Juan Rulfo. Narrar la muerte
El ritmo narrativo, la economía expresiva, la brevedad del relato, la familiaridad con lo horroroso, son signos inconfundibles de la escritura de Rulfo. Libro de arena cierra la semana de publicaciones dedicadas al escritor mexicano con una nota acerca del cuento "El hombre".
Por María Pía Chiesino
Efemérides
paradójica si las hay: se cumplen, cien años del nacimiento de quien supo narrar
la muerte como nadie, en la Literatura Latinoamericana del siglo XX.
Aunque
se trata de una obra que en extensión supera en poco las trescientas páginas,
la narrativa de Rulfo sigue siendo una de las más leídas, traducidas y
analizadas del continente. Marcado por la tragedia desde la infancia (perdió a
su padre a los siete años y a su madre a los once), sin hacer una asociación
mecánica entre su vida y su escritura, no puede negarse que la muerte fue su
gran tema.
Rulfo
es un claro exponente de la identidad mexicana, acerca de la cual afirmaba
Octavio Paz: “…nuestras relaciones con la
muerte son íntimas -más íntimas acaso que las de cualquier otro pueblo- pero
desnudas de significación y desprovistas de erotismo. La muerte mexicana es
estéril.”
Podemos
encontrar ecos de esta aseveración de Paz en toda la obra rulfiana. Desde ya,
en Pedro Páramo, narrada íntegramente
desde la tumba. Y también en los cuentos de El
llano en llamas, particularmente en “El
hombre”. A diferencia de otros relatos que transcurren con lentitud y por
momentos nos remiten al puro presente del mito, en este relato los lectores
asistimos a una persecución y a partir de esto, a un ritmo narrativo más tenso.
La
alternancia de puntos de vista entre el perseguidor y el perseguido, implica
por momentos una confusión de planos que se va aclarando a medida que se avanza
en la lectura. Advertimos que el móvil de esa huida, de esa persecución es,
desde luego, la muerte. El fugitivo llegó a una casa para matar al hombre que
mató a su hermano, y ante la imposibilidad de reconocerlo por la oscuridad de
la noche, ha decidido asesinar a toda una familia, sin advertir un pequeño detalle:
la ausencia del único integrante al que realmente buscaba.
El
hombre a quien quería matar no estaba en la casa en ese momento porque se había
demorado en el entierro de un recién nacido. La muerte sobrevuela toda la
situación. Es la que desencadena la primera búsqueda, la que demora a la
presunta víctima, y la que da lugar a la persecución final. El perseguidor no
es otro que el hombre a quien el fugitivo quería matar. Una muerte se encadena
con la otra, y se contraponen además, las dos culpas. Por un lado, la del
perseguido: “No debí matarlos a todos -iba
pensando el hombre-. No valía la pena echarme ese tercio tan pesado en mi
espalda. Los muertos pesan más que los vivos; lo aplastan a uno…”.
Por
otra parte, la del perseguidor, que se
agrega a la sed de venganza por el crimen de su familia y, especialmente, el de
su hijo: “Hijo -dijo el que estaba sentado
esperando- no tiene caso que te diga que el que te mató está muerto desde
ahora. ¿Acaso yo ganaré algo con eso? La cosa es que yo no estuve contigo. ¿De
qué sirve explicar nada? No estaba contigo. Ni con ella. Ni con él. No estaba
con nadie porque el recién nacido no me dejó ninguna señal de recuerdo”.
Para
cerrar el contrapunto de las voces de estos dos personajes aparece la tercera
voz del relato: la de un pastor que se ha cruzado con el fugitivo y explica a
un representante de la justicia qué fue lo que vio: apenas a un hombre flaco
y hambriento que comió carne de un
animal muerto por enfermedad, y tomó la leche de sus borregas. El pastor afirma
no haberse enterado de que se trataba de un asesino, y que no se perdona no
haberlo sabido para poder obrar en consecuencia, porque según dice: “me gusta
matar matones”.
Vio
también que, el perseguido tuvo que volver sobre sus pasos. Y lo último que declara
haber visto es el cadáver del hombre con “la nuca repleta de agujeros”. Por
este hallazgo está hablando con ese “señor licenciado” al que refiere los
hechos de los que, además, quiere despegarse.
¿Podemos
pensar que hay algo que se nos escapa? ¿Podemos inferir que este pastor ha
sido, probablemente, testigo del momento en el que el perseguidor encontró al
fugitivo y lo mató por la espalda? Es muy posible. Él mismo afirma que a veces
es necesario matar para “ayudarle a Dios a acabar con esos hijos del mal”.
Pero
el relato ya no nos habla de esto. La cadena de crímenes se clausura con el
cuerpo baleado del fugitivo. Con la economía de recursos que lo caracteriza
Rulfo cierra el relato con ese muerto. Los lectores no necesitamos mucho más
para situarnos de plano, en el escenario de violencia y de muerte que Rulfo
supo narrar como nadie. Como
dijera también Octavio Paz: “La contemplación del horror y aun la familiaridad
y la complacencia en su trato, constituyen contrariamente uno de los rasgos del
carácter mexicano”.
Debe
haber pocas frases más apropiadas, para asociar con este tremendo relato de
Juan Rulfo.
excelente descripción de la narrariva de rulfo
ResponderBorrarEn medio de tanta muerte, Rulfo es resucitado en cada párrafo. Gracias, Chiesino, es un texto abrazable..
ResponderBorrarmuy buena exposicion de la literatura de Rulfo
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