Horacio Convertini: "Yo disfruto cuando escribo, aun escribiendo las tramas más crueles que uno pueda imaginar."
¿Cómo es el paso de ser lector, como único vínculo con la
literatura, a ser todo lo demás? Escribir, editar, publicar, hacerse conocido.
De ese mundo habla Horacio Convertini en la charla del ciclo
"Literatura sin fronteras". Pero también del pasaje de la literatura
para adultos, de la especificidad del policial negro, hacia la literatura
infantil y juvenil. En la conversación con Mario Méndez, el escritor contó
acerca de su relación con el periodismo como traza que signa su escritura;
habló de la necesidad de corregir, revisar, dejar reposar, tomar distancia del
texto propio, tanto como del valor de los universos ficcionales, desligados del
dato “real”. La segunda parte aparecerá el viernes próximo.
Mario Méndez: Buenas tardes. ¿Cómo están? Acá estamos, una vez más, a pesar de la lluvia. Acá estamos, haciendo una entrevista más del Ciclo Literatura sin Fronteras, con Horacio Convertini. Muchas gracias por haber venido.
Horacio Convertini: Gracias a ustedes por la invitación.
MM: La verdad es que es un placer entrevistarte. Siempre comenzamos con una breve biografía y después van saliendo los temas. Horacio Convertini es periodista y escritor. Empezó escribiendo y publicando para adultos, y luego hizo su aparición en el mundo de la literatura infantil y juvenil. Ha sido muy premiado internacionalmente y a nivel nacional. Entre sus obras para adultos, podemos mencionar, El último milagro, de 2013, ganadora del premio Extremo Negro; La soledad del mal, del 2012, ganadora del Premio Internacional de Novela Negra y Policial Azabache, y del Memorial Silverio Cañada, de la Semana Negra de Gijón, España. (Ustedes saben que ese es sin duda el premio más importante de novela negra en español). También publicó El refuerzo, en 2008, Los que están afuera, que es una colección de cuentos, premiada por el Fondo Nacional de las Artes en 2008. Y, también (acá viene la parte de infantil y juvenil), El misterio de los condenados, Terror en Diablo Perdido, La noche que salvé el Universo, La leyenda de los invencibles… Una de ellas, Terror en Diablo Perdido, fue ganadora del Premio Sigmar de 2013. Es muy futbolera, además. Esa es una de las cosas que nos juntan, aunque él no tiene la suerte de ser de River. En una entrevista ha dicho: “Soy el Buffarini de las Letras. A veces puedo acertar un buen centro, pero la banda derecha te la voy a cubrir seguro”. (Para los que no son futboleros, después se lo traducimos). Esa frase me parece buenísima, futbolística y humorísticamente. Para las chicas que no siguen el fútbol, o los varones que tampoco, Buffarini es un esforzado lateral derecho. Un cuatro, que en el fútbol es el puesto más duro y esforzado.
HC: Exacto.
MM: ¿Cómo fue tu paso de la novela policial dura para adultos, a la literatura para niños y jóvenes?
HC: No fue un paso en el sentido premeditado, de decir “yo soy esto, a partir de mañana voy a ser esto otro también”, porque todo se dio en una época mía de mucha producción literaria. En esa época yo escribía casi con desesperación, con la certeza y la desesperación de una persona que siente que tiene el reloj en contra. ¿Por qué digo esto? Yo empecé tarde a escribir. Si bien, me manejé con la palabra y el lenguaje siempre, porque soy periodista gráfico desde el año ’83, y siempre trabajé en diarios o revistas, en todo lo que no fuera el trabajo con la información, no pasaba de ser alguien que escribía en la soledad de su casa, rompiendo casi todo lo que escribía y con cierto pudor de mostrarlo. En ese proceso bastante íntimo y privado de producción y destrucción simultáneas, pasó un personaje de historieta, pasaron los guiones de dos películas, pasaron un montón de cosas. Finalmente, a los cuarenta y cinco años (ya tengo cincuenta y seis), veo que sobrevivieron siete u ocho cuentos para adultos. Y ahí decido dar el primero de una serie de pasos que fueron trascendentes, y que fue mostrar lo que había escrito, no tener vergüenza. Elegí a un ex compañero de trabajo, escritor también, Alejandro Caravario, al que admiro. Le dije que había escrito esas cosas, que me dijera si le parecían una porquería y tenía que dedicarme a otra cosa. A él le gustó lo que yo había hecho, y en ese momento él era el responsable de una revista de baja circulación pero que tenía mucho prestigio, vinculada al fútbol. Y me publicó uno de esos cuentos, un cuento futbolero. A partir de ahí empecé a sondear qué era el mundo de la literatura, por dónde podía entrar. Hasta ese momento (estamos hablando del año 2005, aproximadamente), mi única relación con la literatura era como lector. No conocía a escritores, ni a editores, ni a editoriales, ni nada. Mi único vínculo era como lector. En el año 2006 suceden dos cosas claves: primero, un compañero, Hernán Firpo, que también es escritor y estaba como yo en proceso de búsqueda y de crecimiento, me da un volante con la dirección de un taller literario. Yo no quería ir, pensaba que era una especie de ejercicio de psicodrama. Él me da el volante y me dice que está el mail del escritor, que le escriba. El escritor era Pablo Ramos. Yo no había leído nada de él, y compré un libro con sus cuentos, Cuando lo peor haya pasado. Lo leo, y le escribo. Le digo que no quiero ir a un taller literario colectivo, porque me da vergüenza, y que prefiero ir a un taller en solitario, mano a mano. Me dijo que fuera a la casa. Voy una mañana, llevo esos cuentos que habían sobrevivido, y algunos más que había escrito en esa época, los lee y me dice que vaya al miércoles siguiente. Empezamos a trabajar esos textos y en ese momento fue como si me hubieran sacado un tapón. Empieza a salir una chorrera de ideas y de cosas, empiezo a levantarme a las cuatro de la mañana a escribir… una locura. Y en esa producción, que fue muy intensa, surgió también la literatura infantil. Fue en simultáneo a la novela negra y a los cuentos violentos que trabajan sobre la oscuridad del alma humana. Y lo primero que sale, casi como una prueba piloto, es la novela La leyenda de los invencibles, que terminó publicando SM. Yo tenía una idea de novela futbolera para chicos, casi como una manera de homenajear a mis amigos de la adolescencia y de la infancia, poniéndolos como protagonistas. Después de escribir el primer borrador, en un concurso literario me crucé con una experta en literatura infantil santafesina que se llama Beatriz Actis. Ella es una muy buena escritora santafesina, editora, además académica. Le mandé la novela y ella me hizo una devolución muy elogiosa, me sugirió algunos elementos para reforzarla, puntualmente, el redondeo de algunas subtramas. Lo hice. Soy bastante disciplinado y confío mucho en la mirada del otro, sobre todo si es alguien a quien respeto. La presenté en El Barco de Vapor, el concurso de SM, y una tarde me llama Laura Leibiker, que era la editora de ese entonces (ahora está en Norma), y me dice que tiene una buena noticia: que no gané el premio, pero que fui finalista codo a codo con Liliana Bodoc, nada menos. Esa es la parte de mala suerte que uno tiene. Que juste se presente Liliana Bodoc y te gane con El espejo africano. Laura me dijo que había estado muy cerca y que querían publicarme. Para mí fue un gran honor, un gran orgullo. La novela se publicó, ya tiene más o menos ocho años dando vueltas, se sigue leyendo y vendiendo muy bien. Me dio muchas alegrías y satisfacciones y no para, lo cual es un gran gusto. A partir de ahí, me di cuenta de que había otra disciplina en la que podía avanzar. El problema: que iba a tener que hacer un gran esfuerzo para contener mi costado oscuro, violento, y proclive a las tramas que se resuelven a balazos. (Risas).
MM: ¿Y qué leías? Me imagino
que sos muy lector de novela policial, Ramos y demás… ¿pero de literatura para
chicos?
HC: Nada, absolutamente
nada. Porque estaba fuera de mi universo de intereses inmediato. Tampoco soy un
especialista en literatura negra. No los leí a todos. Leo más ahora que cuando era solo un lector.
No era un lector con un método definido. Por ahí, el método más definido era
encontrar el libro más barato en las mesas de saldos de Corrientes. En una
época, en los años noventa, los libros de Simenon (un belga, uno de los grandes
autores de novela negra del siglo pasado) estaban en las librerías de
Corrientes a un precio baratísimo… Entonces leía mucho Simenon. Era una especie
de método dirigido por el bolsillo. Me pasaba con Vázquez Montalbán, con Graham
Greene. Cuando Tusquets empezó a editar novelas de Simenon en ediciones caras,
que no estaban en la camada que había venido en los noventa, lo seguí leyendo.
Seguí ratificando que es un autor notable. Era y sigo siendo un lector bastante
caótico. Pero no leía literatura infantil. Mi hijo más grande había completado
ya su ciclo de educación primaria y secundaria, y prácticamente no recuerdo qué
plan de lectura tuvo. Si es que tuvo. Creo que debe haber tenido, pero no lo
recuerdo. Con el más chico estoy más atento, porque su ciclo educativo estuvo
pegado al mío como escritor de literatura infantil y juvenil, entonces le
pregunto qué lee y qué deja de leer.
MM: Me llama la atención,
pero algo imaginaba… No sos docente, sí sos periodista. Y hay un cuento que leí
hace poquito, “La propina” que lo
recomiendo... ¿En qué libro está?
HC: Aguante, se llama el libro. Lo publicó Notanpüan. No está en las
grandes cadenas, porque Notanpüan distribuye por otros canales, pero está en
las librerías de Palermo, en Hernández, en la Feria del Libro está… Y Notanpüan
tiene su propia librería en San isidro, que es muy bonita.
MM: En ese cuento, que es
muy violento y se resuelve a los tiros, también, la acción transcurre en la
redacción de unas revistas un poco bizarras… Y hay una frase que me llamó la
atención, la recuerdo medio de memoria, y habla de unos personajes que eran de
una generación de periodistas que creían que el periodismo era una actividad de
segunda. Que estaban ahí transitoriamente, en busca de dar el salto para ser
escritores. No sé por qué me imagino que no es tu caso, porque te pusiste a
escribir con este entusiasmo a los cuarenta y pico de años, pero ¿cómo es la
realidad?
HC: El periodismo es la
actividad que fue el eje de mi vida en los últimos treinta y tres años. Me dio
de comer, un lugar de pertenencia, me hizo vivir experiencias que no hubiese
vivido de no ser periodista: cubrir un Mundial, conocer personajes famosos, ir
a lugares a los que no hubiera ido nunca de no haber trabajado en diarios o en
revistas. Es una profesión que quiero y que respeto mucho. Además, en este
momento está viviendo un cambio de paradigma muy fuerte, histórico, que si bien
genera incertidumbre para el futuro, no deja de ser fascinante si uno lo está
atravesando. En mi caso, es un oficio en el que quiero seguir estando. La
literatura ocupa otro lugar, más vinculado a lo individual, no puedo pensarla
aún como una profesión. La literatura es un espacio muy íntimo. Me genera un
enorme placer escribir. El periodismo no genera tanto placer, porque la praxis
del periodismo te obliga a la desdicha. Una nota que se te cae, una que la
lograste pero no salió todo lo buena que querías, y todo ese tipo de cosas. En
cambio la literatura es disfrute puro. Yo disfruto cuando escribo, aun
escribiendo las tramas más crueles que uno pueda imaginar. Me divierte hacerlo
y forma parte de un espacio casi lúdico. A través de la literatura he podido
poner cosas mías, que tienen que ver con mi historia, con mis relaciones
afectivas… a un precio mucho más barato que el de ir a un psicólogo. (Risas). Al
psicólogo hubiera tenido que pagarle, y esto a mí me lo pagan. No mucho, pero
me lo pagan. A veces hago el chiste tonto, lo voy a repetir, de que el
periodismo es mi esposa, y la literatura es mi amante.
Asistente: En este momento hacés
las dos cosas…
HC: Las dos cosas. Y espero
seguir haciéndolas…
Asistente: Aparte dormís…
HC: Aparte duermo. Me he
retenido un poco en la literatura, salvo que seas Aira (y no lo soy) o Simenon
(y tampoco lo soy), ser prolífico está mal visto. Si escribís tanto es porque
lo que escribís no es tan bueno. Entonces estoy poniendo una especie de
regulador.
MM: Hay un prejuicio muy
fuerte con eso, ¿no? Como que el que escribe mucho, corrige poco. O larga lo
primero que se le ocurrió, sin trabajarlo. Incluso hay prejuicios en editores
que te dicen que una novela habría que trabajarla mucho tiempo. Y eso es un
prejuicio, no es correcto.
HC: Además, ¿cómo medís el
trabajo de una novela? Yo trabajo intensamente cada texto, a partir de muchas miradas propias y ajenas. Confío mucho en la mirada del otro, de
escritores que valoro. Ahora mismo tengo un manuscrito de una novela para
adultos, guardadito, para que no me digan que soy prolífico. (Risas).
Asistente: En la parrilla…
HC: En la parrilla. La
tengo lista. Se la di a leer a mi agente, que es una mujer que tiene una muy
buena mirada. Ya la había trabajado con otra gente. Y no había vuelto a
abrirla. La terminé, la cerré, después de un año enfocado en ella. En general,
mi primer manuscrito suele estar muy
trabajado. Después lo dejo reposar un tiempo, para olvidarme un poco de él, y
cuando lo retomo empiezo de cero. En este caso puntual, le mandé el primer
manuscrito a mi agente y ella me dijo cuáles cosas le habían gustado y cuáles
no. Y me sugirió que revisara la voz de uno de los personajes. En abril estuve quince días, todos los días,
trabajando la voz de ese personaje que ni siquiera es el principal y solo
aparece en tres capítulos. Pensando en cómo lo hago hablar, cómo lo enriquezco,
cómo lo recorto de otros… Y todavía no reabrí la novela para una segunda etapa
de trabajo. Calculo que la reabriré en cuatro, cinco o seis meses. Depende de
cómo vengan mis obligaciones.
MM: ¿Creés en esto de que
se macera con el tiempo?
HC: Absolutamente. Cuando
vos leés algo que sentís que no escribiste, pero lo escribiste vos, estás
viendo bien la potencialidad del texto. Porque si no (lo veo mucho en
periodismo también), podés cometer el error de creer que algo que es un error
es un acierto, y que algo que es un acierto es un error. El texto necesita
distancia. Sin distancia te aburrís. Ciertas cosas logradas, de tanto leerlas
te parece que no lo están, y otras que son un error grosero, por estar mucho
encima pasan inadvertidas por eso de que el árbol tapa al bosque. Te falta
perspectiva. El texto macera, claramente. Tenés que dejarlo ahí un tiempo, ni
verlo, olvidarte, para encontrar finalmente que te salió bien, que escribiste
algo bárbaro. O que hay algo horrible. Y lo sacás. El tiempo es clave.
MM: ¿Y te pasa retomar esas
sensaciones cuando ya está publicado? ¿Pensar que ya no lo escribirías así, algún arrepentimiento o cosa por el
estilo?
HC: Entiendo que sí, pero
nunca leo lo que está publicado. Ya está. Justamente, para evitar eso. Lo leo
cuando me piden que vaya a una lectura pública. Pero de otra manera no, porque
si aparece algo que no me gusta me mortifico. No lo hago porque es irreparable.
MM: Ya está. Pasa cuando te
invitan a las escuelas, que por ahí te toca leer un cuento o parte de una
novela, y saltan cosas, es medio inevitable. A vos, que no sos docente, que no
venís “del palo”, ¿cómo vivís las visitas a las escuelas?
HC: Me encantan. Me
encuentro con una energía del otro lado que me sorprende, que me carga
positivamente. A mí me cuesta mucho escribir literatura infantil. Muchísimo. No
es algo que me salga con naturalidad. Me marca la cancha de tal manera que a
veces me siento incómodo. No puedo ir por la tangente de la violencia, no puedo
ir por la incorrección política. Mis personajes en la literatura para adultos
suelen ser cínicos, con algún tipo de debilidad, se inclinan siempre por la
peor de las decisiones. Eso, en literatura infantil no puedo hacerlo, y
entonces se me complica. Me pasó que iba a escuelas por La leyenda de los invencibles, y veía el rebote con los pibes, y me
decía que tenía que seguir. Mi mujer también me lo decía. Después escribí La noche que salvé al universo, que me
la publico Sigmar, y paré. Y volví a ir a escuelas, sobre todo por La leyenda… Y veía que, del otro lado,
los pibes me pedían una segunda parte. Armaban obritas de teatro, videos,
pequeños documentales, hacían muestras con los personajes… Y me daba cuenta de
que tenía que seguir haciendo eso. De a poco me fui soltando. Gané el premio
Sigmar con Terror en Diablo Perdido, después me ofrecen en Sigmar
hacer una novela de terror para chicos…
MM: Que es La isla sin regreso.
HC: Claro, me impuse
hacerla y la hice. Me parecía que ahí había un camino que yo tenía que
aprovechar, que se me daba razonablemente bien, que tenía buena devolución por
parte de los lectores, y que tenía que encontrar un espacio, dentro de los
límites que me imponía la literatura infantil. Por ejemplo, El misterio de los mutilados, fue una propuesta de SM. Yo
presenté una novela negra que se llama La
soledad del mal, y vino Ceci Repetti, que era la editora de SM que había
reemplazado a Laura Leibiker. No nos conocíamos. Me dijo que querían hacer una
novela negra juvenil y me preguntó si me animaba. Le dije que sí, pero que no
tenía nada. Tenía un cuento que había ganado un premio en España y del que me
imaginaba que podía sacar una novela. Le dí el cuento, les gustó mucho y me
dijeron que sí. Estuve un año trabajando esta novela, con absoluta libertad,
sin que hubiera presión por parte de la editorial, sin que la editora me
preguntara cómo andaba. Yo le mandaba avances progresivos, porque tenía la
sensación de que tenía que justificar algo, pero tenía la sensación de que no
lo leían y me decían que siguiera. Finalmente terminé. Y la verdad es que la
escribí como la hubiera escrito para adultos. No puse sexo… tampoco es que
pongo mucho sexo en las historias para adultos, pero no puse nada. Es una
novela de una enorme violencia y la aceptaron. Lo único que me pidieron fue que
sacara tres puteadas. (Risas). Me gustó mucho escribir esa novela. Fue Mención
en los premios ALIJA de ese año. Fue
Mención en la Fundación Cuatro Gatos, en México. SM la llevó a México y se está
vendiendo allá. Ahora estará también en Colombia. Siento que la literatura
infantil tiende a buscar historias protagonizadas por niños y contadas por
niños. Y a mí me cuesta mucho escribir como un niño. Porque no lo soy, porque
hay un registro de época que no domino. Yo no sé cómo hablan los chicos de hoy.
Entonces tiendo a contar historias narradas por adultos que recuerdan su
infancia, lo que también puede ser un límite.
MM: Esta novela, El misterio de los mutilados, la
disfruté mucho, así como disfrutaste al escribirla yo disfruté de leerla y la
recomiendo muchísimo. Acá me gustaría hablar de las dos marcas de la cancha de
las que hablabas recién: el límite hacia abajo, porque está en una colección
juvenil como Gran Angular, y el límite hacia arriba, porque no es una novela
breve como por ejemplo El refuerzo. ¿Por qué no es una novela para
adultos? ¿Por qué no es una novela infantil?
HC: Cuando en los primeros
tiempos, con mi agente, hacíamos un revalúo de mi producción, para ver qué se
podía vender en el exterior y qué no, surgió que algunas editoriales infantiles
escapaban a la novela porque tenía la palabra "mutilados" en el
título. Yo le digo que la ofrezca como literatura para adultos, porque me
parece que lo es. Para mí, el límite entre la narrativa para adultos y la
narrativa LIJ está dado por la transmisión de valores y por la corrección
política. Siento que la literatura infantil, por estar incluida en planes de
lectura escolares, porque forma parte de un proceso de formación más global,
tiene que preocuparse por ciertos valores. En mi caso, los que suelo trabajar
son el compañerismo, el altruismo, el entender al otro… no como si fuera un
sermón de iglesia, sino como elementos que aparecen diluidos en una trama de
aventuras. Y no tan explícito, porque si
no, insisto, se transforma en un sermón. Ese tipo de cosas no las hago en la
literatura para adultos. Ahí me divierte más que los personajes no sean
altruistas, que sean incorrectos políticamente y que no respeten ningún valor.
MM: En la novela es
realmente muy fuerte la cuestión de las mutilaciones, y es muy fuerte el clima
de opresión que lográs en ese pueblito que se llama Dignidad. ¿Es una especie
de referencia a la Colonia Dignidad, del sur de Chile?
HC: No, después lo
descubrí. Son esas conexiones no siempre conscientes que uno hace. Pero esta
novela, está conectada a esta otra novelita…
MM: El refuerzo. Buenísima. Sí, en El
misterio de los mutilados se describía algo vinculado con esta novela y yo
le escribí a Horacio para que me orientara. Esta es para adultos, es muy
futbolera, pero es un policial negrísimo.
HC: Las dos novelas están vinculadas.
El refuerzo se publicó en Venezuela y
en España. Cuenta la historia de un futbolista en el ocaso de su carrera, uno
de estos futbolistas mediocres que juegan seis meses en Haití, seis meses en
Vietnam, buscando un manguito. Este viene de una experiencia en Haití, en donde
se le rompió la rodilla, lo operó una bruja vudú y con la rodilla maltrecha le
ofrecen jugar un partido en un pueblo que se llama Villa Luppi, que está
perdido en la pampa, y es la final de un campeonato local. Ese pueblo transpira
fútbol, sienten que es el momento de su vida, y juegan con un rival al que no
se menciona nunca, que son Los Otros. Cuando escribí El misterio de los mutilados, lo escenifiqué en un pueblo, y yo
siento que Los Otros son ellos. Los de este pueblo. Porque la gran amenaza que
existe en Villa Luppi es que Los Otros ganen, que hagan algo para que este
refuerzo no pueda jugar la final. Hay una idea de lo macabro.
Asistente: Villa Luppi también es
la de La leyenda de los invencibles…
Ese es tu universo…
HC: Sí, mal copiando a
Onetti. (Risas). Todos copiamos a alguien. Villa Luppi está también en La soledad del mal, el desenlace es ahí. Yo nací en una calle que se llama
Abraham J. Luppi, ahí hice un jueguito de palabras.
MM: No sos de pueblo, sos
de barrio…
HC: Sí, soy más urbano que
el colectivo. Creo que salgo a la pampa y me mareo. (Risas).
MM: Y sin embargo te movés
con mucha soltura, es muy verosímil tu descripción de Villa Luppi, ese
pueblito… ¿Hiciste alguna investigación al respecto?
HC: No. Por ahora evito
investigar. Tanto en periodismo como en literatura, cuando alguien dice que
investiga, ustedes desconfíen. Es una palabra muy pomposa para ser utilizada
tan livianamente. Evito investigar por diferentes razones. Si quiero
investigar, escribo un libro de crónicas. Prefiero liberar un poco la fantasía.
Trabajar sobre lo verosímil, no sobre lo verdadero. ¿Para qué voy a investigar,
si voy a trabajar sobre lo verosímil nada más? Un ejemplo: ahora, en agosto,
sale una novela mía para adultos que se llama Los que duermen en el polvo. Y la acción sucede en una guarnición
militar, montada en el barrio de Pompeya. Necesitaba nombres de armas, y yo de
armas no sé nada. En su decálogo de la novela policial, Raymond Chandler decía
que el que escribe novelas policiales tiene que saber un poco de todo; que si
vos hablás de armas tenés que saber de armas… Pero como diría mi madre, “andá a
que lo zurzan”. (Risas). Yo necesitaba saber algunas cosas de armas, y con
Google, en cuatro minutos tenés lo que quieras.
Ponía “Armas del Ejército Argentino - Tanques”. Aparecían las imágenes,
buscaba en YouTube, miraba tres cosas y ya está. Para una referencia me servía.
Eso no es investigar, amigos. Digamos la verdad. Algún día vendrá un experto en
armas y me dirá que en mi novela digo que el helicóptero Bell Iroquois M 57 es
de tal manera, pero en realidad no es así. Bueno, en mi novela, los Bell
Iroquois M 57 son como yo digo.
MM: Mirá el punto de
contacto… El lunes pasado estuvo Guillermo Martínez, y decía que en las traducciones
se encontró con una figura en Norteamérica y en Inglaterra, que se llama facts checker. Chequean los datos. Y hay
una frase que creo que hasta puede ser título de la entrevista y es que
nosotros por suerte tuvimos a Borges que nos acostumbró a que el dato cambiado,
la cosa no del todo verdadera, nos gusta más que el dato chequeado.
HC: Claro, totalmente.
Están los tipos que corroboran si lo que vos escribiste es verdad. Si vos decís
que una Magnum 44 tiene nueve balas, te van a decir que tiene doce (estoy
inventando). Ayer terminé de leer Las
cosas que perdimos en el fuego, de Mariana Enríquez. Hay un cuento
extraordinario, que es el que más me gustó, que se llama “Bajo el agua negra”. La acción transcurre en el Riachuelo de mi
barrio, en Pompeya. Entre Pompeya y Valentín Alsina. Y hay una referencia que
puede ser equivocada. Menciona un puente y lo llama Puente Moreno. Si es el
puente que uno supone que es, es el Puente Alsina, antes Uriburu. La verdad es
que a mí eso me importó un pito. Si en el universo de ella, ese puente se llama
Moreno, me encanta. Ponele el nombre que quieras. Lo que me interesa es la
historia, que me tenía agarrado de la nariz. Una historia de terror, muy bien
contada. Lo que me pasó, por ejemplo en La
soledad del mal, es que es una novela en un tiempo contemporáneo, pero
ninguno de los personajes usa Google, ni tiene celular ni nada por el estilo.
¿Por qué? Porque creo que si usaran Google y tuvieran celular, la trama se me
cae a los cinco minutos. No hay Google, viejo. Basta. (Risas). Y nadie me lo
reclamó. La publicó en México la Universidad Veracruzana, ganó un premio en
España, ganó un premio acá y nadie me reclamó.
HC: Absolutamente.
MM: Y en este universo que
vino conmigo, el de Pompeya, en New
Pompey, ¿hay una cosa biográfica fuerte también?
HC: Sí. En los demás no hay
ningún elemento biográfico riguroso. Pueden aparecer aspectos de mi vida
trabajados. Por ejemplo, la relación con mi madre en numerosos cuentos. Por ahí,
la relación con algún personaje de mi vida profesional, pero todos muy
distorsionados por el efecto literario, nada que sea rigurosamente biográfico.
Personas que uno conoce en la vida y que pone a actuar. Y al hacer eso los
deforma, los cambia. En New Pompey
hay mucho mío. La casa donde sucede todo es la casa donde yo viví, algunas de
las historias ocurrieron más o menos como están contadas, algunos de los
personajes son más o menos los que aparecen ahí. En esta novela es en la que
más me acerqué a mi condición personal, de ser humano. A tal punto que, por
ejemplo, mi hermana la lee en clave familiar. Hay amigos que se llamaban entre
ellos y preguntaban por qué Fulano no estaba. Uno de los chicos del barrio
recordaba perfectamente un personaje inventado. (Risas). Yo le decía que no,
que era inventado y que justo se acordaba de uno que no existía, pero no había
caso.
MM: ¡Qué grande la
literatura ahí!
HC: Sí, ahí es cuando decís
que algo hiciste bien. Hiciste el pase de magia, y alguien que te conoce, que
conoce el barrio, conoce las calles, los lugares, y cree estar dentro de la
novela en algún punto, y tener un ojo más afilado que un lector ingenuo, pisa
el palito y te dice que se acuerda de Romitroski. Le digo que el nombre es de
un tipo de una inmobiliaria del centro que un día me dio una tarjeta (y que
pensé que iba a usarlo porque me encantó). Y nunca estuvo en Pompeya, no tiene
nada que ver, jamás pisó y olvídate, es todo mentira.
MM: Muy bueno ese
personaje, con la nariz operada. Otro lugar que es más que un recurso en varias
de tus novelas claramente es el fútbol. Acá me voy a dar una panzada. ¿Por qué
es tan fuerte el fútbol? ¿Cuál es tu relación con el fútbol? Contanos. Porque está en El misterio de los mutilados, está en El refuerzo, está en esta que me regalaste hoy, que espero leer
pronto, El último milagro…
HC: Siempre jugué al fútbol en la calle, con los amigos, en las canchitas del barrio, en los potreritos, siempre muy mal, pero con dignidad y ganas. Como Buffarini. Después cuando empecé en periodismo, hacía periodismo deportivo. Iba a ver a San Lorenzo, que es el cuadro del que soy hincha. También iba a ver a Huracán, porque en los setenta era muy común que un amigo te llevara a ver a otro club. Cuando San Telmo ascendió en un octogonal, fui a ver todos los partidos de San Telmo. Que ganó la final en cancha de Huracán.
Asistente: En el ’76. Jugaba de local en la cancha de Huracán.
HC: Sí, pero jugaba también en el Viejo Gasómetro. No me acuerdo cómo era…
Asistente: Los colores de la camiseta de La aplanadora, eran por San Telmo.
HC: Sí. La Aplanadora es un equipo de barrio del que me tomo venganza en La leyenda de los invencibles. Gracias al periodismo, cambia mi relación con el fútbol en la medida en que empiezo a ver partidos de equipos que no tenían nada que ver conmigo. A ver a la Selección en la cancha, a entrevistar a los jugadores, a ver entrenamientos, a conocer a dirigentes de clubes, a empresarios… a toda la gente que se mueve alrededor del fútbol. No fue un tiempo muy largo, pero fueron varios años. Y me quedó la idea de que el fútbol es un ámbito que conozco lo suficiente como para poder montar una ficción, y que además representa mucho más de lo que es. El fútbol tiene mucho contenido. Porque más allá del resultado, de ser un deporte, ahí entran los sueños, las ilusiones, las decepciones, la traición, la corrupción… Es un ámbito que me permite ensayar otras cosas, utilizando un código común que la mayoría conoce. Para mí es como una especie de cartón piedra. Vos ponés un escenario suficientemente reconocible, y después, en ese escenario hacés jugar los dramas humanos. El último milagro es una novela futbolera y negra. Hay una serie de personajes que enfrentan una encrucijada clave en sus vidas. El presidente de Racing, que está por separarse y que agarró la presidencia pensando en hacer una cosa y le está saliendo todo mal, el número 9, empujado por su madre para que acepte una oferta del exterior para que escapar así de la maldición suburbana de Avellaneda, el entrenador de fútbol que es un lobo solitario y de pronto una mujer se le queda a vivir en la casa y no sabe qué hacer con ella y cómo echarla, el barra brava, que tiene una visión mística del fútbol y de la vida, y cree que es el hombre encarnado para una revolución de pureza. Podés verlo, incluso, con una mirada política. El fútbol es la excusa que a mí me permite jugar con las emociones de los distintos personajes. En El refuerzo, lo mismo: el fútbol es la excusa para contar el derrumbe de un sueño. De un tipo que quiere ser algo: jugador de fútbol, escritor, pintor, lo que fuera, pero no tiene la capacidad. Insiste, busca, y en esa búsqueda lo que encuentra es su fin. Como alguien que choca siempre con la misma pared. Quizá, si yo hubiese tenido mayor conocimiento del mundo de las ciencias o del mundo universitario, habría podido contar la misma historia, en el ámbito universitario. Pero no es el fútbol por el fútbol mismo, sino como excusa para contar el drama humano.
MM: ¿Y te gusta la literatura futbolera? Sacheri, Fontanarrosa…
HC: Me gusta. No soy fanático. Me gustan algunas cosas de Sacheri, muchas de Fontanarrosa, me gusta lo que hacía Soriano con el fútbol, pero no soy un fanático del género. Sobre todo, porque entiendo que mucha de la literatura futbolera que nosotros hacemos, está atada a la idea del futbol como un lugar romántico, y yo trato de pararme en otro lugar. El fútbol casi como si fuera un fenómeno maldito.
MM: ¿Haberlo visto de adentro le quita esa heroicidad romántica?
HC: Tal vez sea eso, sí. A mí me gusta mucho el boxeo, y salvo un par de cuentos, casi no tengo producción literaria con el boxeo. Me gusta casi a la par que el fútbol, es muy literario, hay mucho cuento. Hoy me invitaron a un ciclo de charlas que se va a hacer en agosto en la Biblioteca Nacional sobre Literatura y Boxeo. Y he leído, y sin embargo, me cuesta mucho más.
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