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De John Lennon a Joan Didion o cómo el dolor puede ser también un motor para la creación

En esta nota de Julieta Roffo para el DiarioAR recordamos a Joan Didion (fallecida en enero pasado). La autora  relaciona la  producción escrita de la gran escritora californiana con la de John Lennon. De esta manera, la nota  establece una relación entre  la literatura y el rock, el tema de este mes en Libro de arena

John Lennon

Por Julieta Roffo

Desde hace siglos, los artistas construyen obra a partir de sus pérdidas. Al consumir sus producciones logramos empatizar con esos dolores y, como si la belleza mostrara toda su paradoja, encontrar motivos propios para llorar. Y avanzar.

Pasaron diez años desde la noche en la que un policía aprendiz de automovilista atropelló y asesinó a la madre de John Lennon hasta que ese adolescente duelante, convertido en uno de los cuatro hombres más populares que Jesús, pudo empezar a transformar algo de ese dolor en canción. “La mitad de lo que digo no tiene sentido, pero lo digo sólo para alcanzarte, Julia”. Cuando empezó a escribirla estaba en la India, en ese retiro espiritual en el que The Beatles conocieron sustancias e instrumentos y del que volvieron con los borradores de algunas nuevas canciones. Estaba solo en el estudio de grabación cuando la dejó registrada como cierre del primero de los dos discos que componen el Álbum Blanco: en ninguna otra canción de The Beatles Lennon está sin Paul, ni George, ni Ringo excepto en esta, en la que se quedó solo con Julia, su madre muerta.

Tocame” le canta John a Julia, como quien dice “no te alejes tanto de mí”. “Canto una canción de amor para Julia”, dice también ese nene-hombre que, por prescripción de la familia materna y también del Estado, había dejado de convivir formalmente con su mamá a los 5 años, cuando la custodia recayó sobre su tía Mimi, pero que aprendió a tomar colectivos para pasar todo el tiempo posible con esa mamá que sabía -y enseñaba- acordes de banjo y de ukelele, y las notas en el piano, y que juntó 10 libras esterlinas para que John tuviera su primera guitarra. Esa mamá en cuya casa sí estaban permitidos los tocadiscos y eran bienvenidos los ensayos de The Quarrymen, la banda a la que Lennon invitaría primero a Paul McCartney -otro huérfano de madre- y a George Harrison después.

Dos años después del Álbum Blanco -y algunos meses después de que The Beatles se separaran- el dolor de John por esa madre que ya no está y por esa madre que podría haber estado más cerca antes de que un auto la aplastara vuelve a asomarse: “Madre, vos me tuviste a mí pero yo no te tuve a vos, yo te quise pero vos no me querías”, se desgarra Lennon. Mother es parte del disco John Lennon / Plastic Ono Band de 1970 y otra vez habla de Julia, la mujer que a pesar de su miopía había decidido no usar anteojos, rebeldía que John heredó y puso en práctica durante toda la década beatle, hasta cansarse y dar con el armazón que él se ocupó de llevar a la fama y que el mercado se ocupó de llamar por su apellido.

Todo ese sufrimiento que Lennon podría haber padecido sólo puertas adentro, se convierte, letra y música mediante, en una (o dos en este caso) que sabemos todos. Dos canciones que le sirven de ladrillos a ese refugio gigante o más bien interminable, sin nacionalidad y nómade, que vienen construyendo desde hace siglos poetas, novelistas, cantantes, hombres y mujeres de la pintura y cineastas -artistas, al fin y al cabo- que han erigido obra a partir de sus duelos. Esos que salieron de la instancia en la que la pérdida shockea y paraliza y se aferraron a una pulsión creativa para empezar a cicatrizar -y tuvieron el suficiente talento como para que una discográfica, una productora o una editorial les dijera que sí, que adelante-.

Tal vez no pensemos en esos ladrillos sueltos como piezas de un gran edificio demasiado seguido porque al dolor mejor andarle lejos y al dolor por las pérdidas todavía más. Pero ahí están, engrosando un género al que nadie querría dedicarse, esas catarsis por los padres y las madres muertas de vejez, de cáncer o debajo de un auto. Las narraciones de las separaciones sufrientes, los desarraigos, los amores que se desinflan sin remedio y las muertes de los hijos, para las que la humanidad todavía no encontró un nombre adecuado. Todas esas piezas nos alfombran un poco el piso cuando la vida lo llena de esquirlas puntiagudas y, mientras tanto, sirven de ventana indiscreta al dolor de otro y a lo que ese otro hizo con su dolor.

“No hay duda de que escribir las pérdidas es un acto simbolizante, donde se van enhebrando emociones para las que no hay palabra. Son palabras sublimadas que permiten empezar a nombrar ese dolor de otra manera. El dolor en ese momento es indecible, pero a través de la metáfora se va creando otra cosa, que puede ser una canción, un cuento, un poema. Ahí aparece la sublimación, cuando se acepta que eso perdido puede ser creado -escrito, cantado, por ejemplo- de otra manera”, explica la psicoanalista Gabriela Goldstein, presidenta de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA).

El dolor es indecible, pero a través de la metáfora se va creando otra cosa, que puede ser una canción, un cuento, un poema.

Gabriela Goldstein — presidenta de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA)

“Algo de lo que se construye, de lo que se crea a través de la metáfora, tiene alguna resonancia con lo perdido, por lo cual puede llegar a hacerle bien a quien lo crea. A la vez, si es un objeto realmente artístico, tiene la capacidad de transmitir toda una serie de emociones a quien lo escucha, lo ve, lo lee. Y eso que se transmite no es necesariamente tristeza por la pérdida de un objeto porque si el dolor se trasladara directamente la gente que accede a esa obra no lo bancaría. Sería lo mismo escuchar una canción de este tipo que ver en un noticiero a cuánta gente mataron. El arte, aunque hable de pérdidas y de duelos, puede provocar emociones que a la vez produzcan placer”, suma Goldstein.

La escritora Joan Didion Penguin Random House

“La vida cambia deprisa. La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba (...) La vida cambia en un instante. Un instante normal”, escribió la novelista californiana Joan Didion en El año del pensamiento mágico: allí intentó explicar(se) todo lo que vino después de que su marido dejara de responderle mientras ella preparaba la ensalada de una cena en 2003. Todo lo que vino después del infarto que lo dejó mudo primero y lo mató enseguida: la imposibilidad de tirar sus zapatos por si alguna vez volvía, la imposibilidad de donar sus córneas por si alguna vez quería mirar el mundo (o a ella) de nuevo, lo ridículo que puede ser tener anotado el teléfono del servicio de emergencias por si le pasa algo a un vecino sin pensar jamás que tal vez ese algo le pase al compañero de cuatro décadas, lo revelador que es darse cuenta de esa ridiculez.

Didion escribe porque a los 5 años su mamá le regaló un cuaderno para que le hablara menos. Para que depositara ahí, y no en su madre, casi todo lo que se le pasara por la cabeza. Siete décadas después, a partir de su viudez hizo una novela que le hizo ganar el National Book Award en la categoría de no ficción y ser finalista del Premio Pulitzer. En 2011, formada en ese mecanismo de escribir en vez de hablar, publicó Noches azules para duelar a su hija Quintana, que había muerto menos de dos años después que su marido. Cuando tuvo que elegirle un nombre a su compilación de ensayos de no ficción, Didion eligió Nos contamos historias para poder vivir.


Eric Clapton Télam

Eric Clapton gestó la canción en la que pudo al fin referirse a la muerte de su hijo en nueve meses. Tears in heaven logra con tres notas de guitarra acústica que cualquiera pueda conmoverse, sentir el clima de melancolía profunda del cual, finalmente, todos salimos buscando una carilina pero sin daños mayores. Ahí, en esa canción en la que el músico británico le pregunta a su hijo muerto si lo reconocería si se encontraran en el cielo, está su tragedia.

Ahí está el dolor que vino después de que Conor, de cuatro años, cayera desde la ventana de un piso 53 de Manhattan por el descuido del hombre que limpiaba los vidrios del rascacielos. El dolor del padre que justo el día anterior a ese final había pasado por primera vez algunas horas solo con su hijo y había decidido que era momento de estar más cerca de esa crianza. Ahí, en la línea en la que Clapton le advierte a su pequeño interlocutor que él no pertenece al cielo, está la certeza de que nunca más van a estar juntos.

"Tears in heaven" logra con tres notas de guitarra acústica que cualquiera pueda conmoverse, sentir el clima de melancolía profunda del cual, finalmente, todos salimos buscando una carilina pero sin daños mayores.

“El teórico Jean Allouch dice que, en el inicio de un duelo, el duelante es algo así como un enamorado porque todo el tiempo piensa en esa persona a la que está duelando. Es un deseante que no desea serlo. El hecho de que ese duelo produzca alguna obra a través del arte puede resultar muy reparatorio”, explica Alicia Killner, psicoanalista y coordinadora del área de Cultura de APA.

Fito Páez estaba en Brasil, de gira con su disco Giros, cuando le avisaron que su abuela “Belia” y su tía abuela Josefa habían sido acuchilladas hasta la muerte en la casa de Rosario en la que, muerta su madre cuando él era apenas un bebé, esas dos mujeres lo habían criado. En el mismo episodio habían asesinado también a Fermina Godoy, a cargo de las tareas domésticas en la casa de las abuelas-madres de Fito y embarazada. Lo primero que hizo Páez fue destrozar la habitación de hotel en la que estaba alojado. Lo segundo fue viajar a Rosario para declarar en una comisaría. Lo tercero fue volver a subirse a un avión: viajó a Tahití con un amigo y asistente y volvió con su próximo disco en la cabeza.

Más de treinta años después de ese lanzamiento, en sus shows en vivo Páez sigue levántandose del piano y colgándose la guitarra para tener a cargo ese riff furioso y oscuro que antecede a lo de “en esta puta ciudad todo se incendia y se va, matan a pobres corazones, matan a pobres corazones”. Ciudad de pobres corazones es, probablemente, el enojo mejor sublimado de la historia del rock argentino, una catarsis parecida a las cascaritas que vuelven a sangrar cada vez que se las roza.


Fito Páez

Fito estrenó la canción en el estadio Obras en 1986, en un show de la gira en la que presentó La La La junto a Spinetta: “Soy un animal herido, que se relame las heridas y a lo mejor no quiere que lo vean. Como decía Borges, lo que me une a la vida no es el amor, sino el espanto”, dijo en ese momento sobre su cascarita interminable. Hace algunos años, en vivo en el Luna Park, Páez reemplazó ese riff de guitarra que parece hecho de cuchillazos -para vengar cuchillazos- por un sampleo electrónico: la canción perdió tanta potencia, se “desenojó” tanto, que no lo volvió a hacer nunca más.

“Rilke decía que lo bello es el borde de todo lo terrible que podemos soportar. Los artistas saben hacer algo bello con lo terrible o lo doloroso, algo que produzca placer, belleza o emoción a partir de un núcleo nostálgico. Eso puede ocurrir a través de una canción, de una película, de un cuento, y ocurre que cuando ese trabajo con el dolor es una verdadera obra de arte logra tocar una fibra universal”, explica Goldstein.


Paul McCartney Télam

Paul McCartney también era adolescente cuando Mary, su mamá, murió de cáncer de mama. Paul tenía 14 años y una madre a quien no había ningún descuido que reprocharle. Ninguna ausencia, ninguna desatención. Esa orfandad, a pesar de las diferencias, lo acercaba más todavía a Lennon: los dos tenían que ocuparse de un duelo similar. En algo de eso estaría McCartney una de todas las noches en las que se acostó borracho y drogado hacia fines de los sesenta, cuando el mundo era suyo pero ya era conciente de que la convivencia de The Beatles era inviable.

“Salía todas las noches y consumía de todo. Después de todo eso casi siempre me costaba dormir pero algunas noches lograba un sueño extrañamente profundo. Fue una de esas noches que ocurrió la aparición”, dijo McCartney en decenas -¿o centenas?- de entrevistas. “Vi a mi mamá que me decía que me quedara tranquilo, que todo iba a estar bien, que lo dejara ser… que let it be… Me desperté y me pareció que con todo eso que mi mamá me decía podía hacerse una buena canción”. Así que escribió lo de que cuando se encuentra en tiempos problemáticos Mother Mary aparece con algunas palabras sabias y le dice que let it be.

Las palabras de Mother Mary le pusieron nombre al último disco que The Beatles sacaron al mercado y a una canción que forma parte de ese archivo universal del duelo convertido en emoción global. Tal vez se trate de uno de los grandes himnos de todo ese repertorio basado en ausencias personalísimas que el tiempo -y la creatividad y el trabajo- convierte en patrimonio de todos: a esta altura, Mother Mary aconsejó a miles de millones de personas aunque no lo sepa.

La vida cambia en un instante. Un instante normal. Mejor tener a mano todo lo bello que algunos otros hayan logrado hacer con su dolor para amortiguar el golpe.

JR

Fuente: El DiarioAr

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