Queremos tanto a Julio

El 26 de agosto de 1914 nacía en Bruselas, de padres argentinos, Julio Cortázar.
Cuentan sus biografías que de niño leía tanto que su madre consultó con los médicos, que le aconsejaron que le suspendiera la lectura por un tiempo y lo animara a jugar bajo el sol.  A los diez años escribió su primera novela y su madre – la misma que hizo la consulta por “sobredosis de lectura”- la consideró tan buena que dudó que fuera autoría de Cortázar. Trabajó como maestro, traductor de inglés y francés e intérprete, pero – a pesar de que la traducción que hizo de la obra completa de Poe está considerada como la mejor traducción jamás hecha del escritor norteamericano-, es reconocido en todo el mundo como uno de los grandes narradores hispanoparlantes. Lo recordamos con el inicio de su cuento “Carta a una señorita en París” del libro Bestiario (1951).


Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafio me pase por los ojos como un bando de gorriones.


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