Creo verla a la distancia
Estrategia para decir: detenido en el detalle de
todo lo que transcurre alrededor, que es prácticamente nada o nada relevante,
el tiempo se estira, alarga las posibilidades de relatar una referencia breve a
un acto común y cotidiano, como un viaje en colectivo, para expandir el recuerdo
y extenderlo hacia las consecuencias, hacia lo incierto, hacia lo que está por venir. En esta estrategia, el atajo no resuelve la distancia, la profundiza.
Por Tomás Schulliaquer*
Ya estoy en camino, le escribo cuando subo al 55. Ceci
responde joya ahí te veo. Todavía no me acostumbro a viajar en bondi, a no
poder elegir el recorrido ni encargarme por dónde ir. Dejamos Luis María
Campos y nos metemos por calles chicas,
empedradas, y ya no sé en dónde estamos. Nunca agarré por acá con el auto, y
además en el último tiempo me moví muy poco por esa zona un poco más céntrica
de Capital.
Parado en el fondo, al lado del timbre, tengo la
mochila entre mis piernas y no saco el libro porque sé que no me voy a poder
concentrar. Hoy vence el gas, meto la mano en el bolsillo y toco un papel
doblado y no necesito verlo para saber que es la factura. Después pienso que
tengo que buscar un pago fácil o algo así, porque no conozco mucho la zona, o
al menos no tanto como para saber dónde pagar. También pienso en Luciana, que
me invitó mañana a ver una película a la casa, y le escribo si le gustan los
thrillers. Pienso si llevar un fernet, un vino o un campari, no me decido pero
creo que lo mejor es vino, porque es más fácil de servir. Luciana me responde
que sí, pero que le dan miedo y que la voy a tener que cuidar. Le respondo que
yo también soy cagón, y ella dice que igual me va a abrazar si le da miedo. El
colectivo frena de repente y me tengo que agarrar fuerte del caño para no
caerme, pero me tambaleo y quedo unos segundos sostenido sobre la persona que
tengo al lado, que es una mujer de más de cuarenta años. Digo perdón, y por la
ventana veo una calle que reconozco pero no sé el nombre. Trato de leer el
cartel negro de la esquina, y es una palabra que no distingo. También trato de
recordar por qué me suena familiar, y si alguna vez pasé por acá con el auto,
pero creo que no. En la siguiente esquina vuelvo a buscar el cartel que indica
la calle pero no lo encuentro. Unas mesas de madera afuera, con sillas de
plástico rojas, y me acuerdo que en ese bar tomamos una birra con Ceci, que
salimos una tarde a dar una vuelta después de coger en su casa, y cuando yo le
dije que estaba cansado de caminar, que hacía calor, me dijo que íbamos cinco
cuadras, que era un pajero, y nos reímos, y después dijo que estábamos al toque
de un bar que era una garcha pero que podíamos sentarnos, y yo le pregunté si
tenían birra fría y maní y me respondió que sí y entonces le dije que qué más
quería, y ella se rió y me dio un beso y yo sonreí y le di la mano. Sigo sin
saber el nombre de la calle y en la otra esquina vuelvo a buscar un cartel y
veo que empieza con la letra t, el bondi sigue y en la otra cuadra leo Thames,
y después dobla y miro para atrás hasta que me duele el cuello y el colectivo
frena en una parada.
Me llega un mensaje y no quiero verlo pero al final
tengo intriga y saco el celular. Son dos. Ceci que dice que no se había dado
cuenta que estaba el amistoso de Argentina, que si quiero vamos a un bar y lo
vemos ahí. Otro de Pabli que me dice que no apure nada, que sea sincero y que
no le tire amor de una, que me acuerde todo lo que hablamos, y que la pase
bien, y me pone un corazón rosa envuelto en un moño. A Ceci le digo gracias
pero que no quiero ver el partido de reojo, que prefiero mates con ella en el
parque. A Pabli le digo sí papá y le pongo otro corazón.
El 55 dobla en Acoyte y busco en alguna puerta la
numeración. Estamos al 647, falta poco para Rivadavia y también para la
facultad a la que nunca volví después de haber cortado con Ceci. Siento acidez
en la panza y me cuesta respirar. El celular me vibra en la mano y es ella que
me manda una carita feliz, y yo sonrío, y también me llega un mensaje de Luciana
que dice que para mañana compra unas golosinas en el kiosco y que lleve una
coca, y no le respondo. Me golpea un pibe con el brazo cuando pasa por atrás
mío y me dice disculpá, yo le digo no es nada, y después pasa otro y me raspa
la pierna con el bolso y no se da cuenta, y quedo apretado por la espalda, y
sólo puedo mantenerme parado casi metido en el asiento del que estoy agarrado,
contra la chica que está sentada, y la miro medio incómodo. Ella sonríe, dice
que todo bien, que es un quilombo el bondi. Entonces veo que estamos en
Rivadavia, que muchos se bajan, la mujer de cuarenta sobre la que me caí, el
pibe que me golpeó y pidió perdón, el que me rozó con el bolso y no se dio
cuenta, y yo me pongo atrás de ellos y también bajo. Agarro el celular, le
pifio un poco a las teclas, y tengo que borrar, volver a escribir. Le mando que
estoy a una cuadra. Ceci me responde ya llegué te espero donde empiezan los
puestos de libros, y me manda una carita sonriente. Yo le respondo dale. El
semáforo de Rivadavia está en rojo. Creo verla a la distancia. Tiene una
pollera de jean y una musculosa blanca. Me saluda moviendo la mano, yo sonrío,
miro para abajo, y vuelvo a sonreír. Cruzo la avenida.
*Tomás Schulliaquer: nació en Villa Crespo a principios de la década del `90 . Y aunque de grande se dio cuenta de que su casa queda en el barrio de Caballito, siempre que le preguntan dice que es de Villa Crespo e hincha ferviente de Almagro. Estudió Letras en la UBA y trabaja en la Biblioteca Nacional.
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