El Evangelio según LC
Incluso cuando no encontramos cómo darle sentido a una palabra, a un relato, a una historia, la derrota no es completa. Hay un sabor del que disfrutamos en el misterio de un nombre, de su relación con un lugar, de la búsqueda misma que involucra. En recuerdo del escritor Abelardo Castillo Libro de arena comparte una anécdota personal de un lector que le ha seguido el rastro.
Por Hernán Carbonel*
En aquel enero fuimos a pasar una semana en familia a Traslasierra, entre Las Tapias y Villa Las Rosas, muy cerca de San Javier. Luego seguiríamos hacia La Cumbrecita.
Una noche, mientras
cenábamos en un restaurant instalado en la que fuera la casa del historiador
Ricardo Levene, le pregunté a mi suegro –devoto lector de Abelardo Castillo- si
eran acertadas mis sospechas de que la novela El Evangelio según Van Hutten transcurría en La Cumbrecita. Me lo
confirmó; yo la había leído hacía ya varios años, y no era mucho lo que
recordaba; no era la primera vez que una penosa desmemoria y la incapacidad de
formular ciertas preguntas me traía algunos problemas.
Unos meses antes había
entrevistado a Castillo en mi programa de radio. En los días previos había
vivido dentro de una bolsa llena de pánico: iba a hablar con el que por
entonces consideraba el mejor cuentista argentino vivo, y uno de los mejores de
la literatura argentina. En un momento de la entrevista le pregunté qué lo
había llevado a meterse con el tema de la religión en muchos de sus libros (El otro judas, El Evangelio según Van Hutten, Sobre
las piedras de Jericó). Él me retrucó preguntándome si había leído los tres
libros. “No, solamente El Evangelio según
Van Hutten”, respondí. “Entonces es una pregunta que, si hubieras leído los
tres libros, te tendría que hacer yo” dijo, lapidario.
Quedé pagando como pocas
veces
-Un escritor no sabe de qué
está hecho ni por qué recurre permanentemente a ciertos temas –siguió
Castillo-. Eso se le puede preguntar a un crítico o a un lector-. Y con
clemencia cerró: -Pero supongo que, en un sentido casi trivial, lo que
significa eso es que yo tuve una muy sólida y temprana educación religiosa.
Luego, quince minutos más y
fin del calvario.
Por esos días, en Córdoba,
yo estaba leyendo la biografía de Leonard Cohen de Sylvie Simmons, I’m you man. Amén de que es un libro
iluminador sobre un hombre maravilloso, cargado de espiritualidad, reflexiones
inteligentes, poesía desbordante y una profunda pasión por la musicalidad de las
palabras, dos casualidades me llamaron la atención: las iniciales de Leonard
Cohen y La Cumbrecita; y que la autora de la biografía fuera Sylvia con y, como
la esposa de Castillo, Sylvia Iparraguirre.
Al llegar, y durante los
dos primeros días, no hice otra cosa que preguntarles a los lugareños de LC (La
Cumbrecita) si sabían algo del libro. “No lo leí, pero lo escuché nombrar” fue
la frase que más midió en las encuestas. Una tarde pedí un mapa, abandoné –con
culpa judía- a mi familia y emprendí la caminata sendero arriba. En la oficina
de información turística me habían dicho que sí, que existían unas cabañas con
el mismo apellido que aquel poseedor de un secreto y apócrifo legado cristiano.
Pasé por la plaza del
ajedrez –con nombre de origen, qué otro, alemán-, un tablero de grandes
dimensiones montado en el piso con piezas de expresiones diabólicas construidas
en hierro. Eran una mezcla del Hombre de Hojalata con personajes desterrados de
un cuento de Lovecraft.
Mientras seguía camino, recordé
que Abelardo Castillo era un apasionado por el abstracto mundo del ajedrez, y
que en la novela ese deporte-ciencia jugaba un papel lateral.
Subí y bajé, vi en los
árboles caídos los vestigios de una tormenta perfecta, me crucé con un adolescente
que se movía con muletas por aquella geografía imposible. A las puertas de la
capilla perdí el mapa (extraña circunstancia: Van Hutten era dueño de los
evangelios; yo quedaba expuesto a un extravío por haber hecho un alto a orillas
de la iglesia); no había otra que continuar a tientas.
Llegué hasta un señor
taciturno que salía de una casa de té, vadeando un arroyo, acompañado por un
ovejero belga de un porte imponente, y le pregunté por las cabañas:
-Volvés a subir por el
camino empedrado –dijo, mirando el suelo y señalando hacia arriba-, en la cima
de la loma están las cabañas Van Hutten.
Pronunció el apellido como
solamente un alemán, o un descendiente de alemanes podría hacerlo.
Me volví. La cuesta, de
sólo verla, asustaba. Pensé en prender un cigarrillo, pero hubiese sido una
invitación al suicidio. Con esfuerzo llegué hasta la cima. Me encontré con un
complejo de cabañas bajo el nombre La Cumbrecita; nunca vi, en la parte
inferior del cartel de madera, en letras pequeñas, la palabra “Waldhuetten”. Allí
apareció una pareja, a la que le volví a contar la historia de la novela.
-Sí, las cabañas son estas
–dijo el hombre. Bien peinado, bermudas marrones, camisa a cuadros dentro de los
bermudas, bolsa de papel en mano-. Nosotros estamos parando acá. -A unos pocos
metros, me asaltó la inasible imagen de un flaco de pelo largo hablando por
celular, arrumbado en una reposera, de cara a las sierras. –En realidad, el
nombre es en castellano. Dicen que Van Hutten, en alemán, significa La
Cumbrecita.
-Sí, yo eso lo leí en algún
lado –reafirmó la mujer. Me sonó más a cuento chino que germánico, pero lo
acepté.
-Nosotros vivimos acá hace
veinte años... –siguió el hombre; pareció dudar, hacer cuentas-. Sí, veinte
años. –La mujer asentía con la cabeza-. Ahora estamos de paseo, pero ya no es
lo mismo. Está lleno de gente. Antes era más agreste.
Di las gracias. Volví al
camino. Ahí estaba, en la parte inferior del cartel de madera, en letras
pequeñas, la palabra “Waldhuetten”.
Seguí cuesta arriba.
Faltaba mucho. Una camioneta me salvó la vida. Subí a la caja y trastabillé en
cuestas y empinadas hasta que oí que alguien gritaba “papá”. Era mi hijo. Pedí
que me bajaran, agradecí, saludé.
Volvimos a pasar por la
oficina de información turística. En la puerta había –cómo pude no verlo antes-
una gigantografía de un mapa de LC (La Cumbrecita). La ubicación de las cabañas
seguía ahí, a tres minutos de la olla. Pero no se llamaban Van Hutten, sino,
tal cual había visto en el cartelito, Waldhuetten.
Al volver a casa le escribí
a Ariel Magnus, en su condición de traductor al alemán: “van es ‘de’ y ‘hutten’
parece que es una palabra suiza para designar el cesto de mimbre que se llevaba
en la espalda a modo de mochila –me respondió a eso de las ocho de la mañana,
fiel a sus madrugones-. ‘Wald’, en cambio, es bosque, y ‘huetten’ debe ser
‘hütten’ y significa chozas o cabañas o refugio, o sea, chozas del bosque. La
Cumbrecita, como ‘pequeña cumbre’, en alemán podría ser ‘Das Gipfelchen’ (aunque
lo pondría sin el artículo). Castillo, para el caso, es ‘Schloss’. Igual, ojo
que ‘van hutten’ debe ser holandés. El ‘van’ es el ‘von’ (de) alemán, pero no
sé si ‘hutten’ será lo mismo...”.
Magnifico lo de Magnus. De
todos modos, apelé al fatalmente irremediable Google: leí que Abelardo Castillo
había declarado alguna vez que “los datos religiosos y los datos del lugar,
salvo algunos detalles (por ejemplo, no le puse nombre al hotel para no herir
sensibilidades), son todos documentados”. Eso ya en casa, entre paredes. En
fin, que nunca pude saber en definitiva si aquellas eran las cabañas de Van
Hutten.
Pero la respuesta final
estaba en una tarde de verano en La Cumbrecita, a orillas de la calle peatonal
y mientras masticaba una salchicha con chucrut y papas fritas. Ahí la leí. La frase
que pronunció LC (Leonard Cohen) en su discurso al recibir el premio Príncipe
de Asturias: “si queremos expresar la derrota común, procuremos hacerlo dentro
de los límites estrictos de la dignidad y la belleza”.
* Hernán Carbonel es
escritor, periodista y bibliotecario, vive en Salto, provincia de Buenos Aires.
Es habitual colaborador de suplementos culturales, y produce y conduce, desde
hace años, programas en Radio Pura, que se puede escuchar por Internet en radiopura.blogspot.com.ar
Ha publicado El caso
Arroyo dulce, en Ediciones Galmort, El chico que no crecía y otros
cuentos, en Galerna Infantil, y la novela breve Una excursión a los
comechingones, incluida en la antología Antiguos dueños de la
tierra, en editorial Amauta.
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