A 80 años de la muerte de César Vallejo
Hoy se cumplen 80 años de la muerte de César
Vallejo, quizá la voz más influyente de la poesía latinoamericana del siglo XX.
Libro de Arena lo conmemora con una reflexión de Hugo Celati, a propósito de uno
de sus poemas póstumos.
Por Hugo Celati*
La Violencia de las Horas
Todos han muerto.
Murió doña Antonia, la ronca, que hacía pan barato en el burgo.
Murió el cura Santiago, a quien placía le saludasen los jóvenes y las mozas, respondiéndoles a todos, indistintamente: "Buenos días, José! Buenos días, María!"
Murió aquella joven rubia, Carlota, dejando un hijito de meses, que luego también murió a los ocho días de la madre.
Murió mi tía Albina, que solía cantar tiempos y modos de heredad, en tanto cosía en los corredores, para Isidora, la criada de oficio, la honrosísima mujer.
Murió un viejo tuerto, su nombre no recuerdo, pero dormía al sol de la mañana, sentado ante la puerta del hojalatero de la esquina.
Murió Rayo, el perro de mi altura, herido de un balazo de no se sabe quién.
Murió Lucas, mi cuñado en la paz de las cinturas, de quien me acuerdo cuando llueve y no hay nadie en mi experiencia.
Murió en mi revólver mi madre, en mi puño mi hermana y mi hermano en mi víscera sangrienta, los tres ligados por un género triste de tristeza, en el mes de agosto de años sucesivos.
Murió el músico Méndez, alto y muy borracho, que solfeaba en su clarinete tocatas melancólicas, a cuyo articulado se dormían las gallinas de mi barrio, mucho antes de que el sol se fuese.
Murió mi eternidad y estoy velándola.
Murió doña Antonia, la ronca, que hacía pan barato en el burgo.
Murió el cura Santiago, a quien placía le saludasen los jóvenes y las mozas, respondiéndoles a todos, indistintamente: "Buenos días, José! Buenos días, María!"
Murió aquella joven rubia, Carlota, dejando un hijito de meses, que luego también murió a los ocho días de la madre.
Murió mi tía Albina, que solía cantar tiempos y modos de heredad, en tanto cosía en los corredores, para Isidora, la criada de oficio, la honrosísima mujer.
Murió un viejo tuerto, su nombre no recuerdo, pero dormía al sol de la mañana, sentado ante la puerta del hojalatero de la esquina.
Murió Rayo, el perro de mi altura, herido de un balazo de no se sabe quién.
Murió Lucas, mi cuñado en la paz de las cinturas, de quien me acuerdo cuando llueve y no hay nadie en mi experiencia.
Murió en mi revólver mi madre, en mi puño mi hermana y mi hermano en mi víscera sangrienta, los tres ligados por un género triste de tristeza, en el mes de agosto de años sucesivos.
Murió el músico Méndez, alto y muy borracho, que solfeaba en su clarinete tocatas melancólicas, a cuyo articulado se dormían las gallinas de mi barrio, mucho antes de que el sol se fuese.
Murió mi eternidad y estoy velándola.
César Vallejo
(de Poemas en prosa)
Descubrí a Vallejo en mi adolescencia. Me impactó su poesía visceral y desprejuiciada, llena de cadencias y musicalidad. Con los años fui advirtiendo que la audacia y originalidad con la cual escribió no se debían solo a su talento creativo. A Vallejo le dolía el mundo y lo dijo como nadie. Por eso sus poemas están vivos, nos siguen interpelando y son verdaderos alaridos metafísicos. Es, sin lugar a duda, el poeta del dolor. Un dolor que lo implicaba, que lo incluía en primera persona.
La poesía de Vallejo ha sido mi compañera de ruta porque a medida que fui creciendo más interpelado me sentí por ella. Más expresado, contenido y guiado. Se le suele reprochar al maestro una oscuridad mortuoria, un pesimismo impenetrable. Creo que es injusta y estrecha esa lectura. Que Vallejo haya tocado la médula del dolor no excluye su profundo amor a la vida, sus ansias por transformar esas estructuras que oprimen al hombre y le roban su propia humanidad. Así lo dice en “Hoy me gusta la vida mucho menos…”:
Porque , como iba diciendo y lo repito,
¡Tánta vida y jamás! ¡Y tántos años,
Y siempre, tánto siempre, siempre siempre!”
“La violencia de las horas” es uno de esos poemas que hubiera querido escribir.
Esa aparente displicencia para enumerar las ausencias, yendo desde sus afectos a sus vecinos, se constituye en una verdadera enunciación de la madre de todas las angustias, “el posible de todos mis posibles” como diría Heidegger: la muerte está allí, esperando, con su violencia callada.
“Murió mi tía Albina, que solía cantar tiempos y modos de heredad, en tanto cosía en los corredores, para Isidora, la criada de oficio, la honrosísima mujer.
Murió un viejo tuerto, su nombre no recuerdo, pero dormía al sol de la mañana, sentado ante la puerta del hojalatero de la esquina.”
Y remata el poema, con un verso que podría ser, solo, una antología:
“Murió mi eternidad y estoy velándola”.
No más preguntas, señor juez.
*Hugo Celati. Periodista y escritor. Trabajó en producción periodística en radio "El Mundo "de Buenos Aires y como conductor de diversos programas en FM "Sur" y "Ciudades" de Lomas de Zamora. Es autor de "El silencio no es una palabra" serie de crónicas noveladas junto a integrantes de Madres de Plaza de Mayo - Linea Fundadora.
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