¡Devuelve la bolsa, muchacho!

El policial negro sigue dejando su marca en Libro de arena. Hoy compartimos un relato lleno de humor que mezcla géneros, tradiciones culturales, discursos, e historias desde una mirada que hace del lector un verdadero cómplice.


Por Fernando Barragan*


Los hechos y personajes de la siguiente historia son imaginarios y carecen de todo rigor histórico, por lo que cualquier semejanza con la realidad debe ser reportada al “Crease o no de Ripley”

I
Los Ángeles, 20 de noviembre de 1941

El edificio estaba descuidado, sucio, oscuro y era obligatorio usar las crujientes escaleras. El ascensor exhibía un añejo letrero de “En Reparación”. Un hombre grueso y elegante, con el cabello entrecano, buscaba la oficina 1F. Su pulcritud no encajaba con el edificio ni con el vecindario y era evidente que pretendía pasar inadvertido. Se detuvo frente a una puerta de vidrio esmerilado en la que se leía, en la parte superior, “Of. 1F”; más abajo, formando un arco, “John W. Laveo” y finalmente, en forma horizontal, “Investigador Privado”. Golpeó el vidrio. Esperó. Esperó más. Desde dentro, una voz dijo:
– Pase, está abierto.
El hombre entró. La oficina, mal iluminada, apestaba a cigarrillo. De hecho, todo parecía estar dentro de una nube blanca. A cinco pasos de la puerta había un escritorio de madera, grande y robusto, con muchos papeles desordenados, una taza sucia de café seco, un cenicero desbordante de colillas y una pistola negra e imponente. Sentado detrás, hombre fumaba con indolencia. Al ver al recién llegado, como toda muestra de asombro, arqueó una ceja y dijo:
– Sr. Campbell. Vaya. ¡Esto sí es una sorpresa! ¿Qué lo trae por aquí?
– ¿Cómo estás Johnny?– dijo el hombre forzando una sonrisa.
El detective dio una pitada. El humo salió por su boca sin forzarlo, lentamente, como si por dentro se estuviera consumiendo. Al mismo tiempo sus cejas le dieron, esta vez, una expresión casi hostil. Sólo cuando su interior terminó de arder respondió:
– Solo me llaman Johnny mis amigos, Sr. Campbell. Usted tal vez hoy sea mi cliente. ¡No más que eso!
Campbell comprendió que las amabilidades estaban de más, se sentó en la silla para los visitantes y fue directo al grano.
– Tengo un problema Sr. Laveo y creo que sólo usted podrá ayudarme. Ya antes lo hizo y de forma  muy profesional debo reconocer.
Por toda respuesta Johnny dio otra pitada. Campbell continuó:
– Como sabe muy bien, soy el dueño de la fábrica de sopa más grande del país. Mi negocio prospera y debo reconocer que todo se lo debo a ese hombre que una vez le dijo a mi padre: “Campbell, si logras vender agua, el mundo será tuyo”. Tenía mucha razón aquel sujeto. El Viejo sólo agregó verduras y condimentos y aquí estoy yo ahora, casi en la cima del mundo.
Johnny echó el humo de forma ostensible y sonora. Campbell se esforzó por ir al punto.
– Como le dije, soy el rey de las sopas enlatadas, pero todo reino tiene que enfrentar a algún descarriado. Mi hijo, el pequeño Tommy, se niega rotundamente a tomar el producto que le permite vivir como un príncipe. De nada valen las reprimendas, las explicaciones o las amenazas. El muy condenado no la toma.
Johnny se volcó hacia delante, acercó su rostro al de Campbell y sin disimular el sarcasmo dijo:
– Mi padre hubiera reemplazado la cuchara por un embudo.
– ¡Oh sí! Yo hubiera hecho lo mismo, pero seguramente su madre no era como mi esposa Gertrude. – Johnny recordó: Gertrude Knorr. Una inmigrante suiza que parecía la hermana mayor de la bruja de Blanca Nieves. Siguió escuchando. – Ella se la pasa leyendo los libros de ese judío loco que tuvo que escapar de Alemania. ¡Rayos! No logro recordar su nombre.
– ¿Einstein?
–No, ese no, era uno bastante pervertido.
– ¿Freud?
– Sí, sí, ese sujeto. Mi esposa leyó uno de sus libros y ahora está convencida de que el pequeño Tommy está enamorado de ella y quiere matarme a mí. Gertrude insiste: para no ir al reformatorio, su subconsciente lo obliga a rechazar la sopa.
– ¡Demonios! – Dijo el detective – ¡Su mujer ha perdido la chaveta! Creo que no soy su hombre, más bien necesita un doctor, Sr. Campbell.
La afirmación no fue delicada, pero estaba hecha con sinceridad. Campbell negó con la cabeza, suspiró y continuó.
– Gertrude no me preocupa, detective. La cuestión es: si el pequeño desgraciado sigue negándose a tomar la sopa, temo por su seguridad. ¿Me comprende?
– Francamente, no.
– Amigo Laveo, creo que usted no ha tenido infancia.
Johnny empezaba a irritarse. El recuerdo de la señora Smith y sus reclamos por la renta impaga lograron contenerlo. Mentalmente contó hasta diez y forzando la paciencia preguntó:
– ¿Qué rayos tiene que ver mi infancia con este asunto?
– Todos los niños lo saben: si no toman la sopa, se los lleva el Hombre de la Bolsa.
Laveo empezó a ver la punta del asunto. Nadie tenía más experiencia que él en esas cosas y el hombre sentado en su escritorio podía pagarla muy bien. Se tomó un segundo para pensar y respondió:
– Conque teme que el Hombre de la Bolsa se lleve al hijo del Rey de la Sopa. ¡Eso sí sería irónico! De todas formas debo decirle que, desde hace bastante tiempo, el Hombre de la Bolsa no asoma su nariz por los bajos fondos. En las calles se rumorea que tal vez se retire.
Campbell cambió ligeramente su expresión dando la pauta de que, a partir de ahora, hablaría de negocios.
– Sr. Laveo, los rumores de la calle no tranquilizarán a mi esposa ni a mí. Esto es muy simple: Tommy no tomará la sopa de ninguna forma, por lo tanto el peligro es real y si, como usted bien dijo, el Hombre de la Bolsa se lleva al hijo del Rey de la Sopa, al día siguiente seré el hazmerreír de todos los periódicos amarillistas de América. Por lo tanto pretendo contratarlo para que, de la forma más discreta posible, encuentre a ese tipo antes de que él venga por mi pequeño. Como se imaginará el dinero no es problema. ¿Qué me dice?
El sabueso, antes de responder, dio una última pitada muy lenta. Era su técnica para una última evaluación del cliente y calcular su precio. Nuevamente recordó a la señora Smith y la renta impaga. También  pensó en un traje nuevo y en unas vacaciones en Acapulco. Mentalmente triplicó su precio habitual, aplastó la colilla en el cenicero y arriesgó:
– Un pago inicial de mil dólares y ciento cincuenta por día más los gastos.
El rey de la sopa sacó de su bolsillo un fajo de billetes, separó algunos, los puso sobre el escritorio y dijo:
– Aquí tiene dos mil dólares para empezar. Cada viernes recibirá un cheque por doscientos cincuenta dólares diarios más gastos y habrá, cuando el tipo caiga, dos mil dólares extra. ¿Es un trato Johnny?
Campbell extendió su mano. Laveo la estrechó diciendo:
–Es un trato Sr. Sopa.
La ocurrencia pareció divertir al hombre de negocios que se retiró sonriendo. Johnny encendió otro cigarrillo, guardó su pistola en la cartuchera, saco de un cajón del escritorio una botella de cerveza, bebió un trago del pico y se dijo a sí mismo:
– ¡Caracoles! ¡Debí pedir más dinero!


II

Los Ángeles,  30 de noviembre de 1941

Entrar en la prisión del estado siempre le causaba una extraña sensación. Tal vez fuera porque en su trabajo siempre se movía al filo de la ley y cualquier descuido le abriría las puertas de los huéspedes y no las de los visitantes.
El sujeto que quería ver no era cualquiera. Todos le temían. Los mismos guardias que vigilaban la visita, lo hacían desde una distancia más “prudencial” que con otros convictos. El detective Laveo era el único que se atrevía a acercarse hasta respirar su fétido aliento. Tal vez fuera cierto, como dijo el Sr. Campbell, que no había tenido infancia.
El reo se acercó a la silla y se sentó frente a su visitante. Hasta Johnny agradecía tener entre ellos unos gruesos barrotes.
El tipo era calvo, con su cráneo surcado de manchas amarillentas y finas venas azules. Los pocos cabellos grises y duros que tenía formaban una corona que aumentaba el tamaño de su cabeza. Bizco, con una nariz aguileña y desmesurada, resultaba imposible pensar que pudiera sonreír. Lo cual era lo mejor, teniendo en cuenta que le faltaban los incisivos superiores y que el resto de su dentadura era amarillenta, filosa y desordenada. Con una voz ronca y cavernosa, casi un rebuzno, dijo:
– ¿Qué tal Johnny? ¿Visitando seres queridos?
– ¿Cómo has estado, Cuco?
– ¡Oh bien! Hoy sólo he roto tres espejos.
– Veo que no pierdes el sentido del humor. Eso me gusta de ti.
Cada uno de los ojos del Cuco lanzó un rayo de odio, sus manos peludas, de uñas negras, se transformaron en puños, pero se contuvo.
– ¿Qué rayos vienes a buscar, polizonte?
– Verás, ya no soy polizonte, trabajo por mi cuenta. Estoy en un caso, para un tipo con mucha pasta, y todo lo que averigüé en las calles me lleva a ti, amigo.
La mirada del Cuco se tornó malévola. Con un fondo de disfrute perverso, hizo un largo silencio.
– ¡Vaya, vaya! ¡El gran Johnny Laveo necesita ayuda del Cuco! Déjame disfrutarlo un poco bastardo –Se frotó las manos relamiéndose con su lengua verde y pegajosa –. Vamos, amigo. Dime cuál es tu asunto y qué tienes para darme a cambio.
– Iré al grano. William Campbell me paga para que encuentre al Hombre de la Bolsa. Teme por su hijo pues el pequeño cretino no toma la sopa.
El Cuco lanzó una carcajada larga y aguda. Se secó la baba con la manga y dijo:
– Primero te daré un consejo Johnny: no tengas hijos si no quieres verlos, dentro de veinticinco años, tan alineados como yo, vestidos de maricas y cantando tonterías –. Lanzó otra carcajada. – Sobre tu asunto: dime que me das y veré qué te doy.
Debía jugar su mano con cuidado. No tenía ases en la manga. Johnny sabía que ese desgraciado podía ser la diferencia. Impasible, apenas murmuro:
– Tengo amigos federales. Pensé que te interesaría saber sobre el Monstruo del Armario. Esperó paciente la reacción del Cuco. Sabía que odiaba al Monstruo del Armario dese que le había delatado cuando intentó salir del país, hacia Sudamérica, para entrar, con otro mal nacido llamado Pombero, en el negocio de la cría ilegal de chupa cabras. Además de la libertad perdió millones y había jurado que al salir de prisión, le daría su merecido.
– ¡Ok! Te diré lo que sé. Te advierto que no es mucho.
– Deja que yo lo decida.
– En primer lugar, se sabe que el Hombre de la Bolsa está acabado. Y lo está porque se ha quedado solo. En un tiempo tuvo buenos compañeros, pero ya no más. ¿No te entristece Johnny? – Laveo sabía que ahora empezaba el juego y permaneció inmutable –. Si no crees que es triste, pregúntale al Monstruo del Armario.
La paciencia era muy necesaria para hablar con el Cuco. Disfrutaba de los silencios incómodos.
– ¿Qué significa eso, Cuco?
– ¿Qué significa? Vamos amigo, eres inteligente. Piensa. Cuándo un niño pierde la inocencia frente a un cochino plato de sopa ¿qué rayos se pregunta?
– No lo sé... ¿Cuándo llega el postre?
– No, no y no. ¡Tú no eres tan alcornoque muchacho! Estamos hablando del Hombre de la Bolsa...
Hubo un silencio, más bien una lucha de silencios. El Cuco consiguió una leve muestra de fastidio en el rostro de Johnny y continuó:
– Estados Unidos es muy grande. ¿Cómo rayos hace este sujeto para asustar a todos los niños rebeldes del país? Esa es la pregunta del millón.
– ¿Y cuál es la respuesta?
– ¡Caray! ¡Después de todo sí eres un alcornoque! Piénsalo bien infeliz, es lo mismo que con Santa Claus.
– ¡No mezcles a Santa en esto!– Johnny lo dijo regalándole un segundo de irritación al Cuco que, saboreando la interrupción, continuó hablando.
– Te lo haré sencillo. El pequeño demonio solo tiene dos respuestas posibles: hay más de un Hombre de la Bolsa o el tipo no existe
– Vamos Cuco, no agotes mi paciencia. Tú y yo sabemos que existe. ¡Termina de una vez con los rodeos!
El enojo evidente provocó un descarado regocijo en El Cuco. Laveo lo soportó sabiendo que soltaría un poco la lengua del desgraciado.
– Muy bien amigo. La verdad es que hubo muchos Hombres de la Bolsa, pero en los últimos años se han pasado a otro negocio. Según me han dicho, de un tiempo a esta parte, asustar niños ya no da dinero. ¡Te das cuenta! ¿Cómo me ganaré la vida cuando salga de aquí? – El Cuco se tomó unos segundos para mostrar una expresión de patética tristeza que se fue transformando en una sonrisa maléfica. – Como de costumbre, siempre hay algún idiota que piensa que el dinero no hace la felicidad. Ese último romántico es tu presa, muchacho. Si quieres encontrarlo, sólo dime en qué lugar un hombre con una bolsa al hombro pasa desapercibido.
–… el puerto.
– ¡Muy bien, muchacho! Veo que estás comiendo todos tus vegetales por la mañana. Ahora dime qué tienes para mí y si me gusta, tal vez, te haga un regalo.
El Cuco quedó mirándolo con una sonrisa estúpida y maliciosa, sólo para fastidiar al detective. Johnny aceptó el juego, fingió más irritación de la que sentía y dijo:
– El Monstruo del Armario ingresó a un plan de protección de testigos y cambió su identidad. No sé cuál es su nombre actual pero sí que se mudo a Texas, se casó y entró en el negocio del petróleo. Dicen que tiene tratos con los nazis y que lentamente está logrando meter a varias de las sanguijuelas de su familia en política. ¿Te imaginas, en cincuenta o sesenta años, al hijo o al nieto, del Monstruo del armario como presidente de los Estados Unidos de Norteamérica?
– ¡Caray!– Exclamó el Cuco. – ¡Esas sí son novedades! Creo que te daré tu regalo.
Johnny le concedió otro poco de irritación.
– Vamos. No tengo todo el día para ver tu carita.
El Cuco, manteniendo la sonrisa estúpida, replicó:
– El último niño que espanté, antes de caer en prisión, fue el pequeño Tommy Campbell; ya en ese entonces era bastante papa natas para su edad.
– Todos los ricachones tienen por hijos a pequeños papa natas. ¿Por qué tendría que sorprenderme el de mi cliente?
– ¡Johnny, Johnny! Siempre fuiste malo en matemáticas.
– No juegues conmigo, recuerda que ya te di lo tuyo.
– ¡Johnny Laveo! Hace diez años que estoy en este sucio agujero, por lo tanto, el pequeño bodoque Campbell ya debe tener veinticinco años.
Se calló y disfrutó en forma descarada la expresión de asombro del detective, que se levantó de su silla pensando en la habilidad del cretino para infundir miedo y con un sabor amargo en la boca le dijo:
– ¡Vete al infierno, maldito!
Salió de la cárcel pensativo. En la calle encendió un cigarrillo y para sus adentros se dijo:
– ¡Recórcholis! ¡Por qué siempre pido tan poco dinero!

III

Los Ángeles, 9 de diciembre de 1941

América estaba en guerra. Los sucios japoneses habían atacado a traición. El mosquito había picado al águila calva y ahora el mundo sabría de su pico y de sus garras. El detective John W. Laveo debía resolver su caso antes de que el Tío Sam llamara al teniente de reserva John W. Laveo. En eso estaba esa noche fría y de una luna brillante como un dólar de plata. Agradeció al cielo que esa luna iluminara, aunque fuera parcialmente, el oscuro galpón del puerto donde se encontraba en ese momento con su pistola en la mano. El aire de mar hacía más fría la respiración y la lejana sirena de un barco daba una atmósfera lúgubre al solitario sitio. El Hombre de la Bolsa estaba acorralado. Apenas dos horas atrás el pobre infeliz se creía muy seguro confundiéndose con los demás trabajadores del puerto. Para cualquiera que lo viese, su aspecto era el de un don nadie de los bajos fondos: gordo, con gorro, chaqueta y pantalones de paño completamente verdes, con puños y bordes de lana  que, alguna vez, había sido blanca, pero que ahora era gris suciedad. Lo mismo que su larga barba y el pelo que asomaba por el gorro. Pero Johnny Laveo no era cualquiera. Tuvo una corazonada y supo que aquella bolsa harapienta no era un simple saco de desperdicios. El pánico repentino del sujeto, su huída desesperada y la persecución posterior confirmaron sus sospechas. Ahora la pelea era personal, sólo ellos dos.  Ésta era entonces la parte más peligrosa del trabajo.
Laveo sabía que la bolsa era tan letal como su pistola, aunque sólo resultaba efectiva a corta distancia. El desgraciado estaba allí acorralado con la salida completamente cubierta, pero aun no lo atrapaba. Johnny avanzó con cuidado, su 45 especial lo precedía, de repente el tiempo se aceleró.
Algo golpeó sus tobillos y cayó al piso, el arma fue a parar cerca, pero no a su alcance. Tirado en el piso volteó y vio que el Hombre de la Bolsa se abalanzaba sobre él, con el saco abierto sobre su cabeza. Por primera vez en su vida pensó que era el fin. De repente, en la sucia frente del maldito apareció una pequeña flecha. El Hombre de la Bolsa dobló su cuerpo hacia atrás, como si lo hubieran apuñalado por la espalda, retrocedió, tropezó, cayó y quedó sentado contra un gran cajón de madera. Sin siquiera pensarlo, sólo por sobrevivir, Johnny alcanzó su arma y, como empujado por mil demonios, se puso de pie y apuntó. Sin intentar levantarse y completamente derrotado el infeliz despegó de su frente la ventosa de una flecha de juguete que le dejó marcado un anillo morado.
Se escuchó entonces una voz, como un trueno dentro del galpón.
– ¡JO! ¡JO! ¡JO! ¡Feliz Navidad!
Johnny giró sobre sí, sin dejar de apuntar al Hombre de la Bolsa y vio, allí paradas, tres personas: Santa Claus, que en su mano izquierda sostenía un pequeño arco de madera, William Campbell y, un poco más atrás, oculta en las sombras, la silueta de una muñeca de esas que pueden hacerle perder el seso a cualquiera. El detective era un hombre experimentado en el riesgo y la traición, casi nada le sorprendía, pero esta vez no lograba encontrar ni una condenada razón para lo que estaba pasando en ese asqueroso agujero del puerto.
El rufián, todavía sentado en el piso, frotándose la frente con su grasienta mano, dijo con amargura:
– ¡Maldición! De todos los gordos ridículos vestidos de rojo que existen ¡Tenías que ser tú Billy!
Todo en Santa se veía inocente y amable, menos su mirada. Parecía llevada por el diablo.
– ¡JO! ¡JO! ¡JO! Nunca entiendes nada, Murray. Sólo son negocios. ¿Por qué siempre lo vuelves personal?
Johnny, que odiaba perder el control de un  caso, casi rugió:
– ¿Alguien puede decirme qué demonios está sucediendo? ¿Qué hace Santa aquí? ¿Desde cuándo se llama Billy?
En ese momento Laveo cayó en la cuenta de algo y lo que pudo haber supuesto se fue por la alcantarilla: el Hombre de la Bolsa era la versión sucia y vestida de verde de Santa Claus. Todo olía muy mal.
Murray se quitó el gorro verde y comenzó a hablar:
– En un tiempo todo era como debía ser. Los niños buenos recibían regalos de Santa Claus y los pequeños revoltosos se las veían con el Hombre de la Bolsa. Éramos muchos. ¡Oh, sí! ¡En aquellos tiempos formábamos un gran equipo! Podíamos cubrir toda la nación sin problemas. Todos vestíamos de verde: los chicos buenos con su traje limpio y los malos con nuestra suciedad a cuestas. Era un buen sistema. Hasta que llegó esa perra maldita y los convenció a todos de vestirse de rojo, reír como idiotas y repartir regalos a cualquier sanguijuela que se les pusiera en frente. ¡Todo nuestro sistema de valores se fue por el excusado!
A pesar de la expresión ruda, una lágrima partió en dos la mugre de su mejilla derecha.
La muñeca que acompañaba a Santa Claus y a Campbell salió de las sombras moviendo suavemente sus caderas. A pesar de su rostro, no era un ángel.
Fanny Tamara Coke, a quien todos llamaban Fanta, era la única hija del magnate de las bebidas carbonatadas y había roto el corazón de Johnny en la preparatoria. Él la vio más bella que antes, también mucho más peligrosa, ceñida en ese vestido naranja que debía costar al menos cinco de los grandes. En su cabeza oyó la frase que dijera Campbell “si logras vender agua, el mundo será tuyo”. Bajó el arma. No la guardó.
Billy los volvió a noquear con su voz:
– ¡JO! ¡JO! ¡JO! Con esa actitud nunca jugarás en las ligas mayores, Murray. La Señorita Coke nos hizo la mejor propuesta en el mejor momento. El mundo está cambiando, amigo, y los niños no conservarán la inocencia por mucho tiempo más. Debes aceptar los hechos o desaparecer, además nunca nos pagaron tanto dinero por nuestro trabajo.
– Muy bien amigos, no va a ser hoy el día que me hagan pasar por tonto – dijo el detective – Vamos a armar este rompecabezas y nadie se irá de este lugar hasta que sepa qué rayos está pasando.
Fanta encendió un cigarrillo y le ofreció otro a Johnny diciendo:
– Como en los viejos tiempos ¿no?
Lanzó una lenta bocanada de humo y muy pausadamente habló:
– El mundo está cambiado. Tal  vez supongas que lo digo por la guerra, cariño, pero lo cierto es que el cambio ya está en marcha desde antes que tú y yo tomáramos el biberón.
– Vaya novedad, preciosa. Dime algo que no sepa, para variar.
– ¡Johnny, Johnny! Siempre tan impaciente. ¿Cuál es la prisa? Quiero que lo entiendas bien. Verás,  después de esta guerra, Estados Unidos será dueño del mundo y nosotros seremos los dueños de los Estados Unidos.
– ¿Nosotros?
– ¡Eres gracioso cuando quieres Johnny! Tú sabes que cuando digo nosotros no estoy hablando de mucha gente. Mucho menos gente de tu clase –. Tomó un segundo para dar una pitada y continuó –. En el nuevo mundo el poder será dado por una nueva arma, que ya fue efectiva cuando la usó el maldito demente que gobierna Alemania: La propaganda.
– Recuerda, cariño, que acordamos llamarla publicidad – intervino Campbell.
– Lo sé, cielo, solo que el término “publicidad” aun no es popular.
Laveo lanzó por su boca palabras y humo.
– Oye preciosa, yo sé que en estos casos una historia sensata no sirve, pero ¿me quieres hacer creer que un anuncio de jabón puede ser un arma?
Fanta ordenó mentalmente sus pensamientos, sonrió como si estuviera hablando con un pequeño que pregunta por la cigüeña y continuó.
– Para empezar, los niños del mañana ya no serán angelitos sino consumidores.
– ¿Qué?
– Personas que aman gastar su dinero luego de ver un anuncio, Johnny. Cuando todos sean consumidores, a nadie le importará si los niños se portan mal o bien. Sólo importará que consuman. Que gasten el cochino dinero de sus padres en todo lo que vean en los anuncios. ¡Nuestros anuncios!
– ¡Por todos los cielos, Fanta! Por eso cayó El Cuco y ahora quieren retirar al Hombre de la Bolsa.
– ¡Y “reformamos” al Monstruo del Armario! ¿Lo entiendes ahora, viejo amigo? Es importante que no haya ninguna sucia criatura que les impida recibir regalos, por más que sean unos demonios mal criados.
Campbell intervino afirmando.
– Tampoco podemos permitir que las nuevas generaciones alejen  a sus hijos de la sopa, sólo porque sus padres los amenazaban con un horrible Hombre de la Bolsa.
– Pero... – dijo Johnny – si todos ahora se pasaron al bando de Santa Claus ¿Por qué perversa razón cambiaron el color del traje?
– La etiqueta de la bebida que fabrica mi padre es roja. –Respondió Fanta– A partir de ahora la alegría será roja, rojos serán la “paz” y el “amor”. ¡Sentir de verdad será rojo! ¡Todas las malditas cosas que le den más vida a tu vivir serán rojas!
– ¿Recuerdas a Freud, Johnny? – Intervino el rey de la sopa – ¡Parece que no estaba tan loco ese sujeto después de todo! Ha logrado que mucha gente esté estudiando nuestras cabezas en este momento. Ellos llaman a todo este asunto asociación afectiva.
Billy atronó nuevamente:
– ¡JO! ¡JO! ¡JO! Vamos, Murray, déjate de tonterías y únete al nuevo mundo ¿Qué dices?
Murray cruzó las manos sobre su falda, levantó la cabeza para mirar a Billy a los ojos, cuando encontró su mirada contestó.
– ¡Vete al infierno! ¡Sucio bastardo!
Johnny sintió un fuerte golpe en su mano derecha que lo obligó a soltar su 45 especial. El maldito rufián de Billy le había disparado una de sus flechas a traición. Fanta sacó de alguna parte un pequeño revolver y disparó. El anillo morado en la frente de Murray comenzó a sangrar y el último Hombre de la Bolsa ya no se movió. Fanta elevó ligeramente el arma y disparó otra vez. El detective sintió como la bala pasaba silbando a milímetros de su oreja izquierda. Fanta sin bajar el revólver sonrió y le dijo:
– Eso fue por los viejos tiempos, Johnny. Además, América no puede darse el lujo de perder valientes soldados en riñas callejeras. Adiós.
Los pichones volaron dejándole de regalo un cuerpo caliente. Recogió su arma y salió de allí antes de que el ruido de los disparos atrajera a los polizontes.
A la mañana siguiente, encontró sobre su escritorio un cheque por cinco mil dólares firmado por Campbell y una botella de Coca-Cola que tenía atada una rosa. Bebió la Coca-Cola, arrojó la rosa a la basura, leyó el cheque y les dijo a los muebles:
– ¡Por todos los demonios! ¿Por qué siempre pido tan poco dinero?

The End


*Fernando Barragán: Nació en Alta Gracia (Córdoba) en 1961, pero es ciudadano de Longchamps (Bs. As.) desde los tres años. Profesor de matemática y física con extrañas inclinaciones por la literatura, concurre desde hace años al taller de la escritora Iris Rivera y ella no se ha quejado aun. Fue director de una escuela técnica, pero se recuperó. Crónico es, en cambio, su gusto por la fantasía y la ciencia ficción. Busca equilibrio en el Yoga y profundidad en el buceo.

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