Poemas de Úrsula K Le Guin

Conocida sobre todo por sus libros de ficción fantástica (La mano izquierda de la oscuridad, los cinco tomos de la saga de Terramar, etc.), Úrsula K Le Guin fue también una gran poeta. El 22 de enero pasado se cumplieron cinco años de su muerte. En este mes, en el que leemos mujeres, en Libro de arena la recordamos con cuatro poemas de La nube habitada, traducidos por Diana Bellesi.







Mi gente

En mi país las lanzan por debajo
para que las pelotas vuelen como burbujas o pájaros
antes de descender a quien las ataja.
De huesos delicados, caderas anchas,
llevan a los niños
por un rato en sus panzas
antes de cargarlos en los brazos.
Es la costumbre de mi gente.
En años de grandes ceremonias
celebran con la ofrenda de la leche
y se liberan con la pérdida de sangre.
Son expertas en su generación.
Pocas, ni siquiera las más sabias,
tienen dinero o un gran nombre,
pero es gente admirable.
Aun después de larga servidumbre
en países extraños,
se reconocen; estrechan sus manos,
se besan, cantan sus canciones juntas,
las voces suaves alzándose más fuertes:
canciones de amor, canciones de libertad,
canciones que hablan de lanzar y atajar,
de cargar, criar y enterrar,
canciones de las que sólo mi gente
conoce todas las palabras.



Sueños de Ariadna

El batir del sueño es toda mi mente.
Soy mi ritmo. Ovillo mi madeja
más y más profundo en el laberinto
para hallar la unión de los caminos,
para hallarlo antes que el héroe encuentre
al prisionero del Laberinto,
al horror coronado de cuernos al fin
de todos los corredores, mi amigo.
Lo guío lejos. El se arrodilla para pacer
la hierba espesa sobre la tumba
y la luz se mueve entre los días.
El héroe encuentra un cuarto vacío.
Busco mi ritmo. Bailo mi deseo,
saltando los anchos cuernos del toro.
Baten las olas. ¿Qué mujer llora en la lejana
costa marina de mi sueño?



Días de seda

La proa del bote asomándose cerca
de los capullos, o una ancha guadaña que
barre los terrenos del fondo, o
el husmear del gato en un pliegue:
me lo recuerda. Me gusta
hacerlo
bien, suave
las mangas dobladas finamente.
Planchar huele a planchar.
No se parece a
nada. No necesita
un símil.
Tiene sus propios recursos.
Mi tía abuela me enseñó:
rociador, enrollar por media hora,
el siseo de prueba con el dedo húmedo,
golpeteo suave al dobladillo y
cuidado con el cuello.
En diez minutos, sobre una plancha a rodillo
podía hacer una camisa de etiqueta.
Puede ser un arte.
Supo ser un arduo trabajo,
sin tiempo, todo algodón, todos los niños.
Ahora voy en seda,
Emperadora de China, lavo y plancho
cuando quiero,
lo gozo, lo hago
bien, un buen trabajo,
voy tranquila,
suave como seda.



Para la casa nueva

Que esta casa se llene con olores de la cocina
y con sombras y juguetes y nidos de ratones
y rugidos de furia y cascadas de lágrimas
y hondos silencios sexuales y sonidos
de origen misterioso nunca explicados
y tesoros y regalos y miles de deshechos
y un flujo como un viento cálido pero más lento
soplando las hojas de los árboles y libros y años
de pez de la vida de un niño revoloteando plateados
rápido, rápido en la lenta ráfaga incesante
que ondula las cortinas un momento
todos esos años desde ahora, hacia atrás.
Que puedan los umbrales y los marcos bendecidos
bendecir a cada paso.
Que puedan los techos pero no los cuartos conocer la lluvia.
Que las ventanas conozcan claramente
la rama y la flor del manzano.
Y que podáis estar en esta casa
como la música está en el instrumento.

 De La nube habitada- Traducción de Diana Bellesi

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