95 años de la publicación de Son Segundo Sombra
Oímos un galope detenerse frente a la pulpería, luego el chistido persistente que usan los paisanos para calmar un caballo, y la silenciosa silueta de don Segundo Sombra quedó enmarcada en la puerta.
-Güenas tardes -dijo la voz aguda, fácil de reconocer.
-¿Cómo le va don Pedro?
-Bien ¿y usté don Segundo?
-Viviendo sin demasiadas penas graciah'a Dios.
Mientras los hombres se saludaban con las cortesías de uso, miré al recién llegado. No era tan grande en verdad, pero lo que le hacía aparecer tal hoy le viera, debíase seguramente a la expresión de fuerza que manaba de su cuerpo.
El pecho era vasto, las coyunturas huesudas como las de un potro, los pies cortos con un empeine a lo galleta, las manos gruesas y cuerudas como cascarón de peludo. Su tez -28- era aindiada, sus ojos ligeramente levantados hacia las sienes y pequeños. Para conversar mejor habíase echado atrás el chambergo de ala escasa, descubriendo un flequillo cortado como crin a la altura de las cejas.
Su indumentaria era de gaucho pobre. Un simple chanchero rodeaba su cintura. La blusa corta se levantaba un poco sobre un «cabo de güeso», del cual pendía el rebenque tosco y ennegrecido por el uso. El chiripá era largo, talar, y un simple pañuelo negro se anudaba en torno a su cuello, con las puntas divididas sobre el hombro. Las alpargatas tenían sobre el empeine un tajo para contener el pie carnudo.
Cuando lo hube mirado suficientemente, atendí a la conversación. Don Segundo buscaba trabajo y el pulpero le daba datos seguros, pues su continuo trato con gente de campo, hacía que supiera cuanto acontecía en las estancias.
...en lo de Galván hay unas yeguas pa domar. Días pasaos estuvo aquí Valerio y me preguntó si conocía algún hombre del oficio que le pudiera recomendar, porque él tenía muchos animales que atender. Yo le hablé del Mosco Pereira, pero si a usted le conviene...
-Me está pareciendo que sí.
-Güeno. Yo le avisaré al muchacho que viene todos los días al pueblo a hacer encargos. Él sabe pasar por acá.
-Más me gusta que no diga nada. Si puedo iré yo mesmo a la estancia.
-Arreglao. ¿No quiere servirse de algo?
-Güeno -dijo don Segundo, sentándose en una mesa cercana- eche una sangría y gracias por el convite.
Lo que había que decir estaba dicho. Un silencio tranquilo aquietó el lugar. El tape Burgos se servía una cuarta caña. Sus ojos estaban lacrimosos, su faz impávida. De pronto me dijo, sin aparente motivo:
-Si yo juera pescador como vos, me gustaría sacar un bagre barroso bien grandote.
Una risa estúpida y falsa subrayó su decir, mientras de reojo miraba a don Segundo.
-Parecen malos -agregó-, porque colean y hacen mucha bulla; pero ¡qué malos han de ser si no son más que negros!
Don Pedro lo miró con desconfianza. Tanto él como yo conocíamos al tape Burgos, sabiendo que no había nada que hacer cuando una racha agresiva se apoderaba de él.
De los cuatro presentes sólo don Segundo no entendía la alusión, conservando frente a su sangría un aire perfectamente distraído. El tape volvió a reírse en falso, como contento con su comparación. Yo hubiera querido hacer una prueba u ocasionar un cataclismo que nos distrajera. Don Pedro canturreaba. Un rato de angustia pasó para todos, menos para el forastero, que decididamente no había entendido y no parecía sentir siquiera el frío de nuestro silencio.
-Un barroso grandote -repitió el borracho-, un barroso grandote... ¡ahá! aunque tenga barba y ande en dos patas como los cristianos... En San Pedro cuentan que hay muchos d'esos ochos; por eso dice el refrán:
San Pedrino
el que no es mulato es chino
Dos veces oímos repetir el versito por una voz cada vez más pastosa y burlona.
Don Segundo levantó el rostro y como si recién se apercibiera de que a él se -31- dirigían los decires del tape Burgos comentó tranquilo:
-Vea amigo... vi'a tener que creer que me está provocando.
Tan insólita exclamación, acompañada de una mueca de sorpresa, nos hizo sonreír a pesar del mal cariz que tomaba el diálogo. El borracho mismo se sintió un tanto desconcertado, pero volvió a su aplomo, diciendo:
-¿Ahá? Yo creiba que estaba hablando con sordos.
¡Qué han de ser sordos los bares con tanta oreja! Yo, eso sí, soy un hombre muy ocupao y por eso no lo puedo atender ahora. Cuando me quiera peliar, avíseme siquiera con unos tres días de anticipación.
No pudimos contener la risa, malgrado el asombro que nos causaba esa tranquilidad que llegaba a la inconsciencia. De golpe el forastero volvió a crecer en mi imaginación. Era el «tapao», el misterio, el hombre de pocas palabras que inspira en la pampa una admiración interrogante.
Ricardo Güiraldes
Losada, 1972.
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