Cara a cara con Juan Rulfo
"Violenta y austera, la singular poética del genial Juan Rulfo disfruta de una segunda vida en su centenario. Su larga sombra toca a nuevos autores mexicanos", dice Juan Villoro en un artículo publicado originalmente en el diario El País el lunes 8 de mayo de 2017. Libro de arena dedicará toda la semana a conmemorar al escritor mexicano.
Por Juan Villoro
"Estoy
sentado junto a la alcantarilla aguardando a que salgan las ranas”, así
comienza el primer cuento de El llano en
llamas (1953), de Juan Rulfo. De manera emblemática, un virtuoso del estilo
se sirvió de una voz incierta para ese cuento inicial. Un muchacho con una
deficiencia mental mira el mundo con inocente extrañeza. Macario, el
protagonista, bebe la leche de una mujer y ella le asegura que esa dicha lo
convertirá en un demonio. En los ruidos de la naturaleza, él busca una clave
para los enigmas del bien y el mal; decide que, cuando se callen los grillos,
saldrán las almas. Esa profecía anticipa la novela Pedro Páramo (1955), donde todos los personajes están muertos. “En
la madrugada”, otro cuento de El llano en
llamas, anuncia lo mismo: en un sitio donde los desposeídos no intervienen
en los sucesos, las noticias salen de las tumbas: “Voces de mujeres cantaban en
el semisueño de la noche: ‘Salgan, salgan, salgan, ánimas en pena”.
La
ronda de los fantasmas rulfianos no ha dejado de suceder. Su larga sombra toca
a nuevos autores mexicanos. La novela Las
tierras arrasadas, de Emiliano Monge; la obra de teatro Mendoza, de Antonio Zúñiga y Juan
Carrillo, y el cuento “Una pura brasa”, de Rodrigo Flores Sánchez, son piezas
de indiscutible singularidad en las que resuena un eco inconfundible, una voz
que ya es el nombre propio de la tradición.
En Pedro Páramo, quienes se han librado del
dolor de vivir integran un coro de voces sueltas. No es casual que el título de
trabajo de la novela fuera Los murmullos.
Mucho antes de las desmesuradas redes sociales, Rulfo creó una ronda de
personajes dispuestos a hablar sin encontrarse, confirmando la poderosa
realidad virtual de la literatura.
Cristina
Rivera Garza acaba de publicar Había
mucha neblina o humo o no sé qué, bitácora que aborda los parajes, los
libros, las fotografías, los trabajos, las fatigas, la vida concreta y dura del
hombre que sería leyenda. Entre otros asombros, Rivera Garza destaca la función
liberadora que Rulfo otorga al deseo femenino: “Es claro que las ánimas que se
pasean por Comala purgando culpas y murmurando historias son ánimas sexuadas”;
los cuerpos han desaparecido de los confines terrenales, pero el alma de
Abundio Martínez aún siente a la mujer que “le raspaba la nariz con su nariz”.
Rulfo
se sirve de un lenguaje deliberadamente austero para recrear la pobreza del
campo mexicano. La música de su idioma proviene del uso, tenso y reiterado, de
pocos elementos. En esa poética de la escasez, las palabras percuten como
piedras de un desierto donde “se le resbalan a uno los ojos al no encontrar
cosa que los detenga”.
La
renovada actualidad de Rulfo se manifiesta en su impronta en escritores
contemporáneos, pero también en una realidad que no deja de parecérsele. La
violencia, el ultraje, la traición y el sentido gratuito de la muerte
determinan sus páginas con la misma gramática de la sangre con que determinan
la hora mexicana.
“¿Qué
país es éste?”, pregunta un personaje del cuento ‘Luvina’. Cada historia
rulfiana tiene su modo de ser actual. ‘Paso del norte’ trata de los mexicanos
acribillados en el río de la esperanza que lleva a Estados Unidos, el infierno
que Trump desea perfeccionar con un muro.
En un
entorno que se decide con el filo del machete, las aclaraciones son póstumas:
un asesino le explica su suerte al cadáver de su enemigo. Ahí, la política y la
religión no sirven de consuelo. Gente de mucha fe, los seres rulfianos rezan
hasta morder el polvo. En ‘Nos han dado la tierra’, los campesinos reciben en
recompensa por sus luchas agrarias un arenal incultivable. ¿Quién manda en ese
territorio? En ‘Luvina’, cuando alguien se refiere al Gobierno y dice que su
madre es la patria, otro responde: “El Gobierno no tiene madre”.
En una
región sin más hegemonía que el abuso, Pedro Páramo se alza como cacique y
patriarca, Señor de lo Público y lo Privado. Comala es su propiedad, pero algo
se le resiste: Susana San Juan. El tirano ama a una mujer indómita, atravesada
por la incontrolable fuerza de la locura y una sensualidad que no tiene que ver
con él. En la novela de las almas en pena, nada está tan vivo como Susana.
Rulfo
nació en 1917, año en el que se escribió la Constitución mexicana. Durante un
siglo, la Carta Magna ha recibido 695 enmiendas según unos cálculos, 699 según
otros. Ese palimpsesto no se concibió para ser leído, sino para que litiguen
los abogados. En el centenario de Rulfo, nada es más elocuente que su prosa ni
más oscuro que las leyes, que semejan las palabras herméticas de la religión:
“Tú sabes cómo hablan raro allá arriba”, dice una voz en Pedro Páramo.
En el
México de 2016, cada mes 500 cadáveres fueron a dar a fosas comunes. Una
necrópolis donde sólo las almas tienen oportunidad. Aprendemos geografía con
los cambiantes nombres de las tragedias: Ayotzinapa, Tetelcingo, Acteal.
Aprendemos que algo resiste con un solo nombre: Rulfo.
Después
de El llano en llamas y Pedro Páramo, el maestro guardó
silencio. Dejó un puñado de cartas, textos excepcionales escritos para el cine,
habló con pícara inventiva de historias futuras y rehusó modificar una
bibliografía perfecta.
Una y
otra vez sus páginas aluden al necesario reverso del sonido. El cuento ‘Talpa’
ofrece una moral al respecto: “Muy abajo el río corre mullendo sus aguas entre
sabinos florecidos; meciendo su espesa corriente en silencio. Camina y da
vueltas sobre sí mismo. Va y viene como una serpentina enroscada sobre la
tierra verde. No hace ruido. Uno podría dormir allí, junto a él, y alguien
oiría la respiración de uno, pero no la del río”. ¿Hay mejor retrato de una voz
idéntica a la tierra?
El río
de Juan Rulfo fluye “mullendo sus aguas”, “camina y da vueltas sobre sí mismo”.
Ahí, la gente bebe sueños. Misteriosamente, el agua que trae tantas cosas no
hace ruido, o trae el más fuerte de todos: el silencio.
Publicado
en El País
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