Marcelo Figueras habla sobre "El negro corazón del crimen"
Continúa
el ciclo de cine y literatura: La historia y la política del siglo XX
en Argentina, en el que hoy se llevará a cabo la lectura y análisis de
"El negro corazón del crimen", de Marcelo Figueras. Aprovechamos
la ocasión para compartir un fragmento de la entrevista que Mario
Méndez tuvo con el autor el año pasado, en el marco del ciclo Literatura
sin fronteras.
MM: Bien. Déjenme hablar un poco de El negro corazón del crimen, que estoy tratando de hacerlo hace un ratito. Es un año muy walshiano, se cumplieron noventa años de su nacimiento, sesenta de la publicación de Operación masacre (crónica novelada de los fusilamientos de José León Suárez) y cuarenta de su asesinato. Nosotros, a principio de año hicimos un ciclo de cine y literatura de homenaje a Walsh. Pasamos Operación Masacre, por supuesto, y el documental P4R, muy interesante. Antes de ayer terminé de leer El negro corazón del crimen… Para quiénes no lo leyeron, hay que leerlo. Es una maravilla, y quería decírtelo públicamente, porque la verdad es que quedé alucinado. La primera idea genial de esta novela es tomar a Rodolfo Walsh, personaje emblemático de nuestra literatura, de nuestro periodismo y de nuestra política, para que sea el personaje protagónico de una novela con un costado policial muy fuerte. Haciendo la investigación de los crímenes de José León Suárez. Más allá de la felicitación, ¿cómo fue meterse en este hombre “a medio cocer”? como dice Enriqueta Muñiz, coprotagonista en la novela y coprotagonista de la investigación real, como habrán visto en la dedicatoria de Operación Masacre.
MM: Vendedor en una zapatería…
MF: Claro. Ese ya no era peronista. Cómo este tipo decide dar ese salto. Y creo que da el salto desde lo humano, porque se conmueve. Es muy notorio. El primer artículo que escribe es sobre Juan Carlos Livraga, que es el fusilado que vive. Se salvaron varios en la desbandada que fue ese tiroteo. Livraga era uno. Un amigo le cuenta que este pibe se salvó. Es el que conoce primero, un pibe que ligó un balazo en plena cara, y un balazo en un brazo. Y Walsh escribe un primer artículo a partir de lo que le había pasado a este pibe, que se salvó de eso, pero que lo tuvieron preso igual, en Olmos. Escribe un primer artículo bastante rígido, pero a partir de la indignación por lo que le hicieron a este muchacho, cuando él formalmente ni siquiera era peronista. Defendiendo desde ahí: “Miren lo que le hicieron a este que no era peronista. Los otros son peronistas, y bueno, que se la banquen”. El segundo artículo, que se dispara porque todas las vías que está usando para tratar de llegar para seguir averiguando se le cierran. Y es ahí donde yo creo (esto es invención mía pero no creo estar demasiado errado), que el rol de Enriqueta Muñiz, esta chica de veintidós años, de origen español, que se conocían con él porque los dos eran traductores y trabajaban en Editorial Hachette, y los dos eran también periodistas ocasionales. Imaginen una pendeja de veintidós años, en 1956, moviéndose en el medio periodístico. Y no para escribir horóscopos o columnas del corazón, que era lo que les encajaban para hacer a las mujeres. Ella es la que toma el primer contacto con las familias de los que no se habían escapado. Los tipos que habían sido fusilados, que habían dejado viudas, que habían dejado cuatro hijos, seis hijos… Ella hace el primer contacto, y creo que él acepta ir a ver a algunas de las familias porque se le cerraron todas las otras vías, quería escribir otro artículo más y no tenía sobre qué escribir. Creo que va con Enriqueta y se encuentra con esta casa de gente humildísima, que ahora tiene que solventar una mujer que cose para darles de comer a sus tres hijos. Creo que con la nena que ve ahí debe proyectar las figuras de sus hijas y se conmueve. Y el segundo artículo es completamente distinto al anterior, es una cosa sacudida completamente por la impotencia ante el dolor de esta gente. Creo que eso es lo que lo transforma. Por un lado la empatía que le permite conectar con el dolor ajeno, y además, llegar al punto de poner el cuerpo para defender a los vulnerables, a pesar de que no podía convenirle menos sacar la cara por esa gente en esas circunstancias. De hecho, tuvo que irse de su casa, vivir en la clandestinidad, con otro nombre, con un documento falso. Todo lleva a lo mismo. Obviamente no lo pensé así, pero este hombre de veintinueve años, no deja de ser otro joven amenazado por el Saturno del país, dominado por el terrorismo de estado, por un estado militar. Yo creo que es ahí donde se convierte en un escritor genial. Si vos leés Variaciones en rojo, que era el libro que ya había publicado y con el que había ganado el Premio Municipal, creo que en 1955, son cuentos policiales ya muy anticuados. Muy a la escuela tradicional inglesa, como si el género negro no hubiese existido nunca. Son como juegos de enigma, con un personaje muy parecido a él en muchas cosas, que es capaz, por su habilidad para decodificar determinadas cosas a lo Sherlock Holmes, de resolver crímenes. Si los leés, están bien escritos, obviamente, pero no hay gente. Obviamente, hay personajes. Empezando por el del detective, por el comisario que es su amigo y que siempre lo llama en esas circunstancias, los sospechosos… Obviamente, hay gente con nombre y apellido, pero no son humanos, son cifras, son nombres que están puestos para cumplir una función dentro de un juego intelectual. Ahora… leés la primera página de Operación Masacre, y es otro escritor. Ahí hay gente. Te está contando sobre el ser humano y te está interesando por su destino. Por el destino de alguien que no podía tener menos que ver con Walsh. Con lo que quería, con sus ambiciones, con su formación, con su clase social. Pero es otro. Se convierte en un escritor genial en el momento en el que empieza a poder sentir con alguien. Esto para mí era fundamental terminar de entenderlo con los años, pero que tenía que ver con aquello que me torturaba a mí como proyecto de escritor. Creo que en mis dos novelas padecí un poco esto de la sombra terrible de Borges, de esto que se supone que los escritores argentinos deberíamos hacer si queremos ser considerados escritores serios, y que tiene que ver con la literatura como la entronización del estilo. La belleza por la belleza misma, y todo lo demás importa poco, es menos. Y a mí me jodía esto en mis primeras novelas, que era esto de impedirme sentir con mis personajes, porque se supone que era algo que no había que hacer, que estaba mal, que la literatura va acá y las emociones o lo real o lo político tiene que estar en otro lado, porque son de un orden menor que no tiene que ver con lo excelso de la literatura. Obviamente, eso no tenía nada que ver con la literatura de la que me había enamorado cuando era chico por un lado, ni con lo que yo quería hacer. Me salvó Kamchatka cuando apareció, porque ¿cómo ibas a escribir esa historia dejando afuera las emociones? No tenía sentido, era un absurdo. Y a partir de Kamchatka, la primera vez que yo me permito sentir y sufrir con mis personajes, reírme, desesperarme, imaginar, siento alivio por primera vez y puedo empezar a disfrutar cuando escribo. Por eso digo que mis primeras novelas fueron más sufridas que disfrutadas, que era un absurdo, porque yo siento placer haciendo lo que hago, y esa es una de las razones por las cuales lo hago. Por el placer que me da imaginar, contar. Y después termino entendiendo que Walsh había sido siempre la respuesta al dilema que yo me planteaba cuando no lo tenía presente del todo. Walsh era la prueba perfecta de que podías tener un estilo absolutamente maravilloso, depurado, preciso, casi perfecto, y al mismo tiempo hablar de cosas de las que vale la pena hablar, de las que hay que hablar. No usar el estilo solo masturbatoriamente, y de alguna forma, la novela, el homenaje, también es por esto. Fue para mí, revivir de todas las formas en las que el legado de Walsh había estado latente en todo lo que a mí me había preocupado y me desvelaba desde que empecé a escribir profesionalmente. Mi recuerdo, que lo pongo al final, yo recuerdo muy vívidamente una nota que hizo Horacio Verbitsky que salió en el número dos de El Periodista de Buenos Aires, que era la revista formalmente periodística que había sacado Ediciones de la Urraca y que fue donde yo hice uno de mis primeros laburos. Antes de eso, debía haber escuchado el nombre de Walsh en algún momento, pero obviamente no había leído nada. Estábamos en el ’83, no había leído nada de él y supongo que sabría de su existencia por haber escuchado su nombre susurrado de alguna forma. Para mí, ese artículo largo de Horacio, fue el descubrimiento de uno de los tantos fantasmas que la dictadura me había ocultado. Y muy llamativamente, además de todo lo que había que contar sobre Walsh, que eran toneladas, para presentarlo Horacio se detenía mucho en cómo Walsh laburaba su estilo, obsesivamente. Al punto de que yo me quedé muchos años con la sensación de que el artículo (que debo tener por ahí, porque tengo muchos ejemplares de El Periodista), había incluido facsímiles de los textos leídos y corregidos por Walsh encima, todo lo que Walsh iba quitando, que era lo que a mí me fascinaba. Como escritor que pretendía ser y que luchaba con un idioma como el nuestro que tiende a descontrolarse, al abuso, a perderse en la nube, a irse por las ramas, y este tipo lo que hacía era quitar, quitar. No por el “menos es más” sino por el “más preciso es más”. En general, cuando comparaba las dos cosas, siempre era ganancia. Veía lo que había simplificado y aquello que había quedado era mejor que aquello que abundaba en más detalles. Creo que lo que me fascinó sobre todo, y creo que todavía no pude conseguirlo del todo, y es el tipo que estaba luchando para quitarse de encima la necesidad de demostrar todo lo que sabía y lo bien que escribía. El tipo que estaba laburando tratando de ser lo más justo posible, con la historia que necesitaba contar, con lo que la historia le demandaba. Uno como escritor siempre está luchando contra eso: “mirá todo lo que sé, mirá lo bien que escribo, mirá la frase que se me ocurrió”. Y eso a mí me quedó como una marca desde entonces. Se lo decía hace poco a Horacio y se cagaba de la risa, y me decía que nunca existieron los facsímiles en esa nota. Que me los inventé. Los debo haber inventado yo… Se me convirtió en una imagen ese laburo. Y creo que me reencontré con eso gracias a la novela. Lo que estuve persiguiendo tanto tiempo, Walsh ya lo había resuelto en 1956.
MM: No debe haber resultado fácil. Vos lo contás muy bien en la novela. En la búsqueda que él hace para salir de ese lugar en el que supuestamente debía estar. Y creo que otra búsqueda que mencionás en el libro y está muy bien es la del sentimiento. Walsh “corazón de palo”, que se permite mostrar todo lo que lo conmovió ese lugar de las víctimas. Y además, el lugar maravilloso que le da a esa Enriqueta Muñiz, como catalizadora. ¿Investigaste? ¿Qué descubriste de Enriqueta? ¿O es todo fantasía?
MF: Básicamente, todo lo que investigué y pude llegar a saber está en la novela. Y lo que no pude llegar a saber es lo que imaginé. Esencialmente tiene que ver con cómo era la relación de ellos, en lo privado. Sobre esto, lamentablemente no hay testimonios porque los dos están muertos y su relación transcurrió a espaldas de todo el mundo. Nadie puede contar cómo se hablaban, cómo se referían el uno al otro. Eso a mí me permitió ese lugar para jugar. Hablando con Horacio que fue amigo de Walsh y que laburó con él los últimos diez años de su vida, y que después laburó con Enriqueta, creo que en la Editorial Abril… ninguno de los dos le contó nunca que habían tenido una historia.
MM: ¿Y Horacio cree que es posible que haya pasado como lo contás vos?
MF: Sí. Se lo di con todo el temor del mundo, porque además Horacio es implacable, así que se lo di con un cagazo tremendo y me llamó por teléfono un lunes, o uno de los últimos feriados, para decirme eso, que le había encantado. Que eran un Walsh y una Enriqueta posibles, y que nada de lo que hacían o decían había traicionado lo que él creía que habrían hecho y dicho. Por el contrario. Los valoraba. Eso para mí fue un alivio.
Débora Pert: ¿Corregís mucho?
MF: Sí. Muy en este sentido. No tanto de reescrituras completas, sino de limpiar, limpiar, limpiar. Soy de leerme mucho en voz alta para encontrar la música, la cadencia de lo que voy escribiendo. Una frase que te parece maravillosa cuando la escribiste, cuando la leés en voz alta te salta qué es lo que sobra, que es lo que está demasiado largo… tenemos un idioma jodido. Tiene su música, pero tiene que ser muy lánguida y portentosa. Todos los verbos se te alargan cuando escribís en pasado, hay sílabas de más que te joden la cadencia…
Asistente: ¿A medida que vas escribiendo?
MF: No, no. En general siempre he seguido un consejo que le oí dar a Francis Ford Coppola, en sentido de no revisar nunca más que lo que escribí el día anterior. Porque si no, nunca vas a seguir adelante; si mirás para atrás. Lo del día anterior, revisalo, y seguís. Después de terminada la primera escritura, sí. Ahí, para mí empieza el disfrute más grande. Porque por un lado, ya llevaste el peñasco hasta lo alto de la montaña, ya está, quedó ahí. El laburo de Sísifo, de picapedrero, ya está, y ahora ya podés empezar a jugar, podés disfrutar cada vez más de ver cómo se va acercando cada vez más a la versión que soñabas.
MM: Un par de cuestiones más, porque esta ha sido una de las entrevistas más largas que hemos tenido, y de las más entretenidas. La estamos pasando muy bien. Hay un par de cuestiones que me llamaron mucho la atención. En la novela, Rodolfo Walsh, es Erre, porque aclarás que en la redacción había otro Rodolfo…
MF: Eso es una invención mía. Era una excusa a la que llegué primero por el miedo. Le pregunté a Horacio si le parecía muy delirante que me pusiera a escribir esto, y me dice: “Pero no le vas a poner el nombre, ¡no?”. “No, no, veo, qué se yo. “ Le dije que estaba pensando qué hacer y usé como excusa una novela que había leído hace poco, que es muy bonita, que cuenta como un episodio perdido en la vida de John Lennon en un momento en el que a por primera vez a ver una isla que había comprado, y nunca se dice que es John Lennon, pero se desprende claramente del texto. Entonces le dije que no, que estaba viendo. Después me di cuenta de que era perfecto, porque era la forma más gráfica que yo tenía de no decir que era Walsh, porque todavía, en el sentido más profundo, no lo era. Encontrarle la excusa de que le dijeran Erre por la inicial. Porque además, él firmaba raramente los artículos. A veces los firmaba como Daniel Hernández, que era este detective de los cuentos policiales, y en general firmaba “R. J. Walsh”. Era una forma de decir muy claramente que todavía no era el personaje que él iba a llegar a ser. Y también tuvo un poco que ver, y en esto lo emparento con lo de Kamchatka, porque me planteaba cómo hablarles de este tipo, a ciertos lectores que si les decía “Rodolfo Walsh” no iban a querer saber nada. Era una forma de disimularlo, de que pareciese un policial de época con este tipo que se llama Erre. Y que en todo caso, este tipo de lectores se diera cuenta cuando ya era demasiado tarde, cuando si tengo suerte, ya están enganchados.
MM: Y los familiares, Vicky, Patricia, Carlos Walsh, también están con iniciales ¿Por qué razón?
MF: Un poco por eso, para no develar tan rápido la cuestión. También era un juego que a mí me divertía. Vicky era “V”, y Patricia era “P” y estábamos hablando de peronismo. Me parecía que funcionaba desde ahí.
MM: Es también muy bueno… lo que aparece en P4R, que la pasamos en el ciclo de cine., cuando entrevistan a Carlos Walsh. La charla en el Zoológico que inventás es sumamente verosímil. La disputa entre hermanos y esta cosa tan dura, tan seca, tan lejana de Carlos con el hermano.
MF: Un poco porque en realidad habían vivido experiencias totalmente distintas. El Indio Solari tiene una experiencia relativamente parecida. Primero, estamos hablando de hermanos bastante mayores en edad. El Indio tiene un hermano diez años mayor, que, como Carlos, había hecho la carrera militar. Y después de que, tanto Carlos como el hermano más grande (los Walsh eran cuatro varones y una hermana más chica. Rodolfo y Horacio son los dos varones más chicos) los mayores agarraron el momento en el que la familia todavía estaba económicamente bien. Entonces habían ido a colegios de un buen nivel y que aparte les permitían convivir con la familia. Y cuando llegaron Rodolfo y Horacio llegó la malaria y los mandaron a un internado de chicos irlandeses. Yo creo que habían vivido técnicamente bajo la misma familia y bajo el mismo techo, pero en circunstancias totalmente distintas. Y el Indio también; el hermano vivió la mejor mientras el padre era jefe de Correos y los llevaban a Entre Ríos, acá, a Santa Fe, a La Plata… hasta que llegó la Libertadora en el ’55, le pegaron una patada en el orto cuando el indio tenía seis años. Sus primeros seis años fueron la alegría peronista, el hogar en el que no faltaba nada, y a partir de la Libertadora, malaria. Este hermano más grande vivió toda su vida infantil, juvenil y adolescente, hasta llegar a independizarse, la pasó bárbaro. El Indio dice: “pasé de una Navidad en la que recibí un Meccano, a recibir un par de medias en la siguiente”. Creo que esas cosas marcan enormes diferencias en las experiencias vitales con hermanos que han vivido tan otra cosa.
Álvar Torales: En el documental, recuerdo que Carlos dice, distanciándose y hasta justificando el destino de Rodolfo, que él eligió eso. Muy duro.MM: Bueno, la verdad es que seguiríamos escuchándote, y haciéndote más preguntas, pero hace frío y es tarde. Están las novelas si las quieren leer. El negro corazón del crimen, insisto, es una maravilla. Las demás también pero esta la tengo muy fresca. No te voy a pedir que leas, porque ya es muy tarde. Seguramente te van a pedir que firmes algún libro. Creo que se merece un gran aplauso. Muchas gracias.
MF: Muchas gracias a ustedes.
El negro corazón del crimen
Marcelo Figueras
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