La palabra heredada

El tema de este mes de marzo que comienza, en Libro de arena, va a ser Mujeres y Literatura. Abrimos el mes con un fragmento de La palabra heredada, en el que Eudora Welty relata la importancia de los libros, y de las presencias de de su padre y su madre, en sus inicios como lectora. El libro recopila tres conferencias que Welty ofreció en la universidad de Harvard en abril de 1983.


1. Escuchar

“A los dos años me enseñaron que cualquier habitación de nuestra casa, a cualquier hora del día, podría ocuparse para leer, y sobre todo para hacerlo en voz alta a quien quisiera escuchar. A mí me leía mi madre. Me solía leer por las mañanas en el dormitorio grande, juntas las dos en una mecedora que crujía al compás de nuestros movimientos, como una cigarra que acompañara el desarrollo del relato. Me leía en el comedor durante las tardes de invierno, ante el fuego de carbón, y la historia la terminaba el reloj con su cucú, y me leía por la noche, cuando yo me acostaba. Creo que no le di un solo respiro. A veces me leía incluso en la cocina, mientras batía la mantequilla, y el sonido del mortero repicaba a la par que el cuento, cualquiera que eligiese. Soñaba con que ella me leyera mientras batía yo la mantequilla: una vez decidió complacerme, pero el cuento terminó sin que yo hubiese podido cuajarla. Mi madre se reveló como una lectora muy expresiva. Cuando leía “El gato con botas”, por ejemplo, era imposible no descubrir que no se fiaba de ningún gato.

Me asombró y me decepcionó que los libros de cuentos los escribieran las personas, y no maravillas de la naturaleza que brotaran como la hierba. Con todo, ajena a su procedencia, no recuerdo un solo momento en el que no estuviera enamorada de ellos: de los propios libros, de las cubiertas, de la encuadernación y del papel en el que estuvieran impresos, de su olor y de su peso… Los cogía en brazos como si los hubiese capturado y los poseyera, y me los llevaba a un rincón. Aún analfabeta, ya estaba lista para los libros, entregada a toda la lectura que pudiera brindarles. 

Ni mi padre ni mi madre se habían criado en casas con presupuesto para una gran cantidad de libros: aunque debió de causarle enormes estrecheces, habida cuenta de su salario de joven oficinista en una joven compañía de seguros, mi padre seleccionó y encargó con constancia todo cuanto él y Madre consideraban beneficioso para nosotros: puede decirse que compraban de cara al futuro.

Aparte de la estantería del cuarto de estar, a la que siempre se llamó “la biblioteca”, contábamos con las mesas de las enciclopedias y el atril en que descansaba el diccionario, junto a las ventanas del comedor. Allí, para ayudarnos a crecer discutiendo, estaba el Webster en su versión íntegra, la Enciclopedia Columbia, la Enciclopedia Ilustrada de Compton, la Biblioteca Lincoln y la última edición del Libro del Conocimiento. Y el año en que nos mudamos a la casa nueva dispusimos del espacio suficiente para celebrarlo con la edición de la Britannica de 1925, que mi padre- siempre mirando cara al futuro-consideraba mejor que cualquier edición previa. 

En “la biblioteca”, dentro de la vitrina de estilo misión que se cerraba con tres puertas acristaladas, formando un losange, junto al sillón Morris de mi padre, y la lámpara de pantalla de cristal velado, sobre una mesa adyacente, se conservaban los libros que pronto me tocaría empezar a leer; y así ocurrió: fui leyéndolos todos a medida que alcanzaba a cogerlos, estante por estante, de abajo arriba. Me esperaba un estuche con las Lecturas Stoddard, todas con su vocabulario decimonónico y sus viñetas de la vida campesina, sus pintorescas creencias y costumbres, y las ilustraciones  correspondientes grabadas en media tinta: la erupción del Vesubio, Venecia a la luz de la luna, un campamento de gitanos alrededor de la lumbre. Yo ignoraba entonces que encerraban la clave del deseo de mi padre por conocer el mundo. Leía acompañada  de su otro amor lejano: el Libro de la  Ópera editado por la casa Victrola, en el que aparecían, en sinopsis, una ópera tras otra, con retratos de Melba, Caruso, Galli-Curci y Geraldine Farrar vestidos de época, algunas de cuyas voces escuché en los discos de Red Seal.

Interpretaba como algo secundario lo que mi madre leyera para informarse; ella se sumergía, hedonista, en las novelas. Leía a Dickens con el mismo ánimo que le habría embargado si se hubiera fugado con él. Las novelas de su adolescencia que habían permanecido en su imaginación, amén de las de Dickens, Scott, y Robert Louis Stevenson, eran Jane Eyre, Trilby, La dama de blanco, Verdes mansiones, Las minas del rey Salomón. El nombre de Marie Corelli surgía de cuando en cuando en la conversación, si bien, comprendí que había caído en desgracia para mi madre, quien solo conservó Ardath en un gesto de pura lealtad. Con el tiempo se dedicó de lleno a Galsworthy, Edith Warthon y, sobre todo, al Thomas Mann de los volúmenes de José.

St. Elmo no estaba en nuestra casa, aunque la vi a menudo en otros hogares. Esta novela sureña, disparatadamente popular, está en el origen de todas las Edna Earles nacidas en nuestra población. Les pusieron ese nombre por la heroína, que consigue poner de rodillas t a sus pies a St. Elmo, un amante libertino, disoluto y pecador. Mi madre sobrevivió sin ella, pero recordaba el típico consejo que se les daba a quienes deseaban regar sus rosales durante un buen rato: “Cógete una silla cómoda, abre el St. Elmo, y deja correr el agua”.

A mi padre y a mi madre debo mi temprano conocimiento del muy querido Mark Twain. Nuestra biblioteca incluía sus obras completas junto a unas escogidas de Ring Lardner. Con el tiempo esos textos nos unieron a todos, padres e hijos. 

Por leer todo cuanto me encontraba tropecé con un viejo libro al que le faltaba una cubierta y que perteneció a mi padre en la infancia. Se llamaba Sanford y Merton, y me pregunto si quedará alguien capaz de recordarlo. Se trata del famoso cuento moral que escribiera Thomas Day en la década de 1780, si bien el título de aquel libro no le mencionaba: se trataba de   Sanford y Merton en monosílabos, de Mary Godolphin. Ahí vivían el niño pobre y el niño rico y Mr. Barlow, su profesor e interlocutor, alternando largos discursos con escenas dramáticas, peligros y rescates que se asignaban –respectivamente- al rico y al pobre. Terminaba no con una sino con dos moralejas: “Haz lo que debas, pase lo que pase” y “Si hemos de ser grandes, aprendamos primero a ser buenos”.

Al volumen la faltaba la portada, así que la contraportada se sujetaba tan solo por unos pocos filamentos de papel encolado, ahora del color del oro, por lo que quedaban al descubierto las páginas llenas de manchas, salpicadas y hechas jirones; las chillonas ilustraciones se habían desprendido, pero aún seguían presas entre las hojas. En la inconsciencia propia de la infancia, yo tenía la impresión de que era el único libro que había acompañado a mi padre durante su niñez.

(…)

Recibí como regalo, desde que alcanzo a recordar, libros de toda especie: libros que aparecían en mi cumpleaños, y por Navidad. Evidentemente, mis padres no pudieron obsequiarme con los suficientes. Debieron hacer un gran sacrificio para regalarme, por mi sexto o séptimo cumpleaños –después de que aprendiera a leer- los diez volúmenes de Nuestro mundo maravilloso. Aparecieron como libros pesados, hermosamente confeccionados, con los que me tumbaba en el suelo, delante de la chimenea del comedor, sobre todo con el quinto volumen, el que compendiaba Todos los cuentos para niños. Allí estaban los cuentos de hadas, Grimm, Andersen, los  ingleses y los franceses, “Alí Babá y los Cuarenta Ladrones”, Esopo y Reynard el Zorro, los mitos y leyendas, Robin Hood, el Rey Arturo, San Jorge y el Dragón, e incluso la historia de Juana de Arco, un fragmento del Progreso del Peregrino, y otro más largo de Gulliver, todos embellecidos con ilustraciones clásicas. Me alojaba en aquellas páginas e iba derecha a los cuentos y las ilustraciones, que me encantaban…”


Fragmento de: Eudora Welty, La palabra heredada. Mis inicios como escritora, (Traducción de Miguel Martínez Lage), Impedimenta, Buenos Aires, 2022.



La palabra heredada
Eudora Welty
Traducción de Miguel Martínez Lage
Impedimenta, Buenos Aires, 2022.

 

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