Inés Garland: "Creo que lo que me ha resultado más difícil es aceptar mis contradicciones."
La entretenida e imperdible segunda parte de la charla de Inés Garland con Mario Méndez , en La Nube, continuó la conversación acerca de las diferencias y similitudes de los lectores hombres y las lectoras mujeres, de los puntos de vista sobre las cosas tal como las perciben; de la dificultad de saber qué le pasa a un lector real; de la impronta que la educación deja y el modo en que atraviesan las ideas anquilosadas a las mujeres, como un corset, aun hoy. La autora habló de la construcción de sus personajes femeninos, del amor y la identificación que los textos clásicos siguen provocando como signo de que el ser humano cambia menos de lo que parece, y continúa participando de los mismos viejos conflictos de siempre. Además, se refirió a sus proyectos y compartió la lectura del cuento “Los dulces sueños están hechos de esto”, de Una reina perfecta.
Mario Méndez: Otra de las líneas que me parece que se repiten en
los cuentos y en El rey de los centauros es
una gran sensualidad en tu narrativa. Incluso hay algo que subrayé porque
quería contestártelo. En una de las entrevistas te preguntan si son cuentos
para mujeres (los de La arquitectura del
océano, pero perfectamente puede caberle a Una reina perfecta) y vos decís: “Eso me lo podrías decir vos. Yo
escribo cuentos. La pregunta sería: ¿los libros donde las protagonistas son
mujeres son para mujeres? Sería interesante que a los hombres les interesara
leer cuentos con protagonistas mujeres, que hablan de cosas profundas y
verdaderas de la condición femenina”. La verdad es que como lector varón, me
sentí muy seducido por estos cuentos. No quiero caer en la generalización de
que las mujeres piensan de una manera y los varones de otra. Pero la manera en
que vos ves la vida que se trasluce, es tan sorprendente y tan interesante. Se
los leí el lunes pasado a mis compañeros: esa mujer que se enamora de las
comisuras de la boca… Yo como varón pienso en si hay mujeres que pueden mirar
eso. ¡Es maravilloso!
Inés Garland: ¿Y qué te contestaban las mujeres cuando les
preguntabas?
MM: Ahí tienen el guante.
Asistente: La mujer no ve todo, ve una parte que la enamora y después empieza a conocer el
cuerpo.
IG: ¿Pero vos decís que eso a los hombres no les pasa?
¿Enamorarse de una parte, o de unas partes y después del resto? (Risas). Yo
creo que ahí quise exagerarlo aún más. Y además está esa cosa de todo lo que le
inventás al otro y que no piensa tener, porque ella cree que tiene un sentido
del humor genial y es un plomo. Lo persigue durante años y hasta se casa,
pensando que finalmente lo va a hacer reír, inventa razones por las cuales él
no se ríe. Y es todo invento de ella. Puede ser que eso sea femenino. Pero me
parece que es bisexual, que a los hombres también les pasa eso de inventarle
cosas al otro. Igual, son más distraídos. Me dicen mucho que mis personajes
mujeres son muy femeninos. A mí me es muy difícil saber. Ese monólogo, Erica
Krebs, que es una actriz, lo dice exacto en una obra. Fue genial, porque fui a
verla, y para mí, el tono de la protagonista era totalmente distinto al que
ella le encontró. Me reí mucho. Ella hizo el personaje de una rubia pizpireta
toda apretada y con escote, que no tenía nada que ver con lo que yo me había
imaginado. La gente se reía a carcajadas, y me encantó esa posibilidad de que
esto, de que algo que para mí en el fondo hasta era medio dramático, hiciera reír
tanto a otros. Blaisten decía que el humor es el último escalón antes del
suicidio.
MM: Esa mujer sufre…
IG: Claro, muchísimo. Y se la va a dar contra la pared
con el inteligente del final que no te digo. Además hay un par de pautas por la
que te vas dando cuenta de que el inteligente tampoco es inteligente.
MM: Claro. En principio no entiende nada de lo que ella
le pide. Entiende todo literalmente…
IG: No, se la va a dar contra una pared, y se va a
enamorar de alguna otra letra.
MM: Sí. Y los monólogos interiores de tus mujeres, son
interesantísimos. El que tengo más fresco es el de Julia, porque lo terminé
hace un rato. Al principio ella quiere posponer la cita que al final no
pospone. Se va proponiendo veinte veces que va a hacerlo, y no lo hace. Y
cuando va con el ex al barco, va diciendo que se va a bajar en una estación, o
en la otra, o que lo llama por teléfono… Finalmente, va hasta el barco, sabe
que no tiene que tirarse al agua con él y lo hace… Eso es buenísimo.
IG: Acabo de terminar un libro de cuentos que se llama Las Zorras, y hay zorritas, zorras
ilusas, zorras pedagógicas, zorras madres, tiene varias secciones. Y hay uno
que es: “No lo voy a hacer. No lo voy a hacer”, y termina haciéndolo. “Se lo
voy a decir”, es. Y se da cuenta de que no va a decírselo nunca. Esto debe
pasar todavía. Si existe el dicho “No dejes para mañana…”, por algo es. Me
parece que esto es de hombres y mujeres. Pero en las mujeres es más marcado. “No
lo voy a hacer. No lo voy a hacer”. Sería interesante, si eso no se hace porque
es algo que se quiere hacer pero no se debería… El tema del deseo en las
mujeres es un temazo para mí. Estamos con muchas marcas. Y ni hablar en el tema
de la sexualidad. Ahora se supone que hay una gran libertad… Nada. ¿Qué va a haber? Seguimos atravesadísimas por un
montón de ideas sobre cómo tienen que ser las cosas. Hasta que nos saquemos eso
de encima, va a pasar mucho tiempo.
MM: En eso estás como reiterando lo de los adolescentes.
Los cambios son más de maquillaje que profundos…
IG: Totalmente. Creo que casi desde la época de las
cavernas que no tenemos conflictos nuevos. No sé si tanto, pero en los
conflictos humanos, por algo leés una novela del siglo XIX o del medioevo,
cualquier escrito y podés identificarte. No cambiamos tanto. Y los lugares
sociales tan fuertes que tenemos como mujeres y como hombres, creo que recién
ahora están empezando a cuestionarse más profundamente. Las feministas hicieron
un camino impresionante, pero estamos muy en pañales. El otro día hablaba con
alguien de cómo está apareciendo toda una cosa de rebeldía de las mujeres, hace
mucho, pero nos estamos olvidando de dar una alternativa de camino para los
hombres. Me parece que estamos todos medio perdidos.
MM: ¿Y los hombres se quedan sin camino?
IG: Claro, porque había todo un cuestionamiento sobre el
ritual de las princesas, y me parece que hay que dar alternativas de príncipes,
porque si no es puro: “No, no, no”. Si el deseo de la mujer empieza a encontrar
lugar para manifestarse, pero no hay un hombre que acompañe, estamos fritas. Me
parece que eso está muy en pañales.
MM: Cambio a otro de los cuentos que nos gustó
muchísimo, que leímos una parte, que es “Las
otras islas”, dentro de la
antología que se llama igual. Está buenísimo que hayan elegido tu cuento como
título. Muy buen título para una antología sobre la guerra de las Malvinas.
¿Llegaste a este cuento a pedido? ¿Te pidieron algo sobre las Malvinas?
IG: Me pidieron un cuento que estuviera ligado de algún
modo a las Malvinas. No tenía que ser necesariamente en esa época. Que yo
sintiera que tenía que ver con las Malvinas. Son esos pedidos que cuando me los
hacen, miro con cariño la ventana. (Risas). Pienso que no sé qué voy a
escribir. Fue muy loco, porque me lo pidieron y a los pocos días apareció la
primera frase, “los únicos ingleses que yo conocí eran los vecinos de la isla”
(no es que empiece exactamente así), y fue uno de los cuentos que más disfruté
escribiendo, creo, en mi vida. Y era un pedido. Como si hubiera estado esperándome.
MM: Esos personajes de Yagu y Tatú tienen bastante
relación con Marito y con sus tíos, ¿no?
IG: Claro. Creo que siempre aparece esta idea de alguien más conectado con la
naturaleza, que se siente más ligado a ella que la gente que es más de la
ciudad, más intelectual o más llena de ideas, como algo ligado con el buen
salvaje. Como alguien con más sensibilidad para captar que estamos todos
relacionados: la naturaleza, los animales, nosotros. Al personaje de Tatú lo
quise muchísimo.
MM: Está muy bien logrado eso de que sea tan feo. En la
descripción… Cejijunto… La nariz que parece la de un tatú, y que el otro que es
un primo ¿no?...
IG: Es un familiar.
MM: Que el otro sea lindo y que es el que vuelve hecho bolsa. Es el que se enamora de la inglesita y es correspondido. Pero es muy interesante el planteo que hacés con el otro personaje. Una bellísima persona que es muy fea. Que es un tatú. Y enamora, porque es todo bondad.
IG: Sí, no le podía hacer nada a nadie. Esas son las
cosas que destruye una guerra. Esos prejuicios. Siempre me interesó cómo afectó
la historia en forma particular las pequeñas vidas de las personas. Porque vos
leés libros de historia y siempre hay grandes cantidades de gente. Y a mí, la
particularidad me parece mucho más fuerte. Las guerras siempre fueron así, y
eso sigue pasando como si no hubiéramos aprendido nada. Me parece que la
vulnerabilidad es un sentimiento muy profundo de los seres humanos.
MM: Bueno, lo de la vulnerabilidad lo tratás mucho con
estos chicos expuestos en los cuentos que mencionábamos antes. Otra línea que
vi repetida en los cuentos y que me gustó mucho, es la conciencia del tiempo en
algunas de estas mujeres. Dijiste hace un ratito que los dos de los chicos con
su cuidadora son especulares. ¿Los dos de la mujer grande con el pibe joven
también?
IG: Tenés razón. “Los
dulces sueños…” y “Divino tesoro”.
MM: En uno la mujer termina siendo una madre. Quiere
seducir a su empleadito y termina cuidándolo.
IG: Sí, en “Divino
tesoro”. Ese cuento lo pensé y tomé las primeras notas a los veintiséis
años. Ya me sentía vieja, imaginate ahora. En realidad creo que son cosas que
nos decimos para no hacernos cargo del deseo. Porque en el cuento es ella la
que genera todo. Le da de comer, lo hace emborracharse… No sabemos nunca si él
está contento con ella. Y ella es la que se hace todo el cuento, se arma y se
desarma su propio cuestionamiento de lo que quiere. El deseo, y la culpa, y lo
que debe ser o lo que no. Y después, hay mujeres que no tienen problemas con
eso. Les gusta uno más joven, o más grande o del medio y van y manifiestan su
deseo. No están pensando si el otro va a pensar o va a querer. Son maneras de
ser.
MM: Sí, pero es más difícil…
IG: Me parece que hay mujeres así. Hay menos y estuvo
muy mal visto. No se saca una, así nomás de encima lo que está mal visto. Todos
esos mandatos, hacen que sea difícil conectarse con lo que una desea. Y creo
que no solo para las mujeres. Creo que hoy en día es para todos.
MM: Sí, porque también con ese juego de espejos, está el
padre que se enamora de la compañerita de la nena en “El rayo verde”. ¿Eso lo sacaste de una película francesa?
IG: En realidad era algo que circulaba en mi casa, pero
hay una película que vi posteriormente, que se llama así. Y me dijo el otro día
Sebastián Aguirre que era algo muy anterior. Tengo que volver a preguntarle.
MM: Debe ser de la tradición popular. Me acuerdo que la
película termina con el rayo ese, como en tu cuento. Que el que ve el rayo es
feliz. Debe haber sido Sebastián Vargas que sabe mucho. Tiene una enciclopedia
en la cabeza.
IG: Sí. Sergio Aguirre y Sebastián Vargas, tenés
razón…los dos escriben, los dos saben de cine. Era Sebastián Vargas el que
tenía el dato.
IG: Todavía mucho no caigo. Siempre me sorprende mucho
cuando me invitan a lugares en los que hay un montón de gente escuchándome
hablar un largo rato…
MM: Y muy contenta.
IG: Parecería que sí. Creo que eso no va a dejar de
sorprenderme nunca. Cuando los chicos me hacen preguntas o me dicen cosas,
todavía no caigo de verdad en que esto lo escribí yo, de verdad. Reconozco el
trabajo que hice, pero es como si estuviera un poco disociada. Y tengo
problemas. (Risas). Pero es muy agradable, porque finalmente puedo vivir de la
escritura. Entre las clases y los libros, aunque no sean grandes números, son
libros que permiten vivir de esto. No tener que hacer ninguna otra cosa. Y es
lo que me gustó hacer desde los diez años. Yo me levanto y leo. Pero también soy una torturada, y entro
en unas oscuridades de una muy baja autoestima, por eso esto es como si no me
hubiera pasado a mí.
MM: Curioso que con esa tendencia te haya servido tanto
un taller tan exigente como el de Liliana.
IG: Es una gran contradicción. Creo que lo que me ha
resultado más difícil es aceptar mis contradicciones. Obviamente, hay un lugar
en el que me hago cargo de eso. Si no, no estaría acá, hablando. Hay otras
personas a las que les interesa lo que pienso y lo que escribo. Hay otro lugar,
que es el de una voz torturadora interna, que es de una crueldad que hay que
llevarla. Cuando le da por darme, no hay manera de que se calme, de que se
calle y me deje tranquila. Es una especie de monstruo.
MM: ¿Y te detiene? ¿Dejás de escribir?
IG: Me detuvo hasta hace muy poco tiempo. En realidad
hace dos años y medio que estoy con una terapia con alguien que trabaja mucho
con la escritura. Y que primero me hizo escribir las cosas que decía esa voz
torturadora, y después me hizo ubicarla, para callarla. Antes era como un
perfume y yo me metía en ese estado destructivo y no podía escribir ni hacer
nada. No era que me deprimiera y me metiera en un cuarto oscuro. Vos me veías y era la misma persona normal, pero
internamente estaba sufriendo mucho. Ahora está un poquito más domesticada.
Dura menos. Quizás un fin de semana, o una semana. Por ejemplo, después del
premio en Alemania, me agarró durante dos semanas. Era para decir: “Esta mina
está loca, acaba de ganar un premio, debería estar radiante”. Y yo lloraba por
la calle. De desesperación, de que me sentía un desastre. Es locura, es locura.
(Risas).
MM: Como lo dijiste vos, no lo repito. Exorcizada.
IG: Sí, y descubro cada vez más que no es algo que sea
patrimonio exclusivo. Quizá no todo el mundo lo dice pero no es que me
encuentro con gente que me diga que nada que ver. Me parece que en alguna
medida todas las personas tenemos un
lado más oscuro en el que todo pierde sentido. Y hay que encontrar la manera,
porque es una de las cosas que dan placer. Lograr aunque sea una cosa
chiquitita contra eso que es enorme. En mí, es escribir. Aunque sea un
parrafito, una impresión. Salir a caminar, pescar algo que dijo alguien, volver
y tratar de escribirlo. Eso me saca.
MM: ¿En qué proyectos andás?
IG: Terminé el de las zorras que me tiene re
entusiasmada. No lo quiero mostrar todavía. Algunos cuentos los tenía hace
mucho, otros son más recientes, pero los veo como una totalidad. Fue bastante
rápido, pero porque había cosas que ya tenía escritas. Las corregí, las armé y
agregué las nuevas, que fueron unos cinco cuentos. Como salió hace muy poco La arquitectura del océano, no es
cuestión de bombardear con libros. Y Los
ojos de la noche, es uno de adolescentes que terminé hace un año, que sale
en Alemania en octubre y acá en abril del año que viene. Allá sale en la misma editorial que Piedra, papel o tijera, y acá en
Santillana. El otro día firmé para eso. También tuve un encuentro con María
Fernanda y con Lucía Aguirre, que me hicieron la devolución específica de un
capítulo y lo que pasaba después y la vi clarísima. Se convertía en un policial
aceleradísimo me hicieron notar que quedaba colgada una cosa mucho más
profunda. Cuando me di cuenta, ya estaba traducida, y ya estaba comprada y por
salir en Alemania, y les mandé hace una semana la corrección, que eran treinta
páginas.
MM: Decí que los alemanes son muy correctos…
IG: ¿Sabés lo que hizo la editora alemana? No lo leyó y
se lo mandó directamente a la traductora. Yo le escribí un mail diciéndole por
qué esta versión me gustaba más, justificando las razones para haber hecho el
cambio. Y no me lo discutió. Hoy me llegó el mail en el que me dice que ella
todavía no lo leyó. La traductora está apuradísima. Porque octubre para un
alemán es mañana. Pero me pareció de un respeto inmenso por mi criterio, me
sorprendió mucho.
MM: ¿Cómo te sentís siendo traducida, vos que además sos
traductora?
IG: No entiendo nada de alemán, así que sospecho que
ella escribió una novela buenísima. (Risas). En inglés, los traduce mi amigo Richard
Gwyn, que es un poeta galés. Como el inglés lo manejo casi como el castellano,
ahí me meto. Y hasta le hacemos cambios si algo en inglés no suena bien. Es muy
divertido también para él. Ahora, su hija está haciendo su tesis de
traductorado en base a cuentos míos, así que me los manda y hacemos un ida y
vuelta. Es un muy lindo trabajo.
MM: ¿Tradujiste a una poeta norteamericana, o inglesa,
de onda?
IG: A Sharon Olds, norteamericana. Sí, lo hice de
onda. Empecé de onda, y después vino un amigo poeta, Ignacio Di Tullio, que
tiene treinta años, yo se la hice leer. Él también sabe inglés y me preguntó si
me animaba a que la tradujéramos. Le dije que sí. Durante dos años nos
juntábamos todas las semanas, fuimos haciendo las traducciones, y al final, sin
darnos cuenta, tradujimos sesenta poemas y armamos una antología y ahora parece
que sale. Nos costó mucho conseguir los derechos. Es una ganadora del Pulitzer.
Hay cosas traducidas de ella en Internet. Algunas cosas que le di a Jorge
Aulicino, para Otra iglesia es imposible.
Si no lo conocen y les gusta la poesía, es un blog de poesía maravilloso. Pero
empecé porque pensaba que no podía ser que no se la conociera. Ella tiene una
manera de hablar del cuerpo… Yo nunca leí una cosa igual. También me dieron a
traducir a Tiffany Atkinson. Y a Lydia Davis.
MM: ¿Tuviste trato con tus traducidos?
IG: Sharon Olds no tiene ni mail. Dicen los de Espacio
Enjambre que el año viene la traen.
Ojalá. Con Lydia tuve contacto,
pero ella me escribía y me decía “Dear Rupert” Y yo le contestaba. No se lo
mandaba a ella, se lo mandaba vía la editorial. Hoy en día todo puede ser.
IG: ¿Todavía tienen ganas?
Asistentes: ¡Sí!
IG: Hubiera traído algo nuevo. Traje un pendrive, pero
no sé si tenemos dónde leerlo. Bueno… voy a leer este, que está en Una reina perfecta, que está agotado. .
Se llama “Los dulces sueños están hechos de esto”:
Mi historia con Josh pasó
seis meses después de mi separación. Era noviembre y hacía calor. Los fines de
semana en que mi hija se iba con su papá, me quedaba todo el día en mi cuarto
con la persiana baja, metida debajo del edredón, muchas veces vestida y con
medias como si hiciera frío. Pensaba que eso también algún día pasaría como
pasan todas las cosas de este mundo, como había pasado, también, el tiempo en
que sentí que el padre de mi hija y yo estaríamos juntos toda la vida. Yo había
conseguido un trabajo en un Ministerio. Viajaba en subte temprano, después de llevar
a mi hija al colegio, y volvía con el tiempo justo para acostarla. Le rezábamos
a su ángel de la guarda acostadas en la cama y después me iba a dormir a mi
cuarto. No sé bien en qué pensaba. No sé en realidad si pensaba en algo porque
sólo recuerdo los viajes en subte, el trayecto desde la estación a casa por las
calles donde la gente salía a sentarse en las veredas y tomar cerveza y yo me
sentía fuera del mundo. Había conocido a Josh en un viaje a Londres. Entonces
él tenía cuatro años y yo veintiuno y sus padres me habían contratado para
cuidarlo. Nuestra relación había sido muy buena desde el principio. Él tenía
una energía avasalladora, era intenso, dominante, original, y me había hecho
hacer muchas cosas que no volví a hacer por ningún niño. Una de ellas era
pedalear por Hyde Park detrás de viejitas en bicicleta que él me obligaba a
seguir al grito de Superman. Las persecuciones eran agotadoras, sobre todo
porque él siempre elegía ciclistas muy distantes y me alentaba a pedalear con
todas mis fuerzas hasta alcanzarlas y pasarlas. Yo jugaba con él desde la
mañana temprano cuando el resto de la familia dormía, le daba sus comidas y era
la única que podía manejarlo cuando le daba una de sus monumentales rabietas.
Nos divertíamos. No creo haber tenido con mi propia hija ni la mitad de la
paciencia que tuve con él. Durante los primeros años después de mi viaje nos
habíamos escrito tarjetas de Navidad y con el tiempo no había sabido casi nada
de él hasta un poco antes de ese mes de noviembre. Unas semanas antes de
separarme me había llegado una postal de una playa en Ecuador. “Soy frente al
mar. La vienta sopla fuerte. Amo una muchacha de jumpita azul, collar azul,
pendientes azul. Estaré en Buenos Aires pronto. Love. Josh”. Me había alegrado
el día. Apareció en casa un sábado a la mañana. Abrí la puerta y ahí estaba;
los años de no verlo se convirtieron en un paréntesis, como si el hombre en mi
puerta se superpusiera al chico que yo había conocido y me obligara a pensar en
el tiempo, en mis propios cambios. Su pelo no se había domesticado con los
años, pero las horas frente al espejo para ordenar los remolinos habían sido
reemplazadas por un peinado que resaltaba el desorden y le daba un aspecto muy
particular. Algo en su mirada había cambiado, pero no pude determinar qué era.
Mi primer impulso fue abrazarlo, como si lo que fuera que le había pasado en
esos veinte años despertara mi instinto de protección. Tenía los mismos
movimientos rápidos y elásticos de la infancia y un cuerpo fibroso, compacto;
lindos brazos. Era más bajo que yo. Hacía un año que se había ido de Londres y
estaba viajando por Sudamérica y se había pasado los dos últimos meses en
Ecuador desmontando un claro en la selva para construir la casa de un amigo de
aventuras. De pronto había decidido visitarme y pedirme asilo por unas semanas.
Instalé a mi hija en mi cama y le dejé a él el cuarto de ella y, de la noche a
la mañana, las dos pasamos a convivir con un hombre que yo veía como un chico a
mi cargo. Al anochecer, cuando volvía a casa, abría la puerta de entrada y él
estaba siempre ahí, sentado en el sillón, leyendo o escuchando música. A veces
lo encontraba sumergido en serias conversaciones con mi hija. Vaya a saber de
qué hablaban, pero ella me miraba un poco molesta, como si mi llegada hubiese
interrumpido algo muy interesante. Después de acostarla, Josh y yo abríamos una
botella de vino y nos quedábamos hablando hasta que a mí se me cerraban los
ojos y tenía que irme a dormir. Unos días más tarde me di cuenta de que el
trayecto desde el subte hasta casa se había vuelto liviano, casi alegre. Me
apuraba por llegar. Me hacía feliz encontrarlo sentado en mi living con la
mirada despierta, anhelante. La alegría con que se paraba para recibirme me
hacían sentir bienvenida. Una tarde cualquiera, antes de abrir la puerta,
registré una ligera opresión en la boca del estómago, un instante de ansiedad,
se me acababa de ocurrir que tal vez esa tarde no estuviera allí. Había
empezado a necesitarlo. Una mañana Josh me dio el diario que había escrito en su
viaje. Insistió mucho para que lo leyera. Los encuentros intensos y pasajeros,
los nombres y teléfonos de personas que probablemente él nunca más vería, los
momentos redondos, únicos, sin futuro, me recordaron el viaje que había hecho
yo hacía veinte años. Al final del diario, Josh contaba una relación con una
mujer treinta años mayor. “I am her toy-boy ”, decía el diario. La mujer
trabajaba todo el día y a la tarde lo llevaba a los mejores restoranes, salían
a comprar ropa, al teatro, al cine. Él se dejaba malcriar, vestir, pasear, el
chico de juguete que esperaba a su dueña recién bañado. Sentí envidia de esa
mujer que podía hacer lo que quería sin importarle nada; y algo en la forma en
que él contaba sus días vacíos en el enorme departamento y la manera en que la
esperaba a la tarde me hizo sentir también cierto desprecio por él. Pensé que
era curiosa la forma de llamar al hombre en una relación así: chico de juguete.
Cuando es a la inversa y la que es joven es la mujer, el hombre es el “sugar
daddy”, el papá de azúcar. La definición también recae sobre el hombre. ¿Cómo
se llama a las mujeres en esas relaciones? “Puta” es la única palabra que me
vino a la mente. Las cosas con la mujer habían terminado mal. Los datos eran
poco claros, pero en algún momento Josh había decidido que ya era suficiente
-lo había escrito así: “me pareció que ya era suficiente”- y la mujer no lo
quería dejar ir. Josh había descrito la escena: ella lloraba tirada en el piso
y le hacía una lista obscena de todo lo que le había regalado; le abrazaba las
rodillas y él la llevaba a la rastra hasta la puerta, como a una chiquita
consentida. Josh se sorprendía de no sentir nada. Me compadecí de la mujer.
Después él citaba la letra de una canción de Euriythmics. Los dulces sueños
están hechos de esto. Algunos te quieren usar, otros quieren ser abusados. Esa
noche, después de nuestra botella de vino, me preguntó qué me había parecido el
diario y quiso saber si había leído la historia con la mujer. Tenía el cuerpo
echado hacia atrás en el sillón y un brazo indiferente sobre el respaldo. Sin
embargo tuve la sensación de que esperaba algo de mí, una explicación, una
crítica. No supe qué decirle. Un miércoles lo invité al cine y llamé a una baby
sitter. Yo estaba eligiendo los zapatos cuando sonó el timbre. Le abrí la
puerta a una chica preciosa. El corazón me dio un vuelco. A mi espalda, Josh
leía en el sillón y ahora yo iba a entrar con ella al living y él iba a verla,
joven y hermosa. La hice pasar, los presenté, fui a terminar de vestirme y ellos
se quedaron conversando en el living, la voz de ella fresca y despreocupada, él
haciendo el esfuerzo de hablarle en castellano. Por nuestra diferencia de
altura, yo había elegido unos zapatos sin taco y me los estaba poniendo cuando
los escuché reírse. Lo que hice, lo hice sin pensar. Abrí el ropero, saqué los
tacos más altos que tenía, unos que no usaba nunca, y aparecí en el living,
altísima, desafiante como una amazona. En el ascensor, cuando lo vi a mi lado,
tan chico, me sentí estúpida. Mis celos de un rato antes me habían dejado
aturdida. Esa noche me costó dormir. Había entendido de pronto que la baby
sitter y la chica de la postal, la de la jumpita azul que lo había enamorado,
eran todo lo que yo ya no sería nunca más. La tarde siguiente, cuando llegué de
trabajar, Josh había convencido a mi hija de que le cortara el pelo. Los
encontré a los dos instalados en la cocina. Mi hija con la tijera en la mano y
él sentado en uno de los banquitos con una toalla sobre los hombros, listo para
el corte. Cuando entré en la cocina mi hija estaba de espaldas, muy derecha, la
cabeza inclinada sobre un hombro escuchando atenta los argumentos de Josh que
trataba de animarla a dar el primer tijeretazo. Ella giró hacia mí con una
mirada culpable y me dio las tijeras.-Yo no sé cortar el pelo-dijo, y nos dejó
solos en la cocina. Josh la llamó, pero ella no volvió.-Entonces córtamelo tú
-dijo él. Yo tenía la tijera en la mano y estaba parada a su lado, nunca le
había cortado el pelo a nadie. Deslicé un mechón entre mis dedos como había
visto hacer a los peluqueros toda la vida. El pelo de Josh era suave. Corté.
Volví a deslizar mis dedos y corté. Lo hice una y otra vez; sentía su cabeza
bajo la yema de mis dedos, el ruido de la tijera. Su pelo caía en mechones a
nuestro alrededor. El había cerrado los ojos y estaba en silencio. Tocarlo así,
de pronto, sin haberlo pensado antes, fue como caer al vacío. Recorrí cada
milímetro de su cabeza, me deslicé por el suave declive hacia su nuca, sentí la
saliente detrás de sus orejas, el hueco de sus sienes, su frente. Me dio
vergüenza desearlo tanto y seguir fingiendo que todo era como había sido hacía
veinte años. Posiblemente si mi hija no se hubiera ido con su padre ese fin de
semana, nada de lo que pasó habría pasado. El viernes a la noche, cuando ella
se fue, él dijo que me quería invitar a comer. Me bañé, me maquillé y me vestí
para salir y todo el tiempo, mientras me arreglaba, pensaba que estaba
corriendo el riesgo de convertirme en una vieja ridícula. Comimos en un
restorán chiquito, con luz de velas. Conversamos durante toda la comida. Algo
en el tono de la conversación, en su manera de mirarme, era diferente, y yo
sabía que, ahora sí, los dos habíamos entrado en el juego. Posiblemente
habíamos estado jugando antes sin darnos cuenta, pero las velas, el vino, la
conversación crearon un estado de ánimo que cambió el curso de las cosas. Yo
miraba sus manos sobre el mantel. Eran chiquitas, cuadradas, pecosas. Nunca me
habían gustado las manos pecosas, pero de pronto el resto del mundo había
desaparecido y sólo existían sus nudillos. Me sentía atraída hacia ellos con
tanta fuerza que se habían convertido en el principio de algo, en una puerta,
en un precipicio. Le contestaba las preguntas y mi mirada iba de su cara a sus
nudillos. Si tan sólo pudiera besárselos, pensaba, ¿qué podía haber de malo en
eso? Y de pronto, fue él quien me besó. Lo demás debería haber sido previsible.
Cuando lo vi tan blanco y frágil, desnudo sobre mi cama, pensé por última vez
que debía salvarlo de mi voracidad. Lo monté con los ojos abiertos. El se
entregó como una niña, en silencio, casi avergonzado. Nunca me miró. Después me
vestí dándole la espalda. Le pregunté por qué me había besado.-Porque eso era
lo que querías de mí -dijo. Al día siguiente le pagué un hotel. No quería que
mi hija me viera con él después de lo que había pasado. Hubiera querido volver
a ser su confidente, cuidarlo, guiarlo de alguna manera. Quería decirle que los
dulces sueños no estaban hechos de lo que decía la canción. Pero me di cuenta
de que yo ya no sabía muy bien de qué estaban hechos”.
(Aplausos)
MM: Muchas
gracias, ha sido un placer, realmente.
FELICITACIONES INÉS
ResponderBorrarUN ABRAZO EN LA PALABRA
ALBA ESTRELLA GUTIÉRREZ