más recordadas de los tiempos modernos.
Ya se sabe cómo es: de Mary
Wollstonecraft pasé a Shelley, de Shelley a Byron, de Byron a Polidori, de
Polidori a Villa Diodati, y a medianoche estaba leyendo sobre El paraíso perdido y sobre la visita que
hizo Milton en 1638 a Galileo Galilei en Italia. En los días siguientes me
interesé por la isla de Sumbawa, y por el contrahecho monte Tambora, que hoy
tiene 2.850 metros de altura, pero que hace dos siglos tenía más de 4.300. Me
sorprendió que la erupción de un volcán a mediados de 1815, en Indonesia,
hubiera sido una de las causas eficientes del nacimiento en Occidente de la
moderna leyenda del vampiro y de la pesadilla del ser viviente hecho con
fragmentos de cadáveres.
Sentí el extraño agrado de ver cómo se
unían en una sola historia, que yo presentía vagamente, las vidas de Byron y
Shelley con la catástrofe de una erupción volcánica en los mares del sur, con
un tsunami en las costas de Bali, con esa nube de azufre y ceniza y cristales
volcánicos que ennegreció el cielo de la península de Indochina y que los
mozones se fueron llevando hacia el note, desatando el cólera en la india y
ahogando muchedumbres en las inundaciones del Yantsé y del río Amarillo.
Aquella historia unía cosas extremas,
abarcaba medio mundo, conjugaba fenómenos geológicos y meteorológicos con
hechos históricos, personajes literarios y criaturas fantásticas. Y me era
imposible, al comienzo, encontrar su orden, su secuencia y sus límites. “Una
historia así- me dije-no se agota en diez años y tal vez no va para ninguna
parte”. “Ni siquiera sé si es posible convertirla en relato, o si puede tener forma distinta a la de un ensayo
sobre curiosidades literarias o históricas”. “Sus protagonistas más
vistosos”-me dije también- son apenas momentos del tema, pinceladas pequeñas en
el cuadro”.
El asunto me atraía de un modo anormal:
sentía curiosidad extrema por todos sus acontecimientos, por sus menores
ramificaciones. Supongo que a lo que llamamos inspiración, es a ese estado
alterado que nos hace capaces de leer centenares de páginas de estilo
intratable, solo por la esperanza de encontrar algún dato que cuadre en el
mosaico, algún nombre que abra perspectivas a la historia, un detalle trivial
que en nuestra curiosidad valoramos más que un diamante. Y cuando más indócil
me parecía el tema y más difícil convertirlo en argumento o relato, tanto más
se apoderaba de mí, haciéndome rastrear detalles y minucias.
Pocas cosas me entusiasman tanto como
viajar, pero en cuanto llego a una ciudad desconocida, e incluso a alguna que
conozco y donde tengo a quien visitar, es frecuente que no se me ocurra nada
mejor que permanecer leyendo en la habitación del hotel, escribiendo o
investigando alguna cosa. Ahora me encontraba en el estado perfecto, preñado de
una historia casi inagotable, y con una
buena conexión de internet para ramonear en los bosques virtuales.
El año del verano que nunca llegó
William Ospina
Madrid, Random House, 2015
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