En recuerdo de Conti
En el aniversario del secuestro y desaparición del escritor argentino Haroldo Conti, el 5 de mayo de 1976, Libro de arena publica una nota en su memoria.
Por María Pía Chiesino
Lo primero que habría que decir cuando hablamos de Sudeste, de Conti, es que esta novela no se lee: se navega.
Los lectores vamos acompañando al
Boga en su devenir por el río, que comienza con la muerte del viejo y cierra
con su propia muerte.
Como toda gran novela, Sudeste tiene
una genealogía. Podemos inscribirla en la línea de clásicos como Moby
Dick o El viejo y el mar. Pero en estas novelas, los
personajes a quienes acompañamos en la travesía, tienen claro el objetivo de su
viaje. Ahab, persigue venganza. Santiago quiere defender su enorme pez del
asedio de los tiburones y llegar con él a la costa.
En el caso del Boga, de Conti, los
objetivos del viaje son móviles y difusos.
Podríamos pensar, que la muerte del
viejo con el que trabajaba es, de alguna manera, lo que empuja al Boga a
recorrer el Delta. El personaje no nos dice por qué viaja. Hay pequeños,
fugaces indicios: busca pescar un dorado para comer, busca cardúmenes de
pejerreyes para intentar vivir de la venta de pescado…
En realidad, el río es el gran
personaje que conduce al Boga por los distintos sitios que va visitando. La
idea que nos acompaña en esta navegación, es que las expectativas acerca del
destino del viaje hay que depositarlas en el río, no en el hombre. El río ayuda
u obstaculiza. Lleva y trae: cosas, botes, peces, personas, situaciones.
Ese río conduce al Boga hasta el
barco abandonado que intentará restaurar. Hay, en este momento, un atisbo de
voluntad en el personaje: quiere que ese barco le pertenezca. Para eso intenta
repararlo. Y mientras está en eso (acompañado por un perro y un
hombrecito, traídos misteriosamente por el río), entra en escena la violencia,
que va a marcar todo el trayecto de ahí en más. Desde el momento en
el que aparece “el hombre”, las cosas cambian de signo, porque el nuevo
personaje impone su voluntad. El Boga va a seguir yendo y viniendo por el
mismo rio. Pero si antes lo hacía con objetivos difusos pero propios, va a
pasar a navegar con objetivos claros, pero ajenos. Ese hombre es un
intruso que viene de la costa (asociada a la desconfianza y a lo desconocido).
Y de la mano de esa intrusión, ingresa el delito, un terreno en el que el Boga
acompaña pero no decide. No puede ni siquiera tomar la decisión de “abrirse”.
“El hombre” va a ser quien lleve la
voz cantante en esa parte de la travesía, en la que al devenir por el río, va a
ir asociándose con una espiral de violencia, que conducirá a todos los
personajes a un único destino cierto: la muerte.
Con tres balazos en el cuerpo,
agonizante, los lectores acompañamos al Boga en ese último recorrido que lo
lleva nuevamente a ese barco encallado, que tiene el sugestivo nombre de
“Aleluya”. En este momento el Boga está tomando una decisión: no quiere morir
en una zanja de barro.
En este último viaje, el río también
lo acompaña. Conduce su bote, lentamente hacia el sitio en el que el Boga
quiere terminar sus días. Gracias a ese río imprevisible, llega al barco, y se
sube con un último y sobrehumano esfuerzo, mientras la vida se le va escapando.
Y el Boga se va
despidiendo del rio y del paisaje, de la misma manera en la que lo hacen otros
habitantes, como el pejerrey o el dorado a los que persiguió en otros momentos
más felices de ese viaje que fue su vida: con la boca y los ojos,
“desmesuradamente abiertos” hacia la noche.
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