Por cuatro días locos

A pesar de que éste año el Carnaval porteño estuvo ausente de las calles, a Libro de arena nos siguen llegando colaboraciones que, de alguna manera, nos lo acercan. En este caso, un relato de Eduardo Carlos Álvarez*, que recuerda el corso de Liniers.




Siempre daba la casualidad (y por qué no, la causalidad) que los cuatro días locos, como les llamaba la gente mayor, caían cuando mi hermano y yo estábamos de visita en lo de mis abuelos maternos, que habitaban en una casa chorizo bien mantenida, con huerta y gallinas al fondo, como para que la visita  envidiara, a tres cuadras de la estación Ciudadela.

Además de mis abuelos, él con un pasado ferroviario (y telefónico), y ella sin pasado, como corresponde a las mujeres de su generación, estaba mi tía, en la que mi hermano y yo depositábamos nuestras expectativas carnavaleras, siendo la única a la que el Carnaval le movía el amperímetro. Su esposo era sordo,  lo que lo convertía casi en autista, si convenimos en que la base de la fiesta pagana era justamente el ruido en general. A mi abuelo, luego de la pérdida de su hija predilecta, lo único que le interesaba a esa altura de su vida, era regatear precios en la feria de Liniers, y la novela radial de la tarde, pomposamente presentada como el “Teatro Palmolive del Aire”, siempre encabezado por Eduardo Rudy e Hilda Bernard, de la que con los años (más que nada, los de ella) entendí que cuando menos, compartía la criogenia con Walt Disney.

Nuestro programa diurno, además de rezar para que el tiempo se mantuviera radiante durante esos días tan anhelados, era experimentar una suerte de comunión con los chicos de la cuadra, a quienes no conocíamos ni veríamos durante el resto del año, y salir con un tacho de lavar la ropa en el que flotaba una improbable cantidad de globos, a recorrer la cuadra, fastidiando en nuestro trayecto a gente heterogénea y perfectamente extraña, que no siempre aceptaba el reinado fugaz del Rey Momo, al menos a ciertas horas del día. Encontrábamos más consenso en el mundo infantil de ambos sexos, a la hora de mantener esa dialéctica acuática, más de igual a igual. A veces, tocaba escapar con el tacho ya semivacío cuando los proyectiles se agotaban, y meterse en algún zaguán para evaluar la incursión vecinal.

El otro aspecto de las horas previas estaba constituido por la búsqueda de elementos en desuso que, bien armonizados, aseguraran una identidad espantosa a primera vista, con un trasfondo que denotara chispa e inventiva. Ese año decidí componer una especie de croto con un toque cocoliche que lo hacía socialmente más aceptable. Como mi presupuesto era limitado, mi única inversión genuina había sido un conjunto de anteojos, nariz enrojecida que denunciaba la presencia de alcohol en sangre y un mostacho similar al de Groucho Marx. El resto del disfraz lo aportaban un viejo pijama de origen incierto, una camisa bastante raída y algo sucia, y unas infaltables boyero con dedo gordo al descubierto. Como accesorio, una bolsa de arpillera con algunos trapos dentro.

Inmediatamente de concluida la cena, nos largábamos con mi tía para el mítico corso barrial de Liniers, uno de los más populares de Buenos Aires antes del asesinato del Rey Momo. Para la ocasión, se clausuraban al tránsito algunas cuadras de la avenida más larga del mundo. El trayecto era por las oscuras calles de Ciudadela, estación que languidecía para esas fechas, fagocitada por el corso vecino con el que no podía ni quería competir. A mi paso, solo obtenía miradas compasivas por parte de ese vecindario de sillas en la vereda. No comprendía cómo podían ser tan amargos ante semejante acontecimiento.

Ya en la avenida, comenzamos a recorrerla al paso a que obligaba la multitud, mientras buscábamos a quien molestar con nuestro arsenal de pomos y lanzaperfumes, ya que la espuma era todavía nonata. Sin embargo,  lo más efectivo era la combinación de papel picado y rociado posterior. Y lo más divertido, para el que no la recibía, era cargar los pomos con el agua helada que quedaba en los depósitos de los triciclos abandonados por los heladeros, cuando ya habían agotado su dulce carga a cierta hora de la noche. Con eso ganábamos rápidamente el odio de los padres de las chicas víctimas de nuestro atrevimiento. Escapando de uno de ellos, criminis causa, me interné en una calle lateral bastante oscura (la luz naranja vendría junto con la espuma, años después). Perdí  contacto con el grupo familiar. Los sonidos de la fiesta se habían apagado de la mano de las luces, y solo escuchaba mi corazón desbocado y pasos que se acercaban como una amenaza. Apreté la bolsa de croto con más fuerza, para que no se me cayera al retomar la carrera. Escuchaba gritos que pretendían detenerme. Mi perseguidor debía ser adulto, ya que me alcanzó en una cuadra nomás. Sentí su mano sobre el hombro, que buscaba forzar un giro. Finalmente, quedamos enfrentados y jadeantes. Cuando recuperó un tanto su respiración, me sonrió.                                                   

----- ¡Cómo me hiciste correr, pibe!  No… lo del agua helada es una boludez. Te corrí para felicitarte por tu croto. Hacía años que no veía uno así. Chau, pibe, suerte en el concurso.

Caminando al paso, volví triunfante hacia Rivadavia. En ese momento, no me importaba reencontrar a mi tía. Total, ya sabía volver solo.

Años después, tuve un éxito similar, cuando me corrieron hasta la boca del subte de la Estación Medrano para preguntarme dónde había comprado el sobretodo.

Pero esa es otra historia.


*Eduardo Carlos Alvarez vive en Bahía Blanca pero pasó su infancia en Buenos Aires. Es escritor y guionista de cine. Tiene relatos incluidos en  varias antologías y ha publicado el libro de cuentos Con vista al mar y otras vistas, editado por Ediciones Baobab.  

     

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