Graciela
¿Cómo se piensan las cosas, los cuerpos, las personas,
los espacios que habitan? ¿Qué imágenes resultan de esos pensares? De todo lo
que queda en una palabra, en el eco de una voz, en la repetición de un nombre, es
posible, acaso, reconstruir una identidad. Libro
de arena recorre los bordes del lenguaje
que delinean las identidades.
Por Paula Lertora*
Ni terminaba de tomar la leche que ya me iba para el conventillo de al
lado a jugar con Graciela.
La puerta de barrotes grises siempre estaba cerrada y me hacía acordar a
las películas de cárcel que veía mi papá.
A la familia de Graciela le había tocado la pieza de adelante, la que
daba a la calle. Ella casi nunca estaba ahí porque se la pasaba en el fondo
donde la mamá colgaba la ropa del alambre “San Martín”. Así decía mi abuela que
se llamaba el alambre. Yo tenía el mismo en mi casa.
En el fondo también había una canilla seca y todos los que
vivían en el conventillo tenían que hacer una fila larga y apretada como la
trenza de Graciela para sacar agua de la bomba vieja. Muy cerca de la bomba estaba
la jaula del loro. Decían que hablaba, hasta Graciela me lo juró, pero yo nunca
le escuché una palabra.
¡Gracieeelaaa! gritaba yo rodeando la boca con manos-cucharita,
¡Gracieeelaaa!
Y ella venía corriendo por el pasillo repleto de macetas de lata hasta
la puerta de barrotes. Tenía los ojos
color tormenta y la piel como de tierra mojada. Ella decía que era oscura
porque dormía al lado de la ventana por donde entraban rayos de luna.
¿Dormiría desnuda? Capaz, porque todo el cuerpo era del mismo color.
De día jugábamos en la calle y de noche en el fondo del conventillo.
A esa hora todos los hombres, desde el mecánico hasta el viejo del loro,
hacían fila para estrangular la bomba.
¿Nunca se acaba el agua? ¿Este pozo es infinito?
Los brazos subían y bajaban y las
manos oxidadas iban y venían con los baldes por el conventillo. El loro
estaba tapado con una lonita para que durmiera y no molestara a los vecinos con
la charla.
Qué charla, pensaba yo y le pedía a Graciela que me invitara a dormir
para escuchar al loro. Pero en su pieza ya eran cuatro y más no cabían.
A veces, mientras ella hacía los deberes, yo me iba para el fondo y
abría la canilla para ver si era capaz de sacarle agua.
Abracadabra pata de cabra ¡que aparezca el agua!
El loro me miraba de reojo, entonces yo me subía al banco de paja que
usábamos para darle de comer. Desde ahí le pedía que dijera él las palabras para que esa canilla vomitara:
canilla gota, canilla chorro, canilla charco que crece, se desparrama, se
evapora y vuelve a ser canilla agua.
El pájaro iba por el aro de un lado
para el otro, lo mordía, se sacudía. Asomaba esa lengua negra, seca.
Nada.
El conventillo se
fue vaciando. Como el agua del pozo.
Quedaban el viejo
del loro y la familia de Graciela.
Ella fue la
última y antes de irse me dio un papelito con la nueva dirección: Glew.
¿Era otro país?
Cuando vinieron a
poner el cartel de “Vendido” dejaron la reja abierta y me metí en el
conventillo una vez más.
La pieza de
Graciela parecía más grande sin los muebles, la viejita de al lado se había
olvidado el banco de paja que usábamos para darle de comer al loro, el mecánico
había dejado almanaques de gomería en su pieza ¡qué
asqueroso!, el pasillo ya no tenía las macetas de latas de durazno. ¿Dónde se había ido el conventillo?
Fui hasta la
canilla del fondo y la abrí. Unas gotitas me mojaron los guillermina y me
pareció oír al loro: Gracieeelaaa, Gracieelaa.
*Paula Lertora: nació en Lomas de Zamora, Bs. As., en 1970. Es diseñadora gráfica, narradora oral y desde hace muchos años concurre al taller de la escritora Iris Rivera.
Coordina junto a unos amigos un “Jam de escritura” en zona sur donde brindan estímulos sensoriales para “despuntar el vicio” de la palabra. Como narrador oral actuó en el CCC, la Feria del Libro, el Museo de Arte Latinoamericano, escuelas y espacios artísticos.
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