Gimpel, el tonto

El 11 de noviembre pasado se cumplieron ciento veinte años del nacimiento de Isaac Bashevis Singer. En Libro de arena lo recordamos con su cuento "Gimpel, el Tonto".


GIMPEL, EL TONTO


I


Soy Guimpl el ingenuo. No me considero un tonto. Al contrario. Pero la gente me ha puesto ese apodo. Empezaron a llamarme así cuando aún estaba en el jéder*. Hasta siete apodos llegué a tener: imbécil, zafio, lelo, simple, pánfilo, bobo e ingenuo. Y este último es el que se me quedó pegado. ¿En qué consistía mi ingenuidad? En que era fácil tomarme el pelo. Me dijeron una vez: «Guimpl, ¿sabes que la esposa del maestro ha dado a luz?». Y yo, confiado, no fui al colegio. Pues bien, resultó ser falso. ¿Cómo iba a saberlo yo? Es cierto que la mujer no mostraba una barriguita muy abultada, pero yo nunca me había fijado en su barriga. ¿Tan ingenuo era esto? Los gamberros, sin embargo, rompieron a reír y a rebuznar, a brincar y a bailar, y a canturrearme la oración para un buen sueño. Y encima me llenaron las manos no con pasas, como suele ofrecerse cuando una mujer da a luz, sino con cagarrutas de cabra. Yo no era ningún alfeñique. Si le propinase a alguien una bofetada, le haría ver hasta Cracovia. Sin embargo, por naturaleza no soy realmente un peleón. Siempre pienso para mis adentros: déjalo pasar. Así que la gente se aprovecha de mí.

Cierto día volvía a casa desde el jéder y oí el ladrido de un perro. Yo no temo a los perros, pero por supuesto nunca intento meterme con ellos. Puede tratarse de un perro rabioso, y si te muerde no hay tártaro que pueda ayudarte. De modo que salí corriendo. Cuando luego miré alrededor, me di cuenta de que en la plaza del mercado todos estaban partiéndose de risa. No se trataba de un perro, sino de Wolf Leib el ladrón. ¿Cómo podía saber yo que era él? Su voz sonaba como el aullido de una perra.

En cuanto los gamberros y los bromistas descubrieron que era fácil engañarme, cada uno quiso probar su suerte conmigo: «Guimpl, el zar viene a Frampol; Guimpl, la luna se ha caído en Turbin; Guimpl, la pequeña Hodl Piel de Cordero, encontró un tesoro detrás de la casa de baños». Y yo, como un gólem*, me creía todo. En primer lugar porque todo es posible, como está escrito en las Máximas de los Padres, aunque he olvidado la cita exacta. En segundo lugar, me veía obligado a creerlo al ver que toda la ciudad se echaba sobre mí. Si me atrevía a decir «¡Venga, estás bromeando!», había problemas. La gente se enfadaba: ¿Qué quieres decir con eso? ¿Es que quieres llamar mentiroso a todo el mundo?». ¿Qué debía hacer yo? Les creía, y esperaba que al menos eso les hiciera algún bien.

Yo era huérfano. El abuelo que me crió ya tenía un pie en la tumba. Así que fui entregado a un panadero y ¡no preguntéis cómo lo pasé allí! Cualquier mujer o muchacha que entraba en la panadería para hornear una tanda de galletas o para secar una bandeja de fideos se sentía obligada a tomarme el pelo, aunque solo fuera por una vez. «Guimpl, hay una feria en el cielo; Guimpl, el rabino dio a luz una ternera sietemesina; Guimpl, una vaca voló sobre el tejado y puso huevos de latón.» Una vez, un estudiante de la yeshive* vino a comprar un bollo y me dijo: «¡Eh, tú, Guimpl! Estás aquí raspando con tu paleta de panadero, mientras que ahí fuera ha llegado ya el Mesías. Los muertos han resucitado». «¿Cómo es posible? —repliqué— ¡No he oído que hicieran sonar el cuerno de carnero!», a lo que me contestó: «¿Es que estás sordo?». Mientras tanto, todos empezaron a gritar: «¡Nosotros sí lo oímos! ¡Nosotros sí lo oímos!». Justo en ese momento entró Rietze, la moldeadora de velas, y con su voz ronca me confirmó: «Guimpl, tu padre y tu madre han salido de la tumba. Te están buscando».

A decir verdad, yo sabía muy bien que no había pasado nada de esto. Pero así y todo, ya que la gente lo decía, me eché encima el chaleco de lana y salí a la calle. Tal vez habría ocurrido algo. ¿Qué me costaba ir a mirar? Bueno… pues ¡vaya sinfonía de gatos se organizó! Juré entonces que ya nunca creería nada más. Pero eso tampoco funcionó. Me dejaron tan confundido que ya no sabía dónde empezar a confiar y dónde terminar.

Fui a visitar al rabino en busca de consejo. Me dijo: «Está escrito que más vale ser un necio todos los días de tu vida que ser malvado una hora. Tú no eres un tonto. Los tontos son ellos, pues el que hace sentir vergüenza a su prójimo pierde el paraíso». Sin embargo, precisamente la hija del rabino me engañó. Cuando yo salía de la sede de su padre me dijo: «¿Has besado ya el muro?». Le respondí: «No; ¿para qué?». Y ella insistió: «Es la Ley; debes hacerlo después de cada visita». Bien; lo hice. No parecía que hubiese nada malo en ello. Y ella rompió a reír. Fue una buena treta. Se burló bien de mí, desde luego.

Quise marcharme a otro pueblo, pero entonces todos quisieron hacer de casamenteros y me persiguieron hasta casi arrancarme el faldón del gabán. Yo ya sentía agua en el oído de tanto que me hablaban de casarme. No se trataba de ninguna casta doncella, pero insistieron en que era virgen y pura. Aunque padecía de cojera, me dijeron que lo hacía a propósito, por coquetería. Tenía un bastardo, y me contaron que el niño era su hermano menor. Yo les gritaba: «Estáis perdiendo el tiempo. Nunca me voy a casar con esa ramera». Pero ellos reaccionaban indignados: «¡Qué forma de hablar es esa! ¿No te da vergüenza? Podríamos llevarte al rabino y tendrías que pagar una multa por sacar mala fama a esa mujer». Me di cuenta entonces de que no podría escapar de ellos fácilmente; se habían empeñado en convertirme en blanco de su bribonada. Aunque al mismo tiempo pensé: «Una vez que estás casado, el marido es el amo; y si ella está de acuerdo, a mí también me gusta. Por otro lado, tampoco puedes pasar por la vida indemne, ni esperar que así sea».

De modo que me dirigí a su casa de adobe construida sobre la arena, y toda la pandilla me siguió gritando y coreando. Se comportaban como los hostigadores de un oso. Con todo, cuando llegamos al pozo se detuvieron. Tenían miedo de meterse con Elka. Abría la boca como si girara sobre goznes y su lengua era feroz. Entré en la casa. De pared a pared había unas cuerdas para secar la ropa tendida. Ella, con los pies descalzos, estaba agachada sobre la tina haciendo la colada. Vestía una desgastada bata de felpa, y en la cabeza llevaba un par de trenzas enrolladas como formando una corona. Casi me cortó el aliento el hedor que salía de la estancia.

Aparentemente ella ya sabía quién era yo, porque echándome una mirada dijo:

—¡Miren quién está aquí! Ha venido el atontado. Agarra una silla.

Decidí contárselo todo, sin desmentir nada, y le pregunté:

—Dime la verdad. ¿Realmente eres virgen? ¿Y es cierto que ese travieso de Yejiel es tu hermano menor? No me engañes, porque soy huérfano.

—Yo también soy huérfana —respondió— y a quien intente enredarte que se le enrede la punta de la nariz. Pero que no crean que de mí podrán aprovecharse. Exijo una dote de cincuenta gulden y además un ajuar. Porque si no, ya pueden besarme donde ya sabes.

Hablaba con mucha desvergüenza. Yo le repliqué:

—Es la novia y no el novio quien aporta la dote.

A lo que ella respondió:

—No regatees conmigo. Me das un sí rotundo o bien un no rotundo y te vuelves al lugar de donde has venido.

Yo pensé: «Ningún pan va a salir de esta masa». Pero la nuestra no es una aldea pobre. Aceptaron sus condiciones y organizaron la boda. En aquellos días, precisamente, se había producido una epidemia de disentería y la ceremonia nupcial se celebró a las puertas del cementerio, al lado de la pequeña caseta donde se realizaba la ablución de los cadáveres. Los hombres se emborracharon. Cuando se estaba escribiendo el contrato de matrimonio, oí que el rabino principal preguntaba: «¿Es la novia viuda o divorciada?». Y en lugar de la novia, respondió la esposa del conserje de la sinagoga: «Ambas cosas, es viuda y divorciada». Fue un momento negro para mí. Pero ¿qué podía hacer yo, huir de debajo del palio nupcial?

Se cantó y se bailó. Una vieja abuelita bailaba frente a mí, abrazada a un pan blanco trenzado. El animador pronunció la plegaria «Dios lleno de misericordia» en memoria de los padres de la novia. Muchachos del jéder lanzaron al aire abrojos, como durante el día de ayuno de Tishe b’Av*. Y recibimos un montón de regalos después del sermón: una tabla para cortar fideos, una artesa para la masa del pan, un cubo, escobas, cucharones y una serie de enseres de casa. De pronto, observé a dos fornidos jóvenes que cargaban con una cuna.

—¿Para qué necesitamos eso? —pregunté.

—No te devanes los sesos por ello. Está bien. Te será útil.

Me di cuenta de que me estaban engañando. Pero mirándolo bien, ¿qué podía perder yo? Pensé: «Esperaré a ver qué sale de todo esto. Una ciudad entera no puede haberse vuelto loca».


II


Llegada la noche, me acerqué a la cama donde estaba mi esposa, pero ella no me dejó entrar:

—¿Cómo? ¿Para eso nos han casado? —dije. Y respondió:

—Me ha venido la regla.

—Pero si ayer mismo te llevaron al baño ritual… Quiere decir que ya se te había terminado, ¿no es así?

—Hoy no es ayer —dijo— y ayer no es hoy. Si no te gusta, puedes largarte.

En resumen, esperé.

Menos de cuatro meses después, ya estaba ella de parto. En la ciudad, la gente disimulaba la risa con los nudillos. ¿Qué podía hacer yo? Al fin y al cabo, Elka sufría unos dolores insoportables y el dolor le hacía arañar las paredes.

—¡Guimpl! —gritaba—. Me estoy muriendo. ¡Perdóname!

La casa se llenó de mujeres que hervían agua en grandes cacerolas. Los gritos llegaban al cielo.

En esas circunstancias, lo que me correspondía hacer era ir al oratorio y rezar unos salmos, y eso es lo que hice. A la gente de la ciudad le pareció bien, ya lo creo. Me coloqué en un rincón, en pie, y mientras yo recitaba salmos y oraciones, ellos asentían con la cabeza.

—¡Tú reza, reza! —me decían para animarme—. Rezar nunca logró embarazar.

Un guasón me acercó una paja a la boca y dijo:

—Un asno debe comer paja.

¡Por mi vida que también tenía razón!

Elka dio a luz un niño. El viernes en la sinagoga, el encargado subió a la tribuna, dio unos golpes sobre la mesa y anunció: «El potentado reb* Guimpl invita a la congregación al festejo en honor del nacimiento de su hijo». La risa resonó en toda la sinagoga. Me ardía la cara. Pero no había nada que pudiera hacer. Al fin y al cabo, era yo el titular de los honores y de los rituales de la circuncisión.

Media ciudad acudió corriendo. No cabía ya ni un alfiler. Las mujeres traían garbanzos hervidos condimentados con pimienta, y de la taberna se recibió un barril de cerveza. Comí y bebí igual que los demás y todos me felicitaron. A continuación tuvo lugar la circuncisión y le puse al niño el nombre de mi padre, que en paz descanse. Cuando todos se habían marchado y me quedé a solas con mi mujer, ella asomó la cabeza desde detrás de la cortina de la cama y me llamó para que me acercara.

—Guimpl, ¿por qué estás callado? ¿Acaso se te ha hundido un barco?

—¿Qué voy a decir? —respondí—. ¡Vaya jugada me has hecho! Si mi madre se enterase, se habría vuelto a morir.

—¿Estás loco o qué? —dijo ella.

—¿Cómo has podido tomar por tonto a alguien que va a ser tu amo? —le pregunté.

—Pero ¿qué te pasa? —preguntó ella a su vez—. ¿Qué ideas se te han metido en la cabeza?

Comprendí que tenía que hablar con ella abiertamente y sin rodeos.

—¿Crees que este es el modo de tratar a un huérfano? —dije—. Has dado a luz un bastardo.

Y ella contestó:

—Sácate esa tontería de la cabeza. El niño es tuyo.

—¿Cómo puede ser mío? —argumenté—. Nació diecisiete semanas después de la boda.

Me contó que se trataba de un sietemesino y yo le respondí: «Un sietemesino no es un cincomesino». Y siguió contándome que una de sus abuelas había estado embarazada solo cinco meses, y que ella se parecía a esa abuela como una gota de agua a otra. Sus juramentos fueron tales que hasta a un campesino en la feria los habría creído si los hubiera pronunciado. A decir verdad, yo no la creí. Pero cuando al día siguiente se lo comenté al maestro de la escuela, me aseguró que algo parecido había sucedido, según algunos, con Adán y Eva: habían subido dos al lecho y bajaron cuatro.

—No hay mujer en este mundo que no sea nieta de Eva —dijo.

Sea como fuera, me embarullaron la cabeza con sus argumentos. Y pensándolo bien, quién sabe realmente cómo son esas cosas.

Empecé a olvidar mi pena. Yo quería al niño con locura y él me quería a mí. En cuanto me veía agitaba sus pequeñas manitas para que lo cogiera en brazos, y cuando lloraba a causa de cólicos yo era el único que podía tranquilizarlo. Le compré una anilla de hueso para morder y un pequeño bonete dorado. Constantemente alguien le echaba el mal de ojo y me veía obligado a correr en busca de algún exorcista para librarlo del mal. Yo trabajaba como un buey. Ya se sabe cómo suben los gastos cuando hay un bebé en la casa. ¿Y por qué les voy a mentir? El hecho es que tampoco me disgustaba Elka. Me insultaba y me maldecía, pero no podía prescindir de ella. ¡Qué fuerza tenía! Una mirada suya podía dejarte sin habla. ¡Y su lenguaje! Lleno de brea y de azufre, pero a la vez también de encanto. Yo adoraba cada palabra suya. Aunque no pocas heridas sangrantes me causaba.

Por la tarde, le llevaba un pan de trigo y otro de centeno, así como bollos con semilla de amapolas, que yo mismo había horneado. Para ella, robaba en la panadería y birlaba todo aquello que encontraba a mano: macarrones, pasas, almendras, tartas. Espero que me sea perdonado haberme aprovechado de las cazuelas de chólent* para el shabbat*, que las mujeres depositaban el viernes en el horno del panadero a fin de mantenerlas calientes. Yo sacaba de allí trozos de carne o de pudín, un muslo de pollo, una porción de intestino relleno y cualquier cosa que pudiera pillar de un tirón. Así mi esposa comía, engordaba y se ponía hermosa.

Durante la semana me veía obligado a dormir fuera de casa, en la panadería. Los viernes por la noche, cuando regresaba, ella siempre encontraba algún pretexto. O sentía ardor en el estómago o una punzada en el costado, tenía hipo o dolores de cabeza. Ya saben lo que son las excusas de las mujeres. Lo pasé muy mal. Fue duro. Por si fuera poco, aquel pequeño hermano suyo, el bastardo, estaba creciendo. Me pegaba, y cuando intentaba devolverle los golpes, ella abría la boca y me maldecía tan salvajemente que yo veía flotar ante mis ojos una neblina verde. Diez veces al día amenazaba con divorciarse de mí. Cualquiera en mi lugar se habría despedido a la francesa y habría desaparecido, pero yo soy la clase de persona que lo aguanta todo y no dice nada. ¿Qué se puede hacer? Si Dios da los hombros, también da las cargas.

Cierta noche ocurrió un desastre en la panadería. El horno explotó y casi tuvimos un incendio. No había nada que hacer más que irse a casa, y eso fue lo que hice. Al fin iba a saborear, pensé, el gozo de dormir en mi cama un día laborable. No quería despertar al bebé y entré de puntillas. Una vez dentro, me pareció oír no un ronquido único sino algo así como un doble ronquido. Un ronquido fino y el otro como el de un buey degollado. ¡Oh, no me gustó esto! No me gustó nada. Me acerqué a la cama y todo se me hizo negro. Al lado de Elka yacía la figura de un varón. Cualquiera en mi lugar habría armado un escándalo con suficiente ruido como para despertar a toda la ciudad. Pero pensé: «¿Para qué despertar al niño? ¿Qué culpa tiene el pobre pajarillo?». Así que…, bueno. Volví a la panadería y me tumbé sobre los sacos de harina; hasta la mañana siguiente no cerré un ojo. Temblaba como si tuviera la malaria. «Basta ya de ser un asno —me decía a mí mismo—. Guimpl no va a hacer el primo toda su vida. Hay un límite, incluso para la ingenuidad de un ingenuo como Guimpl.»

Por la mañana, acudí al rabino para pedirle consejo. El suceso produjo una conmoción en el pueblo. Enviaron al conserje a buscar enseguida a Elka. Llegó con el niño en brazos y ¿qué creen ustedes que hizo? Lo negó, lo negó todo. ¡De la A a la Z!

—¡Está loco! —afirmó—. Yo no sé nada de sueños ni adivinaciones.

Todos gritaron, la advirtieron, golpearon la mesa, pero ella siguió en sus trece: se trataba de una acusación falsa, alegó. Los carniceros y los tratantes de caballos se pusieron de su parte. Uno de los pinches del matadero se me acercó por detrás para decirme:

—Te tenemos en nuestro punto de mira. Eres un hombre marcado.

Mientras tanto, el bebé empezó a berrear y se ensució. Como eso no se podía permitir, ya que la sede rabínica albergaba un arca con rollos de la Torá, mandaron a Elka a casa.

—¿Qué debo hacer? —pregunté al rabino.

—Debes divorciarte de ella inmediatamente —dijo.

—¿Y qué pasa si ella se niega? —repliqué.

—Debes presentar una demanda de divorcio. Eso es todo lo que tienes que hacer —afirmó.

—Bueno, muy bien, rebbe*. Deje que me lo piense.

—No hay nada que pensar —insistió—. Ni siquiera debes permanecer bajo el mismo techo que ella.

—¿Y si quiero ver al niño? —pregunté.

—Deja que esa ramera se marche acompañada de sus bastardos —dijo.

Su veredicto fue, por tanto, que yo no debía ni siquiera cruzar su umbral, nunca más en toda mi vida.

Durante el día, eso no me molestó tanto. Pensaba: «Esto tenía que ocurrir, el absceso tenía que reventar». Pero por la noche, cuando me acostaba sobre los sacos, sentía toda la amargura. Me invadía la añoranza de ella y del niño. Quería enfadarme, pero esa es precisamente mi desgracia: no es mi carácter enfadarme de verdad. «En primer lugar —así es como seguí razonando— un desliz puede ocurrir a veces. No se puede vivir sin cometer alguna tontería. Probablemente aquel joven que estaba con ella la engatusó, le ofreció regalos y cosas así, y las mujeres tienen el cabello largo y las entendederas cortas. Y de ese modo la embaucó. Por otra parte, puesto que ella lo negaba con tanta vehemencia, ¿quizá solo lo imaginé? Las alucinaciones ocurren. A veces uno ve una figura, un hombrecito o algo parecido, y cuando te acercas ves que no es nada, que no había nada ahí. Y si así fue, yo estaría cometiendo una injusticia contra ella.» Cuando llegué a este punto en mis pensamientos, empecé a llorar. Sollocé tanto que empapé la harina sobre la cual estaba acostado. A la mañana siguiente, fui a ver al rabino y le dije que me había equivocado. El rabino lo anotó con su propia pluma y dijo que, si eso era lo que ocurrió, tendría que reconsiderarse todo el caso. Hasta que se terminara de hacerlo, yo no debía acercarme a mi esposa, aunque, eso sí, me estaba permitido mandarle con un mensajero pan y también dinero para sus gastos.


III


Nueve meses pasaron hasta que los rabinos llegaron a un acuerdo entre ellos. Iban y venían cartas. No me imaginaba que pudiera haber tanta erudición alrededor de un asunto como este.

Mientras tanto, Elka dio a luz otra criatura, una niña esta vez. Ese shabbat fui a la sinagoga y solicité una bendición sobre la parturienta. Me concedieron el honor de subir a la lectura de un trozo de la Torá y le puse a la niña el nombre de mi suegra, que en paz descanse. Los gamberros y demás patanes que venían por la panadería encontraron motivo para pitorrearse. Todo Frampol se regodeaba con mis problemas y mi dolor. A pesar de todo ello, decidí que siempre creería lo que se me dijese. ¿De qué sirve no creer? Hoy no crees en tu esposa y mañana no creerás ni en el propio Dios.

Yo le enviaba a ella diariamente, por medio de un aprendiz de la panadería que era vecino suyo, un pan de centeno o de trigo, un trozo de pastel, algún bollo o beigl*, o bien, cuando tenía la oportunidad, un trozo de pudín, una rebanada de tarta de miel o pastel de boda, lo que tuviera a mano. El aprendiz era un joven de buen corazón y más de una vez añadía algo de su parte. Aunque antes solía meterse mucho conmigo y me tiraba de la nariz o me daba codazos en las costillas, desde que había empezado a visitar mi casa se había vuelto cordial y amigable.

—Eh, tú, Guimpl —me decía—. Tienes una mujercita simpática y dos niños estupendos. No te los mereces.

—Sí, pero mira lo que la gente dice de ella —le respondí.

—Bueno. La gente tiene la lengua muy larga y no sabe qué hacer con ella más que cotillear —dijo—. No debes darle más importancia que a la nieve caída el año pasado.

Un día el rebbe mandó llamarme y me dijo:

—¿Estás seguro, Guimpl, de que te habías equivocado con respecto a tu esposa?

—Estoy seguro —respondí.

—Pero ¡qué sentido tiene eso! Tú mismo lo viste.

—Debió de haber sido una sombra —dije.

—¿Una sombra de qué?

—Creo que de una de las vigas del techo.

—En ese caso, puedes ir a tu casa. Debes agradecérselo al rebbe de Yánov. Fue él quien encontró en un escrito de Maimónides una vaga referencia que te favorecía.

Agarré la mano del rebbe y la besé.

En principio, quise correr a mi casa enseguida. No era poco estar separado tanto tiempo de la mujer y los hijos. Luego recapacité: «Es mejor que vuelva ahora a mi trabajo y que vaya a casa por la noche». No dije nada a nadie, pero en mi corazón era un día festivo. Las mujeres de la panadería me pinchaban y se mofaban de mí como todos los días, pero yo pensaba: «Seguid con vuestras habladurías. La verdad al final emerge como el aceite sobre el agua. ¡Si Maimónides dice que está bien, está bien!».

Llegada la noche, cuando ya había cubierto la masa para dejarla fermentar, agarré mi ración de pan y un pequeño saco de harina y me dirigí a casa. En el cielo había luna llena y las estrellas centelleaban como para encoger el alma. Yo caminaba deprisa y mi sombra alargada iba por delante. Era invierno y recientemente había nevado. Sentía ganas de cantar, pero ya era tarde y no quise despertar a los vecinos. Se me antojó silbar, pero recordé que silbar por la noche podía invitar a los demonios. Así que en silencio aceleré mis pasos todo lo que pude.

Los perros en los patios de los no judíos ladraban al oír mis pisadas, pero yo pensé: «¡Ladrad hasta que se os salten los dientes! ¿Qué sois sino unos simples perros? Mientras que yo soy un hombre, marido de una esposa decente y padre de unos hijos bien dotados.»

Cuando me acercaba a la casa, empezó a latirme el corazón como si fuera el de un bandido. No sentía miedo, pero mi corazón seguía haciendo ¡pum-pum! Bueno, ya no había marcha atrás. Silenciosamente, levanté el pestillo y entré. Elka ya dormía. Miré la cuna de la criatura. Aunque el postigo de la ventana estaba cerrado, a través de las rendijas penetraba la luz de la luna. Miré la carita de la recién nacida y, en cuanto la vi, la amé en el acto, amé a cada uno de sus minúsculos huesecillos.

Luego me acerqué a la cama y ¿qué es lo que vi en ella? Elka acostada y a su lado el aprendiz. La luna se me apagó de golpe. Todo se me hizo negro. Las piernas y las manos me temblaban. Los dientes me castañeteaban. El pan cayó de mis manos, y mi esposa se despertó.

—¿Quién está ahí, eh? —preguntó.

—Soy yo —mascullé.

—¿Guimpl? —preguntó ella—. ¿Cómo es que estás aquí? Creí que lo tenías prohibido.

—El rabino me dio permiso —respondí, temblando como sacudido por la fiebre.

—Escúchame, Guimpl. Sal un momento a la cabaña y mira si la cabra está bien. Me parece que se sentía enferma.

Había olvidado mencionar que teníamos una cabra. Al oír que no se encontraba bien, salí al patio. La cabrita era una buena criatura; me sentía unido a ella casi como a un ser humano. Con pasos vacilantes me acerqué a la cabaña y abrí la puerta. La cabra estaba allí, erguida sobre sus cuatro patas. La palpé en todos sus lados, le tiré de los cuernos, le examiné las ubres y no encontré nada preocupante. Seguramente habría comido demasiada corteza, pensé. «Buenas noches, cabrita —dije—. Que sigas sana y fuerte.» Y el pequeño animal contestó con un «bee», como si quisiera agradecerme los buenos deseos.

Volví a la casa. El aprendiz se había esfumado.

—¿Dónde está el joven? —pregunté.

—¿Qué joven? —respondió mi esposa con otra pregunta.

—¿Qué quieres decir? —repliqué—. El aprendiz. Estabas durmiendo con él.

—¡Lo que soñé esta noche y la anterior —maldijo— se cumpla en ti y te deje incapacitado en cuerpo y alma! Un espíritu maligno se ha apoderado de tu persona y te ha nublado la vista. —Y después gritó—: ¡Criatura odiosa! ¡Imbécil de nacimiento! ¡Fantasmón! ¡Paleto! ¡Lárgate o gritaré hasta sacar de la cama a todo Frampol!

Antes de que lograra moverme, su hermano, dio un salto desde detrás de la estufa y me propinó un golpe en el pescuezo. Creí que me había roto el cuello. Entendí que aquello se ponía mal y le dije a ella:

—No armes un escándalo. Lo único que necesito ahora, que se me acuse de provocar la aparición de fantasmas y dibbuks*. —Eso es lo que ella había querido decir—. Nadie querrá ni tocar el pan que yo horneo.

En resumen, de un modo u otro la apacigüé.

—Bueno —dijo—. Basta ya. Acuéstate, y así te aplaste una rueda.

Al día siguiente, llamé a un lado al aprendiz.

—¡Escúchame, hermano! —Y le dije esto, aquello y lo de más allá—. ¿Qué dices a todo esto?

Me miró como si yo acabara de caerme del tejado o algo parecido.

—Por mi vida lo juro —replicó—. Deberías ir a un curandero o a una hechicera. Me temo que tienes un tornillo suelto, aunque yo no se lo voy a contar a nadie.

Y en eso quedó la cosa.

Para abreviar la historia, viví veinte años con mi esposa. Me dio hasta seis hijos, cuatro hembras y dos varones. Sucedieron toda clase de cosas, pero yo, como si no las hubiera visto ni oído. La creía, y nada más. Recientemente el rebbe me dijo: «Creer es, por sí mismo, beneficioso. Está escrito que un hombre bueno vive por su fe».

De pronto, mi mujer enfermó. Comenzó con una nimiedad, un pequeño bulto en el pecho, pero al parecer Elka no estaba destinada a vivir muchos años. Gasté en ella una fortuna. He olvidado decir que para entonces yo poseía una panadería propia y en Frampol se me consideraba algo así como un hombre rico. El curandero venía a casa casi cada día; y los conocidos, en cuanto encontraban una hechicera, también la hacían venir. Decidieron ponerle sanguijuelas, después probaron a aplicarle ventosas; incluso se llamó a un médico de Lublin, pero ya era demasiado tarde. Antes de morir, Elka me llamó para que me acercara a su cama y dijo:

—Guimpl, perdóname.

—¿Qué hay que perdonar? Has sido una esposa buena y fiel —dije.

—¡Ay de mí, Guimpl! —respondió—. Ha sido muy feo el modo en que te he engañado todos estos años. Quiero ir limpia a mi Creador. Así que tengo que decirte que los niños no son tuyos.

Si me hubiesen golpeado en la cabeza con un madero, no me habría trastornado más.

—¿De quién son? —pregunté.

—No lo sé —respondió ella—. Hubo muchos… Pero tuyos no son.

Mientras hablaba, echó la cabeza a un lado, sus ojos se vidriaron y ese fue el final de Elka. En sus pálidos labios quedó fija una sonrisa.

A mí me pareció que, aunque ya muerta, decía: «He engañado a Guimpl. Ese fue el sentido de mi corta vida…».

IV

Cierta noche, pasados los siete días de duelo, mientras soñaba acostado sobre los sacos de harina, el mismísimo Espíritu del Mal se me apareció y me dijo:

—Guimpl, ¿por qué duermes?

—¿Qué es lo que debo hacer? ¿Comer kréplej*? —pregunté.

—Todo el mundo te engaña —continuó—. Deberías, a tu vez, engañar al mundo.

—¿Cómo puedo yo engañar al mundo entero? —pregunté.

—Podrías recoger orina en un cubo cada día y, por la noche, verterlo en la masa que dejas fermentar. Que coman inmundicias los listos de Frampol.

—¿Y qué pasará con el juicio en el mundo venidero? —le pregunté.

—No hay mundo venidero —afirmó—. Te han dado gato por liebre. Te hicieron creer que las vacas vuelan. ¡Tonterías!

—Bueno —dije—. ¿Y Dios existe? —pregunté.

—Tampoco hay un Dios —respondió.

—¿Qué es lo que sí existe? —volví a preguntar.

—Un espeso fango.

Ahí estaba él, en pie ante mis ojos, con su barbita de chivo y un cuerno, sus largos colmillos y un rabo. Al oír palabras como esas quise agarrarle por la cola, pero me caí de los sacos de harina y por poco me rompo una costilla. Precisamente sentí necesidad de ir a orinar y al pasar miré la masa fermentada, que parecía decirme: «¡Hazlo!». En resumen, me dejé convencer.

Al amanecer, llegó el aprendiz. Sobamos la masa, espolvoreamos el comino y la metimos al horno. A continuación el aprendiz se marchó y yo me quedé sentado en la pequeña zanja, al lado del horno, encima de un montón de trapos.

«Bueno, Guimpl —pensé—. Te has vengado en ellos por todas las humillaciones que te han inferido.» En la calle brillaba la escarcha, pero junto al horno se sentía calor. Las llamas me calentaban la cara. Incliné la cabeza y me adormecí.

En cuanto me quedé dormido, apareció Elka en mi sueño, envuelta en su sudario, y me llamó:

—¿Qué has hecho, Guimpl?

—Todo ha sido culpa tuya —le dije, y me eché a llorar.

—¡So ingenuo! —exclamó ella—. Si yo he sido falsa, ¿también es falso todo lo demás? Yo nunca he engañado a nadie más que a mí misma. Ahora estoy pagando por todo ello, Guimpl. ¡Aquí no te perdonan nada!

Me fijé en su cara. Negra como el carbón. Me sobresalté y desperté bruscamente. Durante mucho rato estuve allí sentado, enmudecido. Sentí que todo pendía de un hilo. Un paso en falso y perdería la eternidad. Pero Dios me había brindado su ayuda. Agarré la pala larga, saqué del horno las hogazas, las llevé al patio y empecé a cavar un hoyo en la tierra helada.

El aprendiz regresó mientras yo seguía cavando.

—¿Qué está haciendo, jefe? —preguntó, y palideció como un cadáver.

—Sé lo que estoy haciendo —contesté, y enterré toda la hornada ante sus ojos.

A continuación me fui a casa, saqué del escondite el paquete de billetes que tenía acumulado y lo repartí entre los hijos. Al mismo tiempo les dije:

—He visto a vuestra madre esta noche. Pobre de ella, la piel se le está volviendo negra.

Ellos me miraron atónitos, incapaces de pronunciar una palabra.

—Cuidad de vuestra salud —les dije—. Y olvidad que un tal Guimpl ha existido alguna vez.

Me eché encima el abrigo corto, calcé mis botas, en una mano agarré la bolsa con mi taled y en la otra el bastón, y besé la mezuzá* en el quicio de la puerta. Cuando la gente me vio por la calle, se mostró muy sorprendida.

—¿Adónde vas? —me preguntaron.

Y yo les respondí:

—Al ancho mundo.

Así me marché de Frampol.

Deambulé por el país y la buena gente no me abandonó. Pasaron muchos años, me hice viejo y encanecí. He oído muchos cuentos, muchas mentiras y falsedades, pero cuanto más tiempo he vivido, más claramente he comprendido que no existen las mentiras. Lo que no sucede en la realidad, se sueña por la noche. Si no le sucede a uno, sucede a otro. Y si no sucede hoy, sucede mañana o pasado un año, o pasado un siglo. Qué más da. Más de una vez he oído relatos que me hicieron pensar: «Eso es algo que no ha podido suceder». Sin embargo, antes de transcurrir un año, supe que en algún lugar había ocurrido en realidad.

Errando de un sitio a otro, comiendo en mesas de extraños, a menudo me ocurre que cuento historias sobre cosas improbables que nunca habrían podido suceder acerca de demonios, magos, molinos y qué se yo. Los niños corren detrás de mí gritando: «Abuelo, cuéntanos un cuento». Algunas veces me piden un relato específico e intento darles gusto. Un muchacho regordete me dijo una vez: «Abuelo, es el mismo cuento que nos has contado antes». Por mi vida que tenía razón el pequeño granuja.

Lo mismo pasa con los sueños. Hace tantos años que abandoné Frampol, y en cuanto cierro los ojos, allí estoy de nuevo. Y ¿a quién creéis que veo? A Elka. La veo en pie delante de la tina de la colada, como en nuestro primer encuentro, pero su cara brilla, sus ojos son tan radiantes como los de una santa, y me habla con palabras extrañas. Cuando despierto lo olvido todo, pero mientras dura el sueño me siento reconfortado. Elka responde a todas mis preguntas y, al final, lo que resulta es que todo está bien. Lloro ante ella y la imploro: «Llévame contigo». Me consuela y me dice: «Ten paciencia, Guimpl. Esa hora está más cerca que lejos». A veces me acaricia y me besa, y llora sobre mi rostro. Al despertarme, aún siento sus labios y el sabor salado de sus lágrimas.

No hay duda de que el mundo es un mundo imaginario. Pero está a solo un paso del mundo de la verdad. A la puerta del hospicio en el que duermo hay preparada una tabla que se usa para trasladar a los muertos. El enterrador judío tiene preparada su pala. La tumba espera y los gusanos sienten hambre. La mortaja está lista: la llevo en mi saco de mendigo. Otro shnórer* estará a la espera de heredar mi lecho de paja. Cuando llegue mi hora, partiré con alegría. Lo que exista allí será real, sin complicaciones, sin burlas y sin embustes. Gracias a Dios, allí no se puede engañar ni siquiera a Guimpl.



Gimpel, el tonto

Isaac Bashevis Singer 

Debolsillo, 2018.



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